En la sala de estar común había varios pacientes alrededor de la mesa de ping-pong. Un anciano con un pijama a rayas y una rebeca abrochada hasta el cuello, aunque en la habitación hacía calor, movía una pala como si jugara una partida, pero no tenía contrincante al otro lado, ni tampoco pelota, de modo que el juego se desarrollaba en silencio. El anciano parecía concentrado en anticiparse a los golpes de su invisible adversario, y tenía una expresión decidida, como si la partida fuese verdaderamente reñida.
La sala estaba silenciosa, con la excepción del sonido apagado de los dos televisores, donde las voces de los locutores y los actores de una telenovela se mezclaban con los murmullos de los pacientes que conversaban consigo mismos. De vez en cuando, alguien golpeaba una mesa con un periódico o una revista, y algún que otro paciente sin darse cuenta empujaba a otro, lo que provocaba algunas palabras. Pero, para un sitio donde se vivían estallidos incontrolables, la sala estaba tranquila. Francis pensó que la ausencia de Cleo había reprimido en algo la ansiedad habitual de la sala. La muerte como tranquilizante. Pero era una mera ilusión, porque notaba la tensión y el miedo por todas partes. Había pasado algo que hacía que todos se sintieran en peligro.
Francis se dejó caer en una butaca demasiado rellena y llena de bultos. Tenía el corazón acelerado porque creía que sólo él sabía lo ocurrido la noche anterior. Esperaba que Peter regresara para comentarle sus observaciones, pero ya no estaba seguro de que su amigo fuera a creerle.
Una de sus voces le susurraba: Estás solo. Siempre lo has estado. Y no se molestó en intentar discutirlo o negarlo.
Otra voz, igual de suave, añadió: No; hay alguien que te está buscando, Francis.
Sabía a quién se refería.
No estaba seguro de cómo sabía que el ángel lo estaba acechando, pero estaba convencido de que era así. Echó un vistazo alrededor buscando detectar a alguien que lo observara, pero el problema de aquel hospital psiquiátrico era que todo el mundo se miraba y se ignoraba al mismo tiempo.
Se levantó de golpe. Tenía que encontrar al ángel antes de que éste fuera a por él.
Se dirigió hacia la puerta y vio a Negro Grande. Se le ocurrió una idea.
– Señor Moses -llamó.
– Dime, Pajarillo. -El corpulento auxiliar se volvió hacia él-. Hoy es un mal día. No me pidas algo que no pueda darte.
– ¿Cuándo se celebran las vistas de altas?
– Esta tarde hay unas cuantas. Justo después de comer.
– Tengo que ir.
– ¿Qué?
– Tengo que asistir a esas vistas.
– ¿Para qué?
– Para observar qué se hace en una vista. Quizás eso me sirva para no cometer errores cuando me toque el turno -respondió Francis, sin expresar lo que realmente pensaba.
– Bueno, Pajarillo, eso tiene lógica -comentó Negro Grande con una ceja arqueada-. No sé de nadie que lo haya pedido antes.
– Me iría bien -insistió Francis.
El auxiliar pareció dubitativo, pero se encogió de hombros.
– No sé si creer lo que me estás diciendo, Pajarillo. Pero te diré qué haremos. Si me prometes no causar problemas, te llevaré conmigo y podrás sentarte a mi lado y observar. Podría suponer la infracción de alguna norma. No lo sé. Pero me parece que hoy ya se han infringido unas cuantas.
Francis suspiró.
En su cabeza se estaba formando un retrato, y ésta era una pincelada importante.
A media mañana, con un cielo encapotado y un calor pegajoso que cargaba el aire, Lucy Jones, un Peter esposado y Negro Chico caminaban despacio por los senderos del hospital. Al parecer iba a llover pronto. Al principio, los tres iban callados, e incluso sus pasos parecían amortiguados por el denso calor y el cielo plúmbeo. El auxiliar se secó la frente y se miró el sudor acumulado en la palma de la mano.
– Joder, se nota que el verano se acerca. -Era cierto.
Dieron unos cuantos pasos más y Peter se detuvo de golpe.
– ¿El verano? -repitió. Alzó los ojos, como si buscara el sol y el cielo azul, pero no estaban. Fuera lo que fuese lo que quería encontrar, no estaba en aquella atmósfera húmeda-. Señor Moses, ¿qué está pasando?
Negro Chico se paró y lo miró.
– ¿Qué quieres decir? -quiso saber.
