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Esa noche, Lucy se dirigió a su pequeña habitación del primer piso de la residencia de las enfermeras en prácticas. Era uno de los edificios más sombríos del hospital, aislado en un rincón, cerca de la central de calefacción y suministro eléctrico con su zumbido constante y su columna de humo, y con vistas al reducido cementerio del hospital. Se trataba de un bloque cuadrado de tres plantas, cubierto de hiedra, con unas gruesas columnas dóricas blancas en el pórtico delantero. Había sido reformado a finales de los cuarenta y principios de los sesenta, de modo que su concepción original como mansión suntuosa y elegante en la colina era cosa del pasado. Lucy cargaba con una caja de cartón que contenía unas tres docenas de historias clínicas seleccionadas entre la lista de nombres que estaba reuniendo. Incluía las historias tanto de Peter como de Francis, que había tomado en un descuido de Evans para satisfacer cierta curiosidad personal sobre lo que había llevado a sus dos compañeros al hospital psiquiátrico.

Su idea era familiarizarse con la información incluida en los expedientes para luego interrogar a los pacientes. De momento, no se le ocurría otro enfoque. No disponía de pruebas físicas, aunque era consciente de que las había en algún sitio. Un cuchillo, u otra arma afilada, como una navaja o un cúter. Tenía que haber más prendas ensangrentadas y quizás un zapato con la suela aún manchada con la sangre de la enfermera. Y en algún sitio estaban las cuatro falanges cercenadas.

Había llamado a los detectives que detuvieron a Larguirucho por ti habían averiguado algo al respecto. Pero no era el caso. Uno creía que las falanges habían sido lanzadas al retrete. El otro sugirió que a lo mejor Larguirucho se las había tragado.

– Después de todo, ese tío está como una cabra -sentenció el detective.

Lucy tuvo la impresión de que no estaban demasiado interesados en plantearse alternativas.

– Vamos, señorita Jones -había comentado el otro detective-. Tenemos al culpable. Y un caso para el fiscal, salvo por el hecho de que está loco.

La caja pesaba lo suyo, y se la apoyó en la rodilla para abrir la puerta. Todavía tenía que descubrir algún indicio de alguna clase de conducta reveladora. Dentro del hospital, todos eran extraños. Era un mundo ajeno a la razón. En el mundo normal siempre había algún vecino que observaba un comportamiento extraño. O un compañero de trabajo que veía esto o aquello. Quizás un familiar que sospechaba ciertas cosas. Pero ahí era distinto. Tenía que descubrir nuevas vías. Se trataba de ser más lista que el asesino que ella creía oculto en el hospital. En ese juego, estaba segura de salir victoriosa. No le parecía demasiado difícil superar tácticamente a un demente. O a un hombre que se hacía pasar por demente. En definitiva, el problema era saber cómo definir los parámetros del juego.

Mientras subía la empinada escalera despacio, peldaño a peldaño, sintiendo la misma clase de agotamiento que tras una enfermedad larga y debilitante, pensó que, cuando estuvieran establecidas las normas, vencería. Le habían enseñado que todas las investigaciones eran, en el fondo, iguales: una escena previsible interpretada en un escenario definido. Era así cuando se trataba de alguna empresa evasora de impuestos o de buscar a un atracador de bancos, un pornógrafo infantil o un estafador. Una cosa enlazaba con otra, y eso conducía a una tercera, hasta que todo el rompecabezas, o por lo menos el suficiente, resultaba visible. Las investigaciones infructuosas, que todavía le eran ajenas a Lucy, eran la consecuencia de que uno de esos enlaces estuviera oculto, y de que ese vacío fuera aprovechado por el delincuente. Resopló y se encogió de hombros. Se dijo que era fundamental crear la presión necesaria para que el hombre al que llamaban «el ángel» cometiera algún error.

Seguro que cometería alguno.

Lo primero era buscar pequeños actos violentos en los expedientes. No creía que un hombre capaz de aquellos asesinatos pudiera esconder del todo una propensión a la ira, ni siquiera en aquel hospital.

