Larguirucho cumpliría condena.
Y el ángel encontraría otros dedos que cortar.
26
Francis pasó una noche agitada, a veces tenso en la cama intentando escuchar cualquier sonido en el dormitorio que delatase la presencia del ángel. Oyó decenas de esos ruidos, que resonaban con la misma fuerza que los latidos de su corazón. Mil veces le pareció notar el aliento del ángel en la frente, y no olvidó ni por un instante la sensación del cuchillo frío. Incluso en los pocos momentos en que se alejó de esos temores que le provocaban sudor y ansiedad para sumirse en algo parecido al sueño, su descanso se vio perturbado por imágenes aterradoras. Veía que Lucy le enseñaba una mano mutilada como la de Rubita y a continuación se veía a sí mismo degollado y luchando con desespero por mantener unida la herida sangrante.
Agradeció la primera luz de la mañana que se filtró por las ventanas, aunque sólo fuera para indicar que las horas en que el ángel parecía reinar en el hospital habían terminado. Permaneció un rato más en la cama, aferrado a un pensamiento extrañísimo: que no estaba bien que los pacientes del hospital tuvieran el mismo miedo a morir que la gente normal en el exterior. Dentro de esas paredes, la vida parecía mucho más frágil, no tenía la misma importancia que fuera. Era como si ellos contaran menos, y, por tanto, su vida no debiera valorarse demasiado. Recordó haber leído en un periódico que el valor total de las partes del cuerpo humano sólo ascendía a un par de dólares. Los pacientes del Western probablemente sólo valían unos centavos. O ni siquiera eso.
Fue al baño, se aseó y luego se vistió. Los signos cotidianos del hospital lo reconfortaron un poco; Negro Chico y su corpulento hermano estaban en el pasillo e intentaban que los pacientes se dirigieran hacia el comedor para desayunar, como un par de mecánicos que intentan que un motor se ponga en marcha. El señor del Mal recorría el pasillo sin hacer caso de las súplicas de varias personas sobre algún que otro problema. Francis quería seguir la rutina.
Y entonces, con la misma rapidez con que se le ocurrió este pensamiento, lo temió.
El hospital, con su obsesión por limitarse a encadenar un día tras otro, era como un fármaco, más potente incluso que los que se presentaban en pastillas o hipodérmicas. Y con la adicción, llegaba la inconsciencia.
Sacudió la cabeza; porque para él había algo claro: el ángel estaba mucho más cerca del mundo exterior, y sospechaba que, si quería regresar a él, ésa era la dificultad que tendría que superar. Encontrar al asesino de Rubita era el único acto cuerdo que le quedaba en el mundo.
En su cabeza, sus voces sonaban agitadas y confusas. Era evidente que trataban de decirle algo, pero no se ponían de acuerdo en qué.
Sin embargo, todas las voces coincidían en que, si se quedaba solo para enfrentarse al ángel, sin Peter ni Lucy, no era probable que sobreviviera. No sabía cómo moriría, ni exactamente cuándo. Cuando quisiera el ángel. Asesinado en la cama. Asfixiado como Bailarín o degollado como Rubita, o quizá de otra forma, pero ocurriría.
No tendría dónde esconderse, salvo sumirse en una locura más profunda, lo que obligaría al hospital a encerrarlo en una celda de aislamiento.
Miró alrededor en busca de sus dos compañeros de investigación y, por primera vez, pensó que era el momento de responder a las preguntas del ángel.
Se apoyó contra la pared del pasillo. Está aquí. ¡Lo tienes delante!. Levantó los ojos y vio a Cleo, que avanzaba agitando los brazos como un imponente acorazado abriéndose paso entre una regata de tímidos veleros. Lo que la inquietaba esa mañana quedaba oculto bajo una avalancha de palabrotas refunfuñadas al ritmo del amplio balanceo de sus brazos, de modo que cada «¡Mierda!», «¡Cabrones!» e «¡Hijos de puta!» era emitido como un golpe de batuta de un director. Los pacientes se hacían a un lado a su paso. Entonces Francis comprendió algo: no era que el ángel supiera cómo ser diferente, sino que sabía cómo ser igual.
