Pero mientras reflexionaba de este modo, se produjo un silencio repentino. El ruido se desvaneció de golpe, como una ola que se alejara de la playa. Francis levantó los ojos y comprendió el motivo: Negro Chico acompañaba a tres hombres por el centro del pasillo hacia el dormitorio de la planta baja. Francis reconoció al hombretón retrasado, que cargaba sin problemas con un arcón y llevaba un muñeco bajo la axila. Tenía una contusión en la frente y un labio algo hinchado, pero esbozaba una sonrisa torcida que dirigía a todos los que lo miraban. Mientras seguía al auxiliar, gruñía a modo de saludo.
El segundo hombre era menudo y bastante mayor, con gafas y un cabello blanco, fino y ralo. Parecía andar ligero, como un bailarín, y Francis observó que iba haciendo piruetas, como si todo fuese parte de un ballet. El tercer hombre era fornido, entre la juventud y la mediana edad, ancho de espaldas, pelo oscuro y párpados caídos. Avanzaba con dificultad, como si le costara seguir el ritmo del hombre retrasado y el bailarín. Francis pensó que era un cato, o algo parecido. Pero cuando lo miró mejor, notó que los ojos negros del hombre se movían con disimulo de un lado a otro para examinar a los pacientes que se apartaban para dejarles paso. Francis lo vio entrecerrar los ojos, como si lo que veía lo disgustara, y torcer la boca. Francis se percató de que era alguien a quien convenía evitar. Llevaba una caja de cartón marrón con sus escasas pertenencias.
Lucy salió del despacho y observó cómo el grupo se dirigía hacia el dormitorio. Captó el leve gesto de Negro Chico, dándole a entender que la alteración que ella había incitado había dado resultado. Una alteración que había requerido el traslado de varios hombres de un dormitorio a otro.
Lucy se acercó a Francis.
– Pajarillo -le susurró-, acompáñalos y asegúrate de que nuestro hombre se ínstale en una cama donde Peter y tú podáis vigilarlo.
Francis asintió, sin mencionar que el retrasado no era el que deberían vigilar. Se apartó de la pared y se marchó por el pasillo, que volvía a estar lleno de murmullos y voces apagadas.
Cleo, cerca del puesto de enfermería, se fijó en cada uno de los hombres cuando pasaban ante ella. Luego, con ceño y una mano señalando a los tres pacientes que se alejaban por el pasillo, les espetó:
– ¡No sois bienvenidos! ¡Ninguno de los tres!
Pero ninguno de los hombres se giró, cambió el paso o dio muestras de haber oído o comprendido lo que Cleo había dicho.
Ésta carraspeó con fuerza e hizo un gesto de desdén con la mano. Francis pasó veloz junto a ella para intentar seguir el ritmo rápido de Negro Chico.
Cuando entró en el dormitorio, el hombre retrasado estaba situado en la antigua cama de Larguirucho, mientras que a los otros dos se les habían asignado camas cercanas a la pared. Negro Chico los supervisó mientras guardaban sus pertenencias, luego les enseñó el lavabo, el póster con las normas del hospital, que Francis supuso iguales a las del dormitorio del que procedían, y les informó de que la cena se serviría en unos minutos. A continuación, se encogió de hombros y se marchó, no sin detenerse junto a Francis.
– Di a la señorita Jones que hubo una buena pelea en Williams -le dijo-. El hombre al que ella cabreó fue directo hacia este grandullón. Fueron necesarios un par de auxiliares para separarlo; los otros dos también se vieron involucrados. El otro cabrón estará un par de días en una celda de observación. Es probable que también lo inyecten para tranquilizarlo. Dile que salió como había planeado, salvo que en Williams todo el mundo está alterado y que puede que lleve un par de días que las cosas se calmen.
Dicho esto, Negro Chico cruzó la puerta y lo dejó solo con los tres nuevos.
Francis vio cómo el retrasado se sentaba en el borde de la cama y abrazaba al muñeco. Empezó a balancearse atrás y adelante, con una media sonrisa en los labios, como si estuviera valorando su nuevo entorno. Bailarín hizo un pequeño giro y se acercó a la ventana para contemplar lo que quedaba de tarde.
