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Sopesó el revólver y lo metió en el bolso. No había dicho a nadie que lo tenía.

No esperaba realmente que el ángel apareciera, pero no sabía qué otra cosa podía hacer en el poco tiempo que quedaba. Su estancia se acababa, hacía tiempo que no era bien recibida y el lunes por la mañana también trasladarían a Peter. Eso le dejaba una sola noche. En cierto sentido, ya había empezado a planear el futuro y a pensar en lo que se vería obligada a hacer cuando su misión acabara en fracaso. Sabía que, finalmente, el ángel volvería a matar dentro del hospital, o bien lograría que lo dieran de alta y lo haría en el exterior. Pero si ella seguía todas las vistas de altas y todas las muertes en el hospital, tarde o temprano el ángel cometería un error y ella estaría ahí para acusarlo. Sin embargo este enfoque presentaba un problema obvio: significaba que alguien más tenía que morir.

Inspiró hondo y tomó el uniforme blanco. Intentó no imaginar cómo sería la siguiente víctima. Quién podría ser. Qué esperanzas, sueños y deseos podría tener. Existía en algún mundo paralelo, tan real como cualquiera, pero fantasmagórico. Se preguntó si esta mujer que esperaba la muerte sería como las alucinaciones que tenían tantos pacientes. Estaba en algún sitio, sin saber que era la siguiente víctima del ángel si éste no aparecía esa noche en el puesto de enfermería del edificio Amherst.

Con todo el peso del futuro de esa mujer desconocida sobre los hombros, empezó a vestirse despacio.

Cuando desvié la mirada de las palabras para recobrar el aliento, vi a Peter apoyado contra la pared, los brazos cruzados y una expresión preocupada en la cara. Pero eso era lo único familiar de su aspecto; llevaba la ropa hecha jirones, tenía la piel de los brazos carbonizada y las mejillas y el cuello manchados de tierra y sangre. Quedaba muy poco de él tal como yo lo recordaba. De repente noté el hedor terrible de la carne quemada y la descomposición.

Me sacudí aquella sensación horrorosa y saludé a mi único amigo.

– Peter-exclamé con alivio-, has venido a ayudarme.

Sacudió la cabeza sin decir nada. Se señaló el cuello y los labios para indicar que ya no podía hablar.

Hice un gesto hacia la pared que contenía mi historia.

– Estaba empezando a comprender-afirmé-. Estuve en las vistas de altas. Lo sabía. No todo, pero comenzaba a saber. Cuando recorrí los terrenos del hospital esa noche, por primera vez vi algo distinto. Pero ¿dónde estabas tú? ¿Dónde estaba Lucy? Estabais todos haciendo planes y nadie quería escucharme, cuando yo era quien lo veía mejor.

Sonrió otra vez, como para corroborar sus palabras.

– ¿Por qué no me escuchaste? -pregunté de nuevo.

Se encogió de hombros con tristeza. Alargó una mano casi desprovista de carne, como queriendo tocar la mía. En el segundo en que dudé, la huesuda mano que se acercaba se desvaneció, casi como si una niebla hubiera cubierto el espacio que nos separaba y, después de que yo parpadeara otra vez, Peter ya no estaba. Como en un truco de magia en un escenario. Sacudí la cabeza para aclararme las ideas y, cuando volvía alzar los ojos, vi cómo, muy cerca de donde había apareado Peter, el ángel, incorpóreo, tomaba forma lentamente.

Emitía un brillo blanco, como si tuviera una luz en su interior. Me deslumbró y me protegí los ojos. Cuando volvía mirar, seguía ahí, sólo que fantasmagórico, vaporoso, como si fuera opaco, formado en parte de agua, en parte de aire, en parte con la imaginación. Sus rasgos eran vagos, de contornos borrosos. Lo único nítido y claro eran sus palabras.

– Hola, Pajarillo -saludó-. Aquino hay nadie que pueda ayudarte. No queda nadie en ninguna parte que pueda ayudarte. Ahora sólo estamos tú y yo, y lo que pasó esa noche.

Lo miré y me di cuenta de que tenía razón.

– No quieres recordar esa noche, ¿verdad, Francis?

Sacudí la cabeza, pero no hablé porque no me fiaba de mi voz.

Señaló la historia que crecía en la pared.