– Me refiero en el mundo. En Estados Unidos. En Boston o en Springfield. ¿Juegan bien los Red Sox? ¿Todavía hay rehenes en Irán? ¿Hay manifestaciones? ¿Discursos? ¿Va bien la economía? ¿Qué pasa con el mercado de valores? ¿Cuál es la película más taquillera?
– Deberías hacer esas preguntas a Noticiero -respondió Negro Chico sacudiendo la cabeza-. Es él quien se sabe todos los titulares.
Peter miró alrededor y contempló los edificios.
– La gente cree que son para mantenernos a todos dentro-comentó-. Pero no así. Esas paredes mantienen el mundo fuera. -Sacudió la cabeza-. Es como estar en una isla. O como ser uno de esos japoneses perdidos en la selva a quienes nadie dijo que la guerra había terminado y que pensaron año tras año que estaban cumpliendo con su deber, luchando por su emperador. Estamos perdidos en la dimensión desconocida, donde todo nos deja de lado. Los terremotos. Los huracanes. Los desastres de todo tipo, provocados por el hombre y por la naturaleza.
Lucy pensó que Peter tenía toda la razón.
– ¿Quieres insinuar algo? -preguntó.
– Sí. En la tierra de las puertas cerradas con llave, ¿quién sería el rey?
– El hombre con las llaves -respondió Lucy.
– Y ¿cómo preparas una trampa para un hombre que puede abrir cualquier puerta?
– Logrando que abra la puerta donde estás esperándolo -respondió Lucy tras pensar un instante.
– Exacto. ¿Y cuál sería esa puerta?
Miró a Negro Chico, que se encogió de hombros. Pero Lucy reflexionó y abrió los ojos como ante una revelación providencial.
– Sabemos que abrió una puerta -afirmó-. La puerta que me trajo aquí.
– ¿A qué puerta te refieres?
– ¿Dónde estaba Rubita cuando fue a por ella?
– Sola en el puesto de enfermería del edificio Amherst, de noche.
– Entonces es ahí donde yo debo estar -concluyó Lucy.
29
A mediodía había empezado a llover, una llovizna irregular interrumpida con frecuencia por chaparrones fuertes o por breves calmas entre chubascos. Francis había seguido a Negro Grande deseando que el corpachón del auxiliar le sirviese de protección para mantenerse fresco detrás de él. Era la clase de día que sugería la proliferación de enfermedades: caluroso, sofocante, bochornoso y húmedo, de cariz casi tropical, como si de repente la sequedad habitual de Nueva Inglaterra hubiese adquirido en el hospital una extraña característica selvática. Era un clima fuera de lugar y loco como todos ellos. Hasta la ligera brisa que agitaba los árboles poseía una densidad extraña.
Como era costumbre, las vistas de altas se celebraban en el edificio de administración, en el comedor del personal, que se transformaba para la ocasión en improvisado tribunal. Había mesas para los funcionarios y para los abogados de los pacientes. Se habían dispuesto filas de incómodas sillas plegables para los pacientes y sus familias. Se incluía una mesa para un taquígrafo y un asiento para los testigos. La sala estaba concurrida, pero no abarrotada, y los presentes hablaban en susurros. Francis y Negro Grande se sentaron en la última fila. Francis creyó que el aire de la habitación era sofocante, pero luego pensó que tal vez no era tanto el aire como la nube de esperanzas anhelantes y de impotencias que llenaban el recinto.
Presidía la vista un juez retirado del tribunal de distrito de Springfield. Era un hombre canoso, con sobrepeso y rubicundo, dado a hacer aspavientos con las manos. Tenía un mazo que utilizaba a menudo sin motivo aparente, y llevaba una toga negra algo gastada que seguramente había vivido mejores días y casos más importantes. A su derecha había una psiquiatra del departamento de salud mental, una mujer joven con pestañas espesas que no dejaba de revisar carpetas y documentos, como si fuera incapaz de encontrar lo que necesitaba, y a su izquierda, un abogado de la oficina del fiscal de distrito local, repantigado en su asiento con la mirada aburrida de un hombre joven al que le ha tocado la china. En una mesa había otro joven abogado, de cabello hirsuto y con un traje mal entallado, algo más entusiasta y atento, que hacía las veces de representante de los pacientes, y delante de él, varios miembros del personal del hospital. Todo estaba concebido para conferir un cariz oficial al procedimiento, para expresar decisiones en términos médicos y jurídicos. Poseía un barniz, de eficiente responsabilidad, como si cada caso que se presentaba hubiera sido antes examinado con atención, estudiado debidamente y evaluado a fondo, cuando Francis sabía que era justo lo contrario.