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– Otra cosa -añadió Lucy al recordar lo que Francis le había pedido-. ¿Podría darme la lista de pacientes que tendrán vistas de altas esta semana? Si no es demasiada molestia…

– Está bien -asintió el director médico con cierto recelo-. Pediré a mi secretaria que le proporcione estos documentos para apoyar sus investigaciones. -Tenía la capacidad de lograr sin esfuerzo que una mentira pareciera cierta, cualidad que Lucy encontraba inquietante-. Aunque no veo qué relación pueda tener con nuestras vistas de altas regulares. ¿Sería tan amable de aclarármelo, señorita Jones?

– Preferiría no hacerlo, de momento.

– Su respuesta no me sorprende -aseguró Gulptilil con frialdad-. Aun así, le daré la lista que me solicita.

– Gracias -dijo Lucy, y se dispuso a irse.

– Antes de que se marche tengo que pedirle algo, señorita Jones -la detuvo Gulptilil.

– ¿Qué, doctor?

– Debe llamar a su supervisor. El y yo tuvimos una conversación muy agradable hace un rato. Estoy seguro de que ahora es un buen momento para hacer esa llamada. Permítame. -Giró hacia ella el teléfono que había sobre la mesa, y no hizo el menor gesto de marcharse.

En los oídos de Lucy todavía resonaban los reproches de su jefe. «Pérdida de tiempo y de esfuerzos» había sido la queja más suave. Lo más insistente fue: «Quiero ver pronto algún progreso» y «Vuelve aquí lo antes posible». Había oído una letanía enojada de los casos que se le amontonaban en la mesa, cuestiones que exigían una atención urgente. Ella había intentado explicarle que un hospital psiquiátrico era un sitio poco corriente a la hora de llevar a cabo una investigación mediante las técnicas habituales, pero a él no le interesaron sus excusas. «Encuentra algo los próximos días o se acabó», fue lo último que dijo. Se preguntaba cuánto habría predispuesto a su jefe su conversación previa con Gulptilil, pero eso era irrelevante. Era un irlandés temperamental y resuelto de Boston, y cuando estaba convencido de que había algo que buscar, lo hacía con una abnegación inquebrantable, cualidad que le permitía ser reelegido una y otra vez. Pero podía abandonar de plano una investigación si le provocaba frustración, cosa que a Lucy no la favorecía.

Y tenía que admitir que la clase de progreso que pudiera satisfacer a su jefe era difícil de lograr. Ni siquiera podía demostrar la relación entre los casos, aparte del estilo de los asesinatos. No obstante, estaba convencida de que el asesino de Rubita, el ángel que había aterrado a Francis y el hombre que había cometido los asesinatos de su distrito eran la misma persona. Y que estaba ahí, delante de sus narices, burlándose de ella.

La muerte de Bailarín era, sin duda, obra suya. Él lo sabía, ella lo sabía. Todo tenía sentido.

Y, a la vez, no lo tenía. Las detenciones y los juicios no se basan en lo que sabes, sino en lo que puedes probar y, hasta entonces, ella no podía probar nada.

Absorta en sus pensamientos, volvió al edificio Amherst. El aire de primera hora de la tarde era bastante fresco, y algunos gritos perdidos y vacíos resonaban por los terrenos del hospital. La agonía que los impregnaba se evaporaba en el frío que la envolvía. Si no hubiera ido tan concentrada en lo imposible de sus convicciones, podría haber reparado en que ya no la afectaban los sonidos que tanto la sobrecogían cuando llegó al Western. Se estaba convirtiendo en una parte más del hospital, una mera tangente de toda la locura que tan tristemente habitaba en él.

