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Se volvió y durante una fracción de segundo vio una cara en la ventanita de observación de la puerta. Sus ojos se encontraron y, entonces, el rostro desapareció.

Se puso de pie de un brinco y avanzó deprisa hacia la puerta. Acercó la cara al cristal y se asomó al pasillo. Sólo podía ver un par de metros en ambas direcciones, y lo único que vio fue una penumbra vacía.

Tiró del pomo. La puerta estaba cerrada con llave.

Lo invadió la rabia y la frustración. Apretó los dientes y pensó que sus deseos siempre serían inalcanzables, situados tras una puerta cerrada.

La luz tenue, la penumbra y el cristal grueso habían conspirado para impedirle captar los detalles de aquella cara. Lo único que pudo notar fue la ferocidad de los ojos puestos en él. La mirada había sido inflexible y maligna, y quizá por primera vez pensó que Larguirucho tenía razón al protestar y suplicar tanto. Algo malvado se había introducido en el hospital, y Peter intuyó que esta encarnación del mal lo sabía todo sobre él. Intentó convencerse de que saber eso indicaba fortaleza. Pero sospechaba que eso podía ser falso.

15

A mediodía me sentía exhausto. Demasiada falta de sueño. Demasiados pensamientos electrizantes recorriendo mi imaginación. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas haciendo una breve pausa para fumarme un cigarrillo. Creía que los rayos de luz que penetraban por las ventanas, cargados de la ración diurna del calor opresivo del valle, habían echado al ángel. Como una creación de un novelista gótico, era un personaje de la noche. Todos los sonidos del día, los del comercio, los de la gente que se desplazaba por la ciudad, el ruido de un camión o un autobús, la sirena distante de un coche patrulla, el golpe sordo del paquete de periódicos que el repartidor dejaba caer a la acera, los escolares que hablaban en voz alta al pasar por la calle, conspiraban entre sí para ahuyentarlo. Los dos sabíamos que yo era más vulnerable durante las silenciosas horas nocturnas. La noche genera duda. La oscuridad siembra temores. Esperaba que volviera en cuanto se pusiera el sol. Todavía no se ha inventado la pastilla que pueda aliviar los síntomas de la soledad y el aislamiento que produce el final del día. Pero, mientras tanto, estaba a salvo, o por lo menos todo lo a salvo que podía esperar. Daba igual la cantidad de cerrojos que tuviera en la puerta, no impedirían la entrada a mis peores miedos. Esta observación me hizo reír.

Revisé el texto que había fluido de mi lápiz y pensé que me había tomado demasiadas libertades. Peter el Bombero me había llevado aparte poco después del desayuno y me había susurrado:

– Vi a alguien. En la ventanita de observación de la puerta. Miraba como si nos buscara a uno de los dos. No podía dormir y tuve la sensación de que alguien me observaba. Cuando alcé los ojos, lo vi.

– ¿Lo reconociste? -pregunté.

– Imposible. -Peter meneó la cabeza despacio-. Sólo estuvo ahí un segundo. Cuando me levanté de la cama ya se había ido. Me acerqué a la ventanita y miré fuera, pero no vi a nadie.

– ¿Y la enfermera de guardia?

– Tampoco la vi.

– ¿Dónde estaba?

– No lo sé. ¿En el lavabo? ¿Dando un paseo? ¿Quizás arriba, hablando con la enfermera de esa planta? ¿Dormida en una silla?

– ¿Tú qué crees? -pregunté, y el nerviosismo asomó a mi voz.

– Me gustaría pensar que fue una alucinación. Aquí tenemos muchas.

– ¿Lo fue?

– Qué va -sonrió Peter el Bombero, y negó con la cabeza.

– ¿Quién crees que era?

– Sabes muy bien quién creo que era, Pajarillo -sonrió, pero sin humor ya que no se trataba de ninguna broma.

Esperé un instante, inspiré hondo y sofoqué todos los ecos en mi interior.

– ¿Por qué crees que fue a la puerta?

– Quería vernos.