Pero el tercer hombre, el fornido, miró a Francis y pareció ponerse tenso. Lo señaló de modo acusador y cruzó el dormitorio con rapidez, esquivando las camas.
– Tienes que ser tú -le espetó con rabia, pegado a la cara de Francis, y escupió. Su voz apenas era un susurro, pero reflejaba una cólera terrible-. Tienes que ser tú. Eres el que me está buscando, ¿verdad?
Francis no respondió, sino que lo apartó de un empellón. El hombre blandió un puño delante del joven. Los ojos le destellaban con una furia que contradecía su voz siseante. Sus palabras sonaron como la advertencia de una serpiente de cascabel:
– Porque yo soy quien estás buscando.
Luego, con una sonrisa indiferente, salió al pasillo.
22
Pero yo lo sabía, ¿no?
Quizá no en aquel instante, pero sí poco después. Al principio me sentí sorprendido por la vehemencia de lo que me habían dicho. Sentí un temblor interior, y todas mis voces gritaban advertencias contradictorias: que me escondiera, que le plantase cara, que me guiara por la sensatez. Y esta última indicaba que aquélla no tenía sentido. ¿Por qué iba el ángel a acercarse a mí para confesar, cuando había hecho tanto para ocultar su identidad? Pero si el hombre fornido no era el ángel, ¿por qué había dicho eso?
Lleno de recelo, con un torbellino de preguntas y conflictos en mi interior, inspiré hondo, me calmé y dejé solos a Bailarín y al retrasado en el dormitorio para seguir al hombre fornido por el pasillo. Observé cómo se detenía para encender un cigarrillo y examinar el nuevo mundo al que había sido trasladado. El paisaje de cada edificio era diferente. Puede que la estructura fuera parecida, que los pasillos y las oficinas, la sala de estar común, la cafetería, los dormitorios, los trasteros, las escaleras y las celdas de aislamiento siguieran más o menos la misma disposición, acaso con pequeñas diferencias. Pero ése no era el terreno real de cada unidad. Sus contornos y su topografía venían definidos por las diversas locuras que contenían. Y eso era lo que el hombre fornido estaba examinando. Parecía un hombre que soliese estar apunto de explotar, un hombre que controlaba poco las rabias que le recorrían la sangre enfrentadas al Haldol o al Prolixin que le administraban a diario. Nuestros cuerpos eran campos de batalla entre ejércitos de psicosis y narcóticos que luchaban por el control puerta a puerta, y aquel hombre fornido parecía tan atrapado como cualquiera de nosotros en esa guerra.
No creía que ése fuera el caso del ángel.
El hombre fornido apartó de un empujón a un anciano senil, delgado y enfermizo, que se tambaleó y casi se cayó al suelo a punto de echarse a llorar. El otro siguió pasillo adelante y sólo se detuvo para poner mala cara a dos mujeres que se balanceaban en un rincón mientras canturreaban nanas a muñecas que acunaban en brazos. Cuando un cato con un pijama holgado y una larga bata suelta se cruzó de modo inofensivo en su camino, le gritó que se apartara y continuó adelante, más deprisa, como si sus pasos siguiesen el ritmo que marcaba su rabia. Y pensé que cada paso lo distanciaba más del hombre que estábamos buscando. No podría haber dicho exactamente por qué, pero lo sabía con una certeza que fue aumentando a medida que lo seguía por el pasillo. Comprendí por qué cuando estalló en Williams la pelea que Lucy había organizado, el hombre fornido se había enzarzado de inmediato en el intercambio de golpes, y por eso lo habían trasladado a Amherst. No era la clase de hombre que se cruza de brazos ante un conflicto, que retrocede hacia un rincón o se refugia contra la pared. Reaccionaría eléctricamente, saltaría de inmediato, con independencia de cuál fuera la causa o de quién luchara con quién, o del porqué de todo ello. Le gustaba pelear porque así daba salida a los impulsos que lo atormentaban y se perdía en la cólera confusa del intercambio de golpes. Y entonces, cuando se levantaba, ensangrentado, su locura no le dejaba preguntarse por qué había obrado de esa manera.