– ¿Cómo
podemos saber quién está observándonos? -pregunté. Giré la cabeza a derecha e izquierda y un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensar que cualquiera de aquellos hombres que me miraban como absortos podría estar, de hecho, evaluándome, formándose un juicio sobre mí.
– Bueno -respondió Peter encogiéndose de hombros-, ésa es la cuestión. Nosotros investigamos y el ángel observa. Mantente alerta. Algo surgirá.
Vi que Lucy Jones entraba en Amherst. Se detuvo para hablar con una enfermera, y Negro Grande se acercó a ella. Lucy le entregó un par de expedientes de una caja llena a rebosar que dejó en el suelo. Peter y yo dimos un paso hacia ella, pero Noticiero, que nos vio, nos cerró el paso. Llevaba las gafas un poco ladeadas y una mata de pelo le salía disparada de la cabeza. Su sonrisa era tan torcida como su pose.
– Malas noticias, Peter -dijo, aunque sonreía, tal vez para suavizar la información-. Siempre son malas noticias.
Peter no respondió y Noticiero pareció un poco decepcionado.
– Vale -dijo con la cabeza ladeada. A continuación miró a Lucy Jones y pareció concentrarse mucho. Era casi como si recordar le costara un esfuerzo físico. Pasados unos instantes, esbozó una sonrisa-. Boston Globe. 20 de septiembre de 1977. Sección de noticias locales, página 2B: Negarse a ser una víctima; licenciada en Derecho por Harvard es nombrada jefa de la sección de delitos sexuales.
Peter se volvió hacia él.
– ¿Recuerdas algo del resto? -preguntó.
Noticiero dudó de nuevo mientras rebuscaba en su memoria.
– Lucy K. Jones -dijo al fin-, veintiocho años, con tres años de experiencia en las secciones de tráfico y delitos graves, ha sido nombrada jefa de la recién creada sección de delitos sexuales de la fiscalía del condado de Suffolk, según anunció hoy un portavoz. La señorita Jones, licenciada en Derecho por Harvard en 1974, será responsable de los casos de agresiones sexuales y colaborará con la división de homicidios en los asesinatos que se deriven de violaciones. -Inspiró hondo y prosiguió-: En una entrevista, la señorita Jones afirmó estar plenamente capacitada para este cargo, porque había sido víctima de una agresión sexual durante su primer año en Harvard. Explicó que se había incorporado a la oficina del fiscal tras desechar numerosas ofertas de bufetes de abogados, porque su agresor había escapado a la acción de la justicia. Su perspectiva sobre los delitos sexuales proviene de un conocimiento íntimo del daño emocional que provocan estas agresiones y de la frustración por un sistema judicial mal preparado para tratar esta clase de delitos. Indicó que esperaba consolidar una sección modélica que otros fiscales
pudieran imitar…
– También había una fotografía -añadió Noticiero tras dudar un momento-. Y algo más. Estoy intentando recordar.
– ¿No hubo ningún artículo que lo desarrollara en la sección de sociales el día siguiente o después? -preguntó Peter.
De nuevo, Noticiero repasó su memoria.
– No… -respondió. El hombrecillo sonrió y, como hacía siempre, se marchó en busca de un ejemplar del periódico del día.
Peter se volvió hacia mí.
– Bueno, eso explica una cosa y empieza a explicar otras, ¿verdad, Pajarillo?
– ¿Qué? -pregunté.
– Para empezar, la cicatriz de la mejilla.
La cicatriz, por supuesto.
Debería haber prestado más atención a la cicatriz.
Sentado en mi piso, imaginando la pálida línea que recorría el rostro de Lucy Jones, cometí el mismo error que en aquel momento. Vi el defecto en su piel perfecta y me pregunté cuánto habría cambiado su vida. Pensé que me hubiera gustado haberla tocado.
