– ¿Cómo? -pregunté en voz alta en la quietud de mi hogar.
La habitación resonó a mi alrededor.
«No puedes contarlo», me dije.
Y entonces me pregunté por qué no.
Tenía bolígrafos y lápices, pero no papel.
Entonces tuve una idea. Por un segundo, me pregunté si era una de mis voces, que volvía, la que me lanzaba al oído una sugerencia rápida y una orden modesta. Me detuve, escuché con atención para distinguir los tonos inconfundibles de mis viejos guías entre los sonidos de la calle que se oían por encima del zumbido del aire acondicionado de la ventana. Pero me eludían. No sabía si estaban ahí o no. Pero estaba acostumbrado a la incertidumbre.
Cogí una silla algo arañada y raída y la situé contra la pared, al fondo de la habitación. Aunque no tenía papel, sí tenía unas paredes desnudas pintadas de blanco.
Si mantenía el equilibrio sobre la silla, podía llegar casi hasta el techo. Agarré un lápiz y escribí deprisa, con letra pequeña, comprimida pero legible:
Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que había estado en su corta y hasta entonces relativamente monótona vida…
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Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que había estado en su corta y hasta entonces relativamente monótona vida.
Los dos hombres de la ambulancia habían guardado silencio durante el trayecto, salvo para mascullar quejas sobre lo impropio del tiempo para esa estación o para hacer comentarios mordaces sobre los demás conductores, ninguno de los cuales parecía alcanzar los niveles de excelencia que ellos poseían. La ambulancia había recorrido el camino a una velocidad moderada, sin luces intermitentes ni urgencia alguna. La forma en que ambos habían actuado tenía algo de rutinario, como si el viaje al hospital fuera sólo una parada más en medio de un día opresivamente normal y aburrido. Uno de ellos sorbía de vez en cuando una lata de refresco, y al hacerlo emitía un ruido parecido a un beso. El otro silbaba fragmentos de canciones populares. El primero llevaba patillas a lo Elvis. El segundo lucía una melena tupida como la de un león.
Podía haber sido un trayecto aburrido para los dos asistentes, pero para el joven tenso que iba en la parte posterior, que respiraba como si hubiera corrido un sprint no era nada de eso. Cada sonido, cada sensación parecía indicarle algo más aterrador y amenazador. El rumor del limpiaparabrisas era como el redoble de un tambor agorero en el corazón de la selva. El murmullo de los neumáticos en la resbaladiza carretera era un canto de sirena desesperado. Hasta el sonido de su respiración trabajosa parecía resonar, como si estuviera metido en una tumba. Las sujeciones se le hincaban en la piel. Quería pedir ayuda, pero no conseguía emitir el sonido correcto. Lo único que le salía era un gargarismo de desesperación. Una idea se abrió paso a través de aquella sinfonía disonante: si sobrevivía a ese día, no era probable que viviera jamás uno peor.
Cuando la ambulancia se detuvo frente a la entrada del hospital, oyó que una de sus voces le advertía por encima del miedo: Si no tienes cuidado, aquí te matarán.
Los hombres de la ambulancia parecían ajenos al peligro inminente. Abrieron las puertas del vehículo con estrépito y sacaron sin la menor delicadeza a Francis en una camilla. Este sintió la lluvia que le caía en la cara y se mezclaba con el sudor nervioso de su frente hasta que traspusieron unas puertas anchas y entraron en un mundo de luces brillantes e implacables. Lo empujaron por un pasillo y las ruedas de la camilla chirriaban contra el linóleo. Lo único que pudo ver al principio fue el techo gris marcado de hoyos. Era consciente de que había más personas en el pasillo, pero estaba demasiado asustado para volver la cabeza hacia ellas. Mantenía los ojos fijos en el aislamiento acústico del techo, y contaba la cantidad de fluorescentes que iba dejando atrás. Cuando llegó al cuarto, los camilleros se detuvieron.
Algunas personas más se habían situado delante de la camilla. Oyó unas palabras por encima de su cabeza:
– Muy bien, chicos. Nosotros nos encargaremos.
