– Pajarillo -le interrumpió el otro-. Aquí nadie usa su auténtico nombre.
– El Bombero tiene razón, Pajarillo -aseguró Larguirucho, y asintió con la cabeza-. Apodos, abreviaturas y cosas así.
Se giró y cruzó de nuevo la habitación con rapidez para echarse en la cama y volver a mirar el techo.
– No es mala persona, y creo que es realmente, palabra que no puede usarse demasiado en este sitio, inofensivo -aseguró el Bombero-. A mí me hizo exactamente lo mismo el otro día. Gritó, me señaló y se comportó como si fuera a acabar conmigo para proteger a la sociedad de la llegada del anticristo, del hijo de Satán o de quien sea. Cualquier demonio extraño que pudiera venir a parar aquí por casualidad. Se lo hace a todos los novatos. Y no está del todo loco, si lo piensas bien. En este mundo hay mucha maldad, imagino que tendrá que salir de alguna parte. Quizá sea mejor estar atento, como él dice, incluso aquí.
– Gracias de todos modos -dijo Francis. Se estaba calmando, como un niño que cree haberse perdido pero ve una referencia que le permite ubicarse-. Pero no sé tu nombre…
– Ya no tengo nombre. -Lo dijo con un ligero tono de tristeza que concluyó con una medio sonrisa irónica teñida de pesar.
– ¿Cómo es posible que no tengas nombre?
– Tuve que renunciar a él. Es lo que me trajo aquí.
Eso no tenía demasiado sentido para Francis.
– Perdona. -El hombre sacudió la cabeza, divertido-. La gente ha empezado a llamarme el Bombero porque es lo que era antes de llegar al hospital. Apagaba incendios.
– Pero…
– Bueno, tiempo atrás mis amigos me llamaban Peter. Así que soy Peter el Bombero. Con eso tendrá que bastarte, Pajarillo.
– De acuerdo.
– Creo que descubrirás que aquí el sistema de nombres facilita un poco las cosas. Ya has conocido a Larguirucho, que es un apodo evidente para alguien con un aspecto como el suyo. Y te han presentado a los hermanos Moses, aunque todo el mundo los llama Negro Grande y Negro Chico, lo que de nuevo parece una elección adecuada.
Y Tomapastillas, que es más fácil de pronunciar que Gulptilil y más acorde con su forma de enfocar el tratamiento. ¿A quién más has visto?
– A las enfermeras, la señorita…
– Ah, ¿la señorita Caray y la señorita Pincha?
– Wright y Winchell.
– Exacto. Y también hay otras, como la enfermera Mitchell, que es la enfermera Bicha, y la enfermera Smith, que es la enfermera Huesos porque se parece un poco a Larguirucho, y Rubita, que es bastante bonita. Hay un psicólogo llamado Evans, apodado señor del Mal, al que conocerás pronto porque este dormitorio está más o menos a su cargo.
Y el nombre de la repugnante secretaria de Tomapastillas es señorita Lewis, pero alguien la apodó señorita Deliciosa. Al parecer, ella no lo soporta, pero no puede hacer nada al respecto, porque se le ha aferrado tanto como esos jerséis que le gusta llevar. Se ve que es de cuidado. Puede resultarte un poco confuso, pero lo pillarás en un par de días.
Francis echó un vistazo alrededor.
– ¿Está loca toda la gente que hay aquí? -susurró.
– Es un hospital para locos, Pajarillo, pero no todo el mundo lo está -respondió el Bombero a la vez que meneaba la cabeza-. Algunos son sólo viejos y seniles, lo que les hace parecer un poco extraños. Otros son retrasados, así que resultan lentos, pero qué los trajo aquí exactamente es un misterio para mí. Algunos parecen sólo deprimidos. Otros oyen voces. ¿Oyes tú voces, Pajarillo?
Francis no supo cómo responder, pues en su interior se inició un debate; oía discusiones cruzadas, como varias corrientes eléctricas entre polos.
– No quiero decirlo -contestó al fin.
– Hay cosas que es mejor guardarse para uno mismo -asintió el Bombero. Rodeó a Francis con el brazo y lo condujo hacia la puerta-. Ven, te enseñaré lo que hay que ver de nuestro nuevo hogar.
– ¿Oyes tú voces, Peter?
– No. -Negó con la cabeza.
– ¿No?
– No. Pero tal vez me iría bien oírlas -respondió. Sonreía al hablar, con una ligerísima curva en las comisuras de los labios, de un modo que Francis reconocería muy pronto y que parecía reflejar el carácter del Bombero, porque era la clase de persona que sabía ver tanto la tristeza como el humor en cosas que los demás considerarían carentes de significado.
– ¿Estás loco? -preguntó Francis.