Peter se percató de que había algo fuera de sitio, pero no sabía qué. Ése era el problema del hospital: todo aparecía tergiversado, del revés, deformado o contrahecho. Ver con precisión era casi imposible. Echó de menos la simplicidad de un incendio. Existía cierta libertad al caminar entre los restos carbonizados, húmedos y apestosos de un incendio, imaginando despacio cómo se había iniciado el fuego y cómo había avanzado, desde el suelo hasta las paredes y el techo, acelerado por algún combustible. Analizar un incendio requería cierta precisión matemática, y siempre había obtenido satisfacción al sopesar madera o acero quemados con la certeza de que podría imaginar cómo habían sido unos segundos antes de que el fuego los abrasara. Era como investigar el pasado, sólo que sin las nieblas de la emoción y la tensión. Todo estaba señalado en el mapa de un incendio, y a él le gustaba seguir cada ruta hacia un destino preciso. Siempre se había considerado una especie de artista cuya tarea consistía en restaurar los grandes cuadros dañados por el tiempo o los elementos, como si recrease los colores y las pinceladas de los grandes maestros, siguiendo los pasos de Rembrandt o Da Vinci; un artista menor pero cuya tarea era vital.

A su derecha, un hombre con un pijama holgado, despeinado y desaliñado, soltó una carcajada estridente al comprobar que se había mojado los pantalones. Los pacientes hacían cola para recibir su medicación vespertina, y los hermanos Moses trataban de mantener el orden durante ese proceso. Era un poco como intentar organizar las olas tormentosas que golpean una playa: todo terminaba más o menos en el mismo sitio, pero los pacientes seguían unas fuerzas tan escurridizas como los vientos y las corrientes.

Peter se estremeció y pensó que tenía que marcharse de ese sitio. Todavía no se consideraba loco, pero sabía que muchas de sus acciones podrían pasar por locuras y, cuanto más tiempo estuviera en el hospital, más dominarían su existencia. Eso lo hizo sudar, y se dio cuenta de que había personas, el señor del Mal entre ellas, que estarían encantadas de ver cómo se desintegraba en el hospital. Tenía suerte; todavía se aferraba a toda clase de vestigios de la cordura. Los demás pacientes le tenían cierto respeto, porque sabían que no estaba tan loco como ellos. Pero eso podría acabarse. Podría empezar a oír las mismas voces que ellos. Empezar a arrastrar los pies, a farfullar, a mojarse los pantalones y a hacer cola para recibir medicación. Si no escapaba de allí, todo eso acabaría arrastrándolo.

Tenía que aceptar lo que le ofrecía la Iglesia, no tenía opción.

Observó cómo la cola se apiñaba en dirección al puesto de enfermería y a las hileras de medicamentos alineadas detrás de la rejilla metálica.

Uno de esos pacientes era un asesino. Lo sabía.

O quizás era alguien que hacía cola en ese momento en Williams, Princeton o Harvard, pero que seguía el mismo programa.

Pero ¿cómo encontrarlo?

Trató de pensar en el caso como si fuese un incendio provocado. Apoyado contra la pared, intentó ver dónde había empezado, porque eso le indicaría cómo había ganado impulso, cobrado fuerza y finalmente estallado. Así era como procesaba los escenarios de los incendios a los que acudía: iba hacia atrás, hasta la primera chispa o llama, y eso no sólo le indicaba cómo se había producido el incendio, sino quién estaba ahí para provocarlo. Suponía que era un curioso don. En la An tigüedad, los reyes y los príncipes se rodeaban de personas que supuestamente podían ver el futuro y les hacían perder el tiempo y el dinero, cuando puede que conocer el pasado fuera una forma mucho mejor de anticipar el futuro.

Peter exhaló despacio. El hospital hacía que uno reflexionara sobre todos los pensamientos que resonaban en su interior. Se detuvo a media idea al percatarse de que estaba moviendo los labios como si hablara solo.

Meneó la cabeza. Ya casi hablaba solo.

Se miró las manos para comprobar que no le temblaban. Se repitió que tenía que marcharse sin importar lo que tuviera que hacer.

En ese momento, vio a Lucy Jones. Iba cabizbaja y parecía absorta y disgustada. Y en ese instante vio un futuro sombrío, lo que le provocó una sensación de vacío e impotencia. Sí, se iría, desaparecería para siempre en Oregon. Y ella también se iría, volvería a su oficina y se dedicaría a acusar criminales. Francis se quedaría allí, con Napoleón, Cleo y los hermanos Moses.

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