Se dijo que habría algún indicio. Un arrebato. Una amenaza. Un estallido. Sólo necesitaba reconocerlo al verlo. En el mundo peculiar de aquel hospital psiquiátrico, alguien tenía que haber visto algo que no encajara en ninguno de los modelos de conducta aceptables.

También estaba segura de que, cuando empezara a hacer preguntas, encontraría respuestas. Lucy tenía gran confianza en su habilidad para repreguntar hasta alcanzar la verdad. En ese momento no se planteaba la diferencia entre hacer la misma pregunta a una persona cuerda y a una demente.

La escalera le recordó a algunas residencias de Harvard. Sus pasos resonaban en los peldaños, y de pronto fue consciente de que estaba sola en un espacio confinado y solitario. Un recuerdo espantoso se apoderó de ella y contuvo el aliento. Exhaló despacio, como si de esa manera pudiese expulsar el mal recuerdo. Miró un instante alrededor pensando que ya había vivido antes esa situación. No había ventanas y no llegaba ningún sonido del exterior. En el hospital se había habituado a una cacofonía constante. Gemidos, gritos y murmullos.

Se dijo que el silencio era tan inquietante como un grito.

Se detuvo en seco y el eco de sus pasos se desvaneció. Escuchó el sonido áspero de su propia respiración. Esperó hasta que un silencio total la envolvió. Se inclinó sobre la barandilla de hierro y miró arriba y abajo para asegurarse de que estaba sola. No vio a nadie. La escalera estaba bien iluminada y no había sombras donde esconderse. Esperó un momento más para superar la sensación claustrofóbica que la invadía. Era como si las paredes se hubieran acercado. Hacía un frío que le hizo pensar que la calefacción no llegaba a esa zona, y se estremeció. Pero de repente notó sudor bajo los brazos.

Sacudió la cabeza, como si un movimiento enérgico pudiese acabar con aquella sensación desagradable. Atribuyó el sudor de la palma de las manos al nerviosismo. Se tranquilizó pensando que ser una de las pocas personas cuerdas en aquel lugar probablemente la hiciera sentirse nerviosa y que sólo había revivido la acumulación de todo lo que había visto y sentido los primeros días.

De nuevo, exhaló despacio. Movió el pie por el suelo provocando un chirrido, como si quisiera oír algo corriente y rutinario.

Pero el ruido que hizo le erizó la piel.

El recuerdo la abrasaba, como el ácido.

Tragó con fuerza y se recordó que tenía por norma no pensar en lo que le había pasado hacía tantos años. No ganaba nada con recordar el dolor, evocar el miedo o revivir una herida tan profunda. Recordó el mantra que había adoptado después de ser atacada: Sólo sigues siendo una víctima si lo permites. Sin darse cuenta, intentó llevarse la mano a la cicatriz de la mejilla, pero el bulto de la caja la detuvo. Notaba dónde había sido lastimada, como si la cicatriz le pulsara, y recordó la sensación tensa de los puntos en la sala de urgencias, cuando el cirujano le cosía la piel rasgada. Una enfermera la había tranquilizado mientras dos detectives, un hombre y una mujer, esperaban al otro lado de una cortina blanca a que los médicos le atendiesen las heridas evidentes, las que sangraban, después vendarían las más difíciles, que eran internas. Había sido la primera vez que había oído la expresión «kit de violación», pero no la última, y en los años siguientes las conocería tanto a nivel profesional como personal. Exhaló otra vez, despacio. La peor noche de su vida había empezado en una escalera muy parecida a ésa, pero al punto descartó ese espantoso pensamiento.

«Estoy sola -se recordó-. Totalmente sola.»

Apretó los dientes atenta a cualquier sonido, y siguió hasta la puerta de su habitación, la antigua habitación de Rubita, que estaba junto a esa escalera. Gulptilil le había dado una llave, y dejó la caja en el suelo para sacársela del bolsillo.

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