Encendí otro cigarrillo. Unas volutas de humo acre se elevaron por el aire viciado. Podría haberme quedado así, perdido en mis recuerdos, si no hubieran llamado a mi puerta.
Me puse de pie, alarmado. Perdí el hilo de las ideas, sustituido por una sensación de nerviosismo. Me acerqué a la entrada y oí cómo me llamaban por mi nombre.
– ¡Francis! -Más golpes en la gruesa puerta de madera-. ¡Francis! ¡Abre! ¿Estás ahí?
Reflexioné un instante sobre la curiosa yuxtaposición de la petición «¡Abre!», seguida de la pregunta «¿Estás ahí?». En el mejor de los casos, el orden estaba invertido.
Reconocí la voz, claro. Esperé un momento, porque sospechaba que, en uno o dos segundos, oiría otra voz familiar.
– Francis, por favor. Abre para que podamos verte…
La hermana número uno y la hermana número dos. Megan, que era exigente como un niño pero con el tamaño y el temperamento de un defensa de fútbol americano, y Colleen, que hacía la mitad de bulto y tenía una timidez que combinaba la vergüenza con una incompetencia para las cosas más simples de la vida. «¿Podrías hacerlo tú porque yo no sabría por dónde empezar?» No tenía paciencia para ninguna de las dos.
– Francis, sabemos que estás ahí, y queremos que abras la puerta ahora mismo.
Seguido de otro toc, toc, toc en la puerta.
Apoyé la frente contra la madera y, acto seguido, me giré y apoyé la espalda, como para impedir su entrada. Pasado un momento, me volví de nuevo y dije:
– ¿Qué queréis?
– ¡Queremos que abras la puerta!-Hermana número uno.
– Queremos asegurarnos de que estás bien. -Hermana número dos.
Previsible.
– Estoy bien -mentí-. Pero ahora estoy ocupado. Volved en otro momento.
– ¿Estás tomando los medicamentos, Francis? ¡Abre ahora mismo! -La voz de Megan poseía toda la autoridad, y más o menos la misma paciencia, de un sargento de instrucción del cuerpo de marines.
– ¡Estamos preocupadas por ti, Francis!-Era probable que Colleen se preocupara por todo el mundo. Se preocupaba sin cesar por mí, por su familia, por sus padres y por su hermana, por la gente que aparecía en el periódico o en las noticias televisivas de la noche, por el alcalde, por el gobernador y puede que incluso por el presidente, por los vecinos o por la familia que vivía al otro lado de su calle y que parecía atravesar un -Tres comidas decentes al día y ocho horas de sueño por la noche. De hecho, la señora Santiago me preparó un plato estupendo de arroz con pollo el otro día -aseguré.
– ¿Qué es eso? -quiso saber Megan señalando la pared escrita.
– Un inventario de mi vida. Nada especial.
Megan sacudió la cabeza. No me creía, y seguía estirando el cuello para husmear.
– Déjanos entrar -pidió Colleen.
– Necesito intimidad.
– Estás volviendo a oír voces -aseguró Megan-. Lo sé.
– ¿Cómo? -dije tras dudar un instante-. ¿Tú también las oyes?
Esto la enfadó aún más, claro.
– ¡Déjanos entrar ahora mismo!
– Quiero estar solo. -Negué con la cabeza. Colleen parecía al borde de las lágrimas-. Quiero que me dejéis solo. ¿ Por qué habéis venido?
– Ya te lo hemos dicho. Estamos preocupadas por ti-respondió Colleen.
– ¿Por qué? ¿ Os dijo alguien que os preocuparais por mí?
Ambas intercambiaron una mirada antes de contestar.
– No -contestó Megan, intentando modular la premura de su tono-. Es sólo que hacía tanto tiempo que no sabíamos nada de ti…
Sonreí. Era agradable que todos mintiéramos.
– He estado ocupado. Si queréis una cita, llamad a mi secretaria y trataré de recibiros antes del día del Trabajo.