Eso era lo que recordaba con claridad. Recordaba dónde estábamos, cómo íbamos vestidos. Peter llevaba la gorra de los Red Sox. Recordaba lo que comimos esa mañana: creas que sabían a cartón anegadas de un espeso jarabe dulce que tenía más relación con algún mejunje químico, obra de un científico, que con un arce de Nueva Inglaterra. Aplasté el cigarrillo contra el suelo desnudo del piso y le di vueltas a mis recuerdos en lugar de tomar la comida que, sin duda, necesitaba. Eso fue lo que me dijo. Yo había imaginado todo lo demás. No estaba seguro al cien por cien de que la noche anterior él estuviera atrapado en las redes del insomnio debido a lo que había hecho tantos meses atrás. No me contó que eso fuera lo que lo mantenía despierto en la cama, de modo que, cuando tuvo la sensación de ser observado, estaba alerta. Ni siquiera sé si lo pensé entonces. Pero ahora, años después, supongo que tuvo que haber sido eso. Tenía sentido, por supuesto, porque Peter estaba atrapado en el espinoso territorio de la memoria. Y, poco después, todas estas cosas se combinaron, de modo que, para contar su historia, la de Lucy y también la mía, tengo que tomarme algunas libertades. La verdad es escurridiza, y no estoy a gusto con ella. Ningún loco lo está. Así que, Aunque lo escriba bien, quizás esté mal. Quizás esté exagerado. Quizá no pasó exactamente como yo lo recuerdo, o quizá tenga la memoria tan forzada y torturada debido a tantos años de fármacos que la verdad me elude siempre.

Creo que sólo los poetas idealizan que la demencia es de algún modo liberadora; es justo lo contrario. Ninguna de mis voces internas, ningún miedo, ningún delirio, ninguna compulsión, nada de lo que sirvió para crear al personaje triste que me desterró de la casa donde crecí y me mandó atado al Hospital Estatal Western, tenía nada en común con la libertad o la liberación, ni siquiera con ser único de una forma positiva. En lugar de eso, todas esas fuerzas eran como normas y regulaciones, exigencias y restricciones escritas en algún letrero que ocupaba un lugar muy destacado en mi mente. Supongo que estar loco es un poco como estar encarcelado. El hospital era el sitio donde nos tenían mientras nos dedicábamos a consolidar nuestra propia clase de detención interna.

Eso no era tan cierto para Peter, porque él nunca estuvo tan loco como el resto de nosotros.

Tampoco lo era para el ángel.

Y, de un modo curioso, Lucy era el puente entre ambos.

Todavía estábamos junto al comedor esperando que apareciera Lucy. Peter parecía muy concentrado, reviviendo lo que había visto y experimentado la noche anterior. Lo observé mientras parecía tomar cada trozo de esos instantes, ponerlo a contraluz y girarlo despacio, como haría un arqueólogo con una reliquia tras soplarla para quitarle el polvo del tiempo. Peter actuaba de forma muy parecida con las observaciones; parecía creer que si ponía mentalmente lo que fuera en el ángulo adecuado y lo sujetaba contra un foco de luz, lo vería como era en realidad. Y, en aquel momento, estaba enfrascado en ese proceso, con la cara tensa y los ojos fijos sin ver lo que tenía delante, sino otra cosa. Supongo que, en otro paciente, habría sido la mirada que precedía a una alucinación o un delirio. Pero, en el caso de Peter, era el análisis de un detalle.

Mientras lo observaba, se volvió hacia mí.

– Ahora sabemos algo: el ángel no está en nuestro dormitorio. Podría estar arriba, en el otro. Podría venir de otro edificio, aunque aún no he descubierto cómo. Pero de momento, podemos excluir a nuestros compañeros de habitación. Y sabemos algo más: ha averiguado de algún modo que estamos metidos en esto, pero no nos conoce, no lo suficiente, y por eso observa.

Eché un vistazo a ambos lados del pasillo. Había un cato apoyado contra una pared, con la mirada puesta en el techo. Podría haber estado escuchando a Peter, o a alguna voz oculta en su interior. Imposible saberlo. Un anciano senil que llevaba los pantalones del pijama pasó junto a nosotros con la baba colgándole en una mandíbula sin afeitar, farfullando y tambaleándose, como si no comprendiera que su dificultad para andarse debía a los pantalones a la altura de los tobillos. El retrasado que nos había amenazado el otro día pasó tras el anciano, con los ojos llenos de miedo, desaparecida toda su rabia y agresividad anterior. Supuse que le habían cambiado la medicación.

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