– ¿Dónde estamos? -preguntó Francis.
Peter no tuvo ocasión de contestar porque la habitación se sumió de golpe en una absoluta oscuridad.
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Peter dio un paso hacia atrás como si lo hubieran abofeteado. Se ordenó que debía conservar la calma, lo que era difícil en la repentina noche que los envolvía. Francis soltó un grito y se encogió de miedo.
– ¡Pajarillo! -ordenó Peter-. No te muevas.
Al joven no le costó nada obedecerlo. Estaba casi paralizado por el pánico. Haber sentido el alivio momentáneo de llegar a un lugar reconocible y de pronto volver a sumirse en la oscuridad le aterró indeciblemente. Los latidos de su corazón le indicaban que seguía vivo, pero todas sus voces le advertían que estaba al borde de la muerte.
– ¡No hagas ruido! -susurró Peter mientras avanzaba a tientas y amartillaba el revólver. Alargó la mano izquierda para tocar a Francis en el hombro y comprobar su posición. El arma produjo un clic
espantoso en la oscuridad. Peter se mantuvo inmóvil, intentando no hacer ningún ruido delator.
Francis oía a sus voces gritar: ¡Escóndete! ¡Escóndete!, pero eso era imposible en ese momento. Se agachó para ocupar el menor espacio posible. Respiraba nervioso, con dificultad, y cada vez que inspiraba se preguntaba si sería la última. Era sólo medio consciente de la presencia de Peter, quien, con un nerviosismo que contradecía su experiencia, dio otro paso al frente. Su pie produjo un leve ruido en el suelo de cemento. Y Francis notó que se volvía a un lado y otro, como decidiendo en qué dirección se encontraba la amenaza.
Francis intentó evaluar la situación. Sabía que el ángel había apagado las luces y estaba esperando en algún sitio del cubículo negro en que estaban atrapados. El asesino estaba en un terreno conocido mientras que Peter y él sólo habían alcanzado a ver unos segundos su entorno antes de ser sumidos en la oscuridad. Francis apretó los puños y todos sus músculos se tensaron, gritándole que se moviera, pero no pudo. Estaba clavado en el sitio como si el cemento del suelo se le hubiera solidificado alrededor de los zapatos.
– ¡No hagas ruido! -susurró Peter, y siguió volviéndose a un lado y otro, con el arma delante, preparada para disparar.
Francis notó que el espacio entre él y la muerte se reducía. Percibía la oscuridad de la habitación como si hubieran cerrado su ataúd y el único ruido que oyese fuera las paladas de tierra que le echaban encima. Quería gritar, gimotear, retroceder y acurrucarse como un niño. Sus voces le gritaban que lo hiciera. Le instaban a correr, a huir, a encontrar algún rincón donde esconderse. Pero él sabía que ningún sitio era seguro, y procuró contener el aliento y escuchar.
Oyó unos arañazos a su derecha. Se volvió en esa dirección. Podía haber sido una rata. Podía haber sido el ángel. La incertidumbre lo rodeaba.
La oscuridad lo igualaba todo. Unas manos, un cuchillo, una pistola. Si al principio contaban con la ventaja del arma de Lucy, ahora todo favorecía al hombre que los acechaba en silencio. Francis intentaba reflexionar, que la razón se impusiera al pánico que lo embargaba. Pensó: «He pasado tantos años de mi vida a oscuras que debería sentirme a salvo.»
Supo que lo mismo podía ser válido para el ángel.
Después pensó en lo que había visto antes de que se apagara la luz.
Reconstruyó los pocos segundos de visión que había tenido. Comprendió que el ángel había presentido que lo seguían o los había oído en el túnel. Y había decidido no huir, sino esperarlos escondido. Había dejado la luz encendida sólo lo suficiente para comprobar quién lo perseguía. Francis se esforzó en visualizar aquel sótano. El ángel los atacaría por sorpresa. Conocía al dedillo ese lugar y no necesitaba luz para orientarse. Francis reconstruyó la habitación mentalmente, intentando recordar cada cosa con exactitud. Aguzó el oído, pues su respiración le sonaba como un bombo, tan fuerte que amenazaba con tapar cualquier otro sonido.