– La hora de morir esta cerca, Francis -dijo con frialdad, y añadió-: Esa noche, y también ésta.

31

Francis encontró a Peter frente al puesto de enfermería. Era la hora de la medicación y los pacientes hacían cola. Había empujones y quejas lastimosas, pero en general todo estaba en orden; para la mayoría de ellos se trataba de la llegada de otra noche de otra semana de otro mes de otro año.

– Peter -dijo Francis en voz baja, incapaz de ocultar su emoción-, tengo que hablar contigo. Y con Lucy. Creo que lo he visto. Creo que sé cómo podemos encontrarlo.

En la imaginación febril de Francis, lo único necesario era obtener los expedientes de aquellos tres hombres de la sala de vistas. Uno de ellos era el ángel. Estaba seguro, y su entusiasmo salpicaba cada palabra.

El Bombero, sin embargo, parecía distraído. Tenía los ojos puestos en el otro lado del pasillo, y Francis siguió su mirada. Vio la cola, con Noticiero y Napoleón, el hombretón retrasado y el retrasado colérico, tres mujeres acunando muñecas y las demás caras conocidas del edificio Amherst. Medio esperaba oír la voz retumbante de Cleo con alguna queja imaginaria que los «cabrones» no habían sabido corregir, seguida de su sonora e inconfundible risa socarrona. El señor del Mal estaba dentro del puesto, supervisando cómo la enfermera Caray, que tomaba notas en una tablilla, distribuía los medicamentos. Dirigía esporádicas miradas a Peter. De pronto, tomó un vaso de plástico, salió del puesto y avanzó entre los pacientes, que se apartaron como el mar Rojo para dejarlo pasar. Llegó donde estaban Peter y Francis antes de que éste tuviera tiempo de decir a su amigo nada más sobre lo que le preocupaba.-Ten, Francis -¡-dijo Evans con aire profesional-. Thorazme. Cincuenta microgramos. Esto acallará esas voces que sigues negando oír. ¡A tu salud!

Francis se metió la cápsula en la boca pero se la puso debajo de la lengua para esconderla. Evans lo observó con atención y le indicó que abriera la boca. Francis obedeció, y el psicólogo lo miró por encima. Francis no supo si había visto la cápsula, pero el señor del Mal habló deprisa.

– Mira, Pajarillo, me da igual que te tomes o no la medicación. Si lo haces, tienes posibilidades de irte de aquí algún día. Si no, bueno, mira a tu alrededor… -Hizo un amplio movimiento con el brazo y señaló a un anciano de cabello blanco y piel flácida y delgada; el espectro de un hombre confinado en una dilapidada silla de ruedas que chirriaba al moverse:-. E imagina que éste será tu hogar para siempre -sentenció.

Francis inspiró con fuerza pero no contestó. Evans esperó un segundo, como si aguardara una respuesta. Luego, se encogió de hombros y miró a Peter.

– No hay pastillas para el Bombero esta noche -anunció con frialdad-. No hay pastillas para el verdadero asesino, no ese asesino imaginario que estáis buscando. El verdadero asesino eres tú. -Entrecerró los ojos-. No tenemos una pastilla para arreglar lo que a ti te pasa, Peter. Nada que pueda dejarte como nuevo. Nada que pueda reparar el daño que has hecho. Te irás a pesar de mis objeciones. Gulptilil y las personas importantes que vinieron a verte me desautorizaron. Un acuerdo fantástico. Te irás a un hospital estrambótico para seguir un tratamiento estrambótico para curar una enfermedad inexistente. Pero no hay ninguna pastilla, ningún tratamiento, ni ninguna clase de neurocirugía avanzada que pueda solucionar el problema real del Bombero: la arrogancia, la culpa. Y la memoria. Da lo mismo en quién te conviertas, porque siempre serás el mismo. Un asesino.

Peter permanecía inmóvil.

– Antes pensaba que era mi hermano quien conservaría toda la vida las cicatrices de tu incendio -prosiguió Evans con una amargura glacial en cada palabra-. Pero me equivocaba. Él se recuperará. Seguirá haciendo cosas buenas c importantes. Pero tú jamás olvidarás, ¿verdad? Eres el único que estará marcado. Pesadillas, Peter. Pesadillas para siempre.

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