Cuando siguió con la mirada a Cleo, vio a Peter. El Bombero parecía enfrascado en una acalorada conversación con el señor del Mal, que sacudía la cabeza mientras Peter le hablaba. Pasado un instante, el señor del Mal pareció desechar lo que Peter decía, dio media vuelta y se marchó por el pasillo. Peter alzó la voz para gritarle:
– ¡Tiene que decírselo a Gulptilil! ¡Hoy!
El señor del Mal no se volvió, como negándose a aceptar lo que Peter había gritado. Francis se acercó deprisa al Bombero.
– ¿Peter?
– Hola, Pajarillo -respondió Peter, sin dejar de mirar a Evans-. ¿Qué quieres?
– Cuando miras al resto de los pacientes -susurró-, ¿qué ves?
– No lo sé -respondió tras vacilar un instante-. Es un poco como Alicia en el país de las maravillas. Todo es de lo más curioso.
– Pero has visto todas las clases de locos que hay aquí, ¿verdad?
Peter dudó y vio a Lucy acercarse por el pasillo. Esperó a que llegase a su lado y dijo:
– Pajarillo ha visto algo. ¿De qué se trata?
– El hombre que buscamos no está más loco que tú -susurró Francis-. Pero finge ser otra cosa.
– Continúa -lo animó Peter.
– Toda su locura, al menos la locura asesina y la locura de cortar dedos, no es como las locuras habituales que tenemos en el hospital. Planifica. Piensa. Se trata de la encarnación del mal, como insistía Larguirucho. No es que oiga voces, tenga delirios ni nada de eso. Pero sabe aparentarlo para que todos vean en él a un loco más, en lugar de ver un ser malvado…
Francis sacudió la cabeza.
– ¿Qué estás diciendo, Pajarillo? -Peter bajó la voz-. Explícate.
– Lo que estoy diciendo es que examinamos todos esos formularios de ingreso e hicimos todos esos interrogatorios en busca de algo que relacione a alguien de aquí con el mundo exterior. ¿Qué buscabais Lucy y tú? Hombres con antecedentes de violencia. Psicópatas. Hombres con una rabia latente. Hombres fichados por la policía. Hombres que oyen voces que les ordenan hacer cosas malas a las mujeres. Queréis encontrar un criminal loco, ¿verdad?
– Es el único enfoque lógico… -Lucy habló por fin.
– Pero aquí todo el mundo tiene algún impulso demente. Y muchos podrían ser asesinos, ¿verdad? Aquí la línea que separa ambas cosas es muy sutil.
– Sí, pero… -Lucy estaba asimilando lo que Francis decía.
– ¿No crees que el ángel también sabe eso? -repuso el joven.
La fiscal no respondió.
– El ángel es alguien que carece de antecedentes que puedan llamar la atención de nadie -afirmó Francis tras inspirar hondo-. En el exterior, es una persona. Aquí, es otra. Como un camaleón que cambia de color según su entorno. Y es alguien al que nunca se nos ocurriría investigar. De esa manera, está a salvo y puede hacer lo que quiere.
Peter parecía escéptico, y Lucy parecía necesitar que la convencieran más. Ella fue la primera en hablar.
– ¿De modo que crees que el ángel finge su enfermedad mental? -dijo con lentitud, como si con la palabra «fingir» hubiera sugerido que eso era imposible.
Francis sacudió la cabeza y asintió. Las contradicciones que a él le resultaban tan claras no lo eran para los otros dos.
– No puede fingir voces. No puede fingir delirios. No puede fingir ser… -Inspiró antes de continuar-: No puede fingir ser como yo. Los médicos se darían cuenta. Hasta el señor del Mal lo detectaría enseguida.
– ¿Entonces? -preguntó Peter.
– Mirad alrededor -contestó Francis. Señaló al otro lado del pasillo, donde el hombretón retrasado que había llegado de Williams estaba apoyado contra la pared, acunando a su muñeco y canturreándole suavemente. Vio a un cato inmóvil en el centro del pasillo con los ojos clavados en el techo, como si su visión pudiera penetrar el aislamiento acústico, las vigas, el suelo y los muebles del primer piso, cruzarlo todo, incluido el tejado, y llegar hasta el cielo azul de la mañana-. ¿Cuánto cuesta ser simple? -preguntó Francis-. ¿O silencioso? Y si fueras como uno de ellos, ¿quién te iba a prestar ninguna atención?