Entonces, una cara negra, inmensa y redonda, que mostraba una hilera de dientes irregulares en una amplia sonrisa, apareció sobre él. La cara coronaba una chaqueta blanca de auxiliar que parecía, a primera vista, varias tallas pequeña.
– Muy bien, señor Francis Xavier Petrel, no nos va a causar ningún problema, ¿verdad? -El negro imprimió un ligero tono cantarín a sus palabras, de modo que sonaron entre amenaza y diversión. Francis no supo qué responder.
Un segundo rostro negro entró de repente en su campo de visión al otro lado de la camilla, inclinado también hacia él.
– No creo que este chico vaya a crearnos ningún problema -dijo el segundo hombre-. En absoluto. ¿Verdad, señor Petrel? -El también hablaba con un suave acento sureño.
Una voz le gritó al oído: ¡Diles que no!
Intentó sacudir la cabeza, pero le costaba mover el cuello.
– No causaré ningún problema -dijo al fin. Sus palabras parecían tan duras como aquel día, pero se alegró de poder hablar. Eso lo tranquilizó un poco. A lo largo del día había temido que, de algún modo, fuera a perder toda capacidad de comunicación.
– Muy bien, señor Petrel. Vamos a bajarlo de la camilla. Después nos sentaremos con calma en una silla de ruedas. ¿Entendido? Pero aún no le voy a soltar las manos y los pies. Eso será después de que hable con el médico. Quizá le dé algo para que se calme. Para relajarlo. Ahora incorpórese, mueva las piernas hacia delante.
¡Haz lo que te dicen!
Lo hizo.
El movimiento lo mareó y se balanceó brevemente. Una mano enorme lo sujetó por el hombro. Se volvió y vio que el primer auxiliar era inmenso, cerca de dos metros de estatura y puede que unos ciento treinta kilos de peso. Tenía brazos muy musculosos y piernas como barriles. Su compañero, el otro negro, era un hombre enjuto y nervudo, empequeñecido a su lado. Llevaba perilla y un peinado afro que no lograba añadir demasiados centímetros a su modesta estatura. Los dos hombres lo depositaron en una silla de ruedas.
– Muy bien -dijo el pequeño-. Ahora lo llevaremos a ver al médico. No se preocupe. Las cosas pueden parecer desagradables, pésimas ahora mismo, pero pronto mejorarán. Puede estar seguro.
No se lo creyó. Ni una palabra.
Los dos auxiliares lo condujeron hasta una pequeña sala de espera. Una secretaria sentada tras una mesa metálica alzó la mirada cuando cruzaron la puerta. Parecía una mujer imponente, estirada, de más de mediana edad, vestida con un ajustado traje chaqueta azul, el cabello demasiado crispado, el delineador de ojos demasiado marcado y el brillo de labios ligeramente excesivo, lo que le confería un aspecto algo incongruente, entre bibliotecaria y prostituta callejera.
– Éste debe de ser el señor Petrel -dijo con brusquedad, aunque Francis supo al instante que no esperaba respuesta, porque ya la conocía-. Ya pueden pasar. El médico lo está esperando.
Le condujeron a un despacho. Era una habitación algo más agradable, con dos ventanas en la pared del fondo con vistas a un jardín. Se veía un roble mecido por el viento. Y, más allá del árbol, otros edificios, todos de ladrillo, con tejados de pizarra negra que se fundían con la penumbra del cielo. Delante de las ventanas había un enorme escritorio de madera. Un estante con libros en un rincón, varias sillas demasiado mullidas y una alfombra oriental de color rojo vivo sobre la moqueta gris que cubría el suelo creaban una zona de asiento a la derecha de Francis. Una fotografía del gobernador junto a un retrato del presidente Cárter colgaban de la pared. Francis lo captó lo más rápido posible girando la cabeza a uno y otro lado. Pero sus ojos se detuvieron enseguida en el hombre menudo que se levantó de detrás de la mesa.