Peter también sabía que estaban siendo atacados. Hasta la última fibra de su cuerpo le gritaba que se hiciera cargo de la situación, que maniobrara y aprovechara el momento. Pero no podía. Pensó que la oscuridad era una desventaja para todos pero al punto comprendió que no era así. Lo único que hacía era poner de relieve su vulnerabilidad y la de Francis.
También sabía que el ángel tenía un cuchillo, de modo que sólo necesitaba reducir la distancia que los separaba. En aquella oscuridad, un revólver era una ventaja mucho menor de lo Peter había imaginado.
Se volvió a derecha e izquierda. El miedo y la tensión lo cegaban tanto como la oscuridad. Sabía que los hombres razonables pueden encontrar soluciones razonables a problemas razonables, pero sus actuales circunstancias no tenían nada de razonable. Les resultaba tan imposible retroceder como atacar, tan difícil moverse como mantenerse en un sitio. Estaban sumergidos en un mar de sombras.
Francis pensó que la noche acentuaba los sonidos, pero en realidad los confundía y distorsionaba. La única forma de ver era oír, así que cerró los ojos y volvió un poco la cabeza. Se concentró e intentó no prestar atención al Bombero para descubrir la posición del ángel.
A su derecha, a unos metros, sonó un ruido sordo.
Ambos lo oyeron y se volvieron. Peter apuntó y, con toda la tensión del cuerpo ejerciendo presión sobre el dedo en el gatillo, disparó una vez.
La detonación los ensordeció a los dos y el fogonazo restalló como un relámpago. La bala surcó el tenebroso sótano con un propósito mortífero, pero en vano.
Francis notó el olor a pólvora, casi como si el eco del disparo lo transportara. Oyó la respiración agitada de Peter, y cómo maldecía en voz baja. Y entonces tomó conciencia de algo terrible: Peter acababa de revelar dónde estaban.
Pero antes de que pudiera decir nada o escudriñar la oscuridad en la otra dirección, oyó un sonido extraño prácticamente a sus pies. Acto seguido, algo metálico pasó a toda velocidad por su lado, como si volara, como si no tocara el suelo sino que se desplazara por el aire, hasta dar en Peter. Francis se echó atrás, perdió el equilibrio y, al caerse al suelo, se golpeó la cabeza. En un segundo desorientador, perdió la noción de dónde estaba y de lo que estaba pasando.
En medio de una oleada de dolor vertiginoso, se percató de que, a poca distancia pero fuera de su vista, Peter y el ángel estaban enzarzados en una violenta lucha, rodando por el suelo entre la basura y los desechos. Alargó la mano intentando ayudar a su amigo, pero los dos hombres se habían alejado y, por un instante aterrador, estuvo totalmente solo, salvo por los sonidos apremiantes de un combate desesperado que tanto podía estar dirimiéndose a un metro de él como a kilómetros de distancia.
En el edificio Amherst, Evans estaba furioso, intentando organizar a los pacientes para devolverlos al dormitorio, pero Napoleón, envalentonado por todo lo que había pasado, se obstinaba en decir que ellos sólo recibían órdenes de Pajarillo y del Bombero, y que hasta que no se llevaran a la señorita Jones en ambulancia y Pajarillo y el Bombero no volvieran de allá donde hubiesen ido, nadie se movería. Su bravuconería no era del todo cierta, porque mientras se enfrentaba al señor del Mal en medio del pasillo, con Noticiero a su lado como edecán, muchos pacientes habían empezado a deambular detrás de ellos. Al otro lado del pasillo, las mujeres, encerradas aún en su dormitorio, gritaban con desesperación advertencias variopintas: «¡Asesinato! ¡Fuego! ¡Violación! ¡Al ladrón!» Más o menos todo lo que se les ocurría a falta de saber qué estaba pasando. El jaleo que armaban era enloquecedor.
Gulptilil estaba agachado junto a la sangrante Lucy, mientras dos paramédicos la atendían diligentemente. Uno logró por fin detener la hemorragia de la rodilla con un torniquete mientras otro le ponía una vía de plasma en el brazo. Estaba pálida, al borde del desvanecimiento, intentando hablar pero incapaz de pronunciar palabras, padeciendo horrores. Renunció por fin y se sumió en una semiinconsciencia, apenas consciente de que había gente a su alrededor. Con la ayuda de Negro Grande, los dos paramédicos la depositaron en una camilla. Dos guardias de seguridad permanecían a un lado, sin saber qué hacer, a la espera de instrucciones.