El Bombero sonrió de nuevo, y esta vez soltó incluso una breve carcajada.
– ¿Lo estás tú, Pajarillo?
– Puede -dijo Francis tras inspirar hondo-. No lo sé.
– Yo diría que no -replicó el Bombero-. Tampoco me lo pareció cuando te conocí. Por lo menos, no demasiado loco. Tal vez un poco. Pero ¿qué hay de malo en eso?
Francis asintió. Eso lo tranquilizaba.
– ¿Y tú? -prosiguió.
El Bombero titubeó antes de responder.
– Soy algo mucho peor -aseguró-. Por eso estoy aquí. Se supone que tienen que averiguar qué me pasa.
– ¿Qué es peor que estar loco?
– Bueno -dijo el Bombero tras carraspear-, supongo que no pasa nada. Tarde o temprano te vas a enterar. Mato gente.
Y, tras esas palabras, condujo a Francis hacia el pasillo del hospital.
4
Y eso fue todo, supongo.
Negro Grande me dijo que no hiciera amigos, que tuviera cuidado, que fuera reservado y que obedeciera las normas, y yo hice lo posible por seguir todos sus consejos excepto el primero. Ahora me pregunto si no tenía también razón en eso. Pero la locura consiste -también en la peor clase de soledad, y yo estaba a la vez loco y solo, así que cuando Peter el Bombero me llevó con él, agradecí su amistad en mi descenso al mundo del Hospital Estatal Western y no le pregunté qué querían decir esas palabras, aunque suponía que pronto lo averiguaría porque el hospital era un sitio donde todo el mundo tenía secretos, pero pocos de ellos se guardaban.
Mi hermana menor me preguntó una vez, mucho después de que me diesen de alta, qué era lo peor del hospital, y tras reflexionar mucho se lo dije: la rutina. El hospital consistía en un sistema de pequeños momentos inconexos que no llevaban a ninguna parte y que sólo existían para pasar del lunes al martes, del martes al miércoles y así sucesivamente, semana tras semana, mes a mes. Todos los pacientes habían sido ingresados por familiares supuestamente bienintencionados o por el sistema frío e ineficiente de los servicios sociales, después de una superficial vista judicial en la que no solían estar presentes y en la que se dictaban órdenes de reclusión por treinta o sesenta días. Pero pronto descubríamos que estos plazos eran tan ilusorios como las voces que oíamos, porque el hospital podía renovar las órdenes judiciales si decidían que seguías siendo una amenaza para ti mismo o para los demás, lo que, en nuestra situación, solía ser la decisión habitual. Así que una orden de reclusión de treinta días podía convertirse con facilidad en una estancia de veinte años. Un recorrido cuesta abajo, sin tregua, de la psicosis a la senilidad. Poco después de nuestra llegada averiguamos que éramos un poco como municiones decrépitas, almacenadas donde no se ven, que se van deteriorando, oxidando y volviendo cada vez más inestables.
Lo primero que uno comprendía en el Hospital Estatal Western era la mentira más grande: que nadie intentaba ayudarte para que mejoraras ni para que volvieras a casa. Se hablaba mucho, se hacía mucho, aparentemente para ayudarte a readaptarte a la sociedad, pero en su mayor parte era teatro, ficción, como las vistas de altas que se celebraban de vez en cuando. El hospital era como el alquitrán en la carretera: te mantenía aferrado en tu sitio. Un famoso poeta escribió una vez, de forma bastante elegante e ingenua, que el hogar es el sitio donde siempre te acogen. Quizá para los poetas, pero no para los locos. El hospital se dedicaba a mantenerte fuera de la mirada del mundo cuerdo. Nos tenían ligados con medicaciones que nos embotaban los sentidos y obstaculizaban nuestras voces interiores, pero jamás eliminaban por completo las alucinaciones, de modo que los delirios seguían resonando por los pasillos. Pero lo verdaderamente perverso era lo deprisa que aceptábamos esos delirios. Pasados unos días en el hospital, no me molestaba que el pequeño Napoleón se plantara junto a mi cama y empezara a hablar enfáticamente sobre movimientos de tropas en Waterloo, y sobre que si las plazas británicas hubieran sido derrotadas por su caballería, si Blücher se hubiera demorado en la carretera o la Vieja Guardia no hubiera sucumbido a la lluvia de metralla y los mosquetes, toda Europa habría cambiado para siempre. Nunca estuve seguro de si Napoleón se consideraba realmente el emperador de Francia, aunque hubiera momentos en que actuara como si así fuera, o si sólo estaba obsesionado con todas esas cosas porque era un hombre menudo, encerrado en un manicomio con el resto de nosotros, y lo que más deseaba era ser algo en la vida.