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Lucy asintió, pero Francis no estuvo seguro de que lo creyera.

– Está bien -dijo, pero Francis tuvo la impresión de que sólo lo decía para complacerlo y que no veía ninguna posible relación. Miró a Peter-. Podríamos registrar el dormitorio en Williams. No se tardaría mucho y podríamos encontrar algo valioso.

Lucy creía que era fundamental mantener los aspectos más concretos de la investigación. Las listas y las suposiciones eran interesantes, pero se sentía más cómoda con la clase de detalles que la gente puede declarar en los juicios. La pérdida de la camiseta ensangrentada la preocupaba más de lo que había dejado entrever, y tenía ganas de encontrar otra prueba que pudiera servirle de base para un caso.

Lucy siguió pensando: cuchillo, falanges cercenadas, ropas y zapatos ensangrentados. Tenía que haber algo en alguna parte.

– De acuerdo -dijo Peter-. Tiene sentido.

Francis, sin embargo, no estaba tan seguro. Pensaba que el ángel habría previsto esa estratagema. Lo que tenían que planear era algo que desconcertara al ángel. Algo sesgado y distinto, más en la línea del lugar donde estaban que de donde querían estar. Los tres se dirigieron hacia el despacho de Lucy, pero Francis vio a Negro Grande junto al puesto de enfermería y se separó de ellos para hablar con el corpulento auxiliar. Los otros dos siguieron adelante, al parecer sin reparar en que Francis se rezagaba.

– Es pronto para la medicación, Pajarillo -dijo Negro Grande al verlo-. Aunque supongo que no es eso lo que quieres, ¿verdad?

Francis meneó la cabeza.

– Me creyó, ¿verdad? -preguntó.

– Claro que sí-respondió el auxiliar después de echar un vistazo alrededor-. El problema es que aquí no te favorece nada estar de acuerdo con un paciente cuando el mandamás piensa otra cosa. Lo entiendes, ¿verdad? No se trataba de si era verdad o no. Se trataba de mi empleo.

– Podría volver esta noche.

– Podría, pero lo dudo. Si quisiera matarte, Pajarillo, ya lo habría hecho.

Francis estuvo de acuerdo, aunque era una de esas observaciones que son tranquilizadoras y aterradoras a la vez.

– Señor Moses -repuso con voz ronca-, ¿por qué nadie quiere ayudar a la señorita Jones a atrapar a ese hombre?

Negro Grande se puso tenso y cambió de postura.

– Yo estoy ayudando, ¿no? Y mi hermano también.

– Ya sabe a qué me refiero.

– Sí, Pajarillo. Lo sé. -Miró alrededor para asegurarse de que no había nadie lo bastante cerca o que prestara la atención suficiente para oírlo. Aun así, añadió con cautela, en voz muy baja-: Tienes que entender algo, Pajarillo. Encontrar al hombre que busca la señorita Jones, con toda la publicidad y atención que eso conllevaría, y acaso una investigación oficial, titulares de periódicos, programas de televisión y toda esa parafernalia, acabaría con la carrera de algunas personas. Se harían demasiadas preguntas. Puede que preguntas difíciles como: «¿Por qué no hizo esto o aquello?» Quizás habría que dar explicaciones ante las autoridades estatales. Se produciría mucho revuelo, y aquí nadie que trabaje para el Estado, en especial un médico o un psicólogo, quiere tener que contestar preguntas sobre cómo se dejó que un asesino viviera en el hospital sin que nadie lo advirtiese. Estamos hablando de un escándalo, Pajarillo. Es más fácil taparlo, encontrar una explicación convincente para uno o dos cadáveres. Eso es fácil. No se culpa a nadie, todo el mundo cobra, nadie pierde su empleo y las cosas continúan como antes. Es igual en cualquier hospital. O cárcel, bien mirado. Se trata de conseguir que las cosas sigan adelante. ¿Todavía no lo habías pensado?

Francis sí lo había pensado, pero ocurría que no le gustaba.

– Recuerda que a nadie le importan demasiado los locos -añadió Negro Grande meneando la cabeza.

La señorita Deliciosa alzó los ojos y frunció el ceño cuando Lucy entró en la sala de espera del doctor Gulptilil. Se mostró muy atareada con unos formularios y se volvió hacia la máquina de escribir cuando la fiscal se acercó a su mesa.

– El doctor está ocupado -dijo mientras sus dedos volaban por el teclado y la bola metálica de la vieja Selectric golpeaba sin piedad un folio-. Creo que no tenía cita concertada -añadió.

– Sólo será un minuto -comentó Lucy.

– Bueno, veré si la puede atender. Siéntese. -Pero no hizo ningún esfuerzo por cambiar de postura ni siquiera por coger el teléfono hasta que Lucy se alejó de la mesa y se sentó en un raído sofá.

Fijó la mirada en la secretaria con una intensidad que la traspasaba hasta que ésta se cansó por fin del escrutinio, cogió el auricular y se volvió de espaldas para hablar. Tras un breve intercambio, se giró de nuevo hacia la fiscal.

– Puede pasar -anunció.

Gulptilil estaba de pie tras su mesa, observando por la ventana el árbol que crecía en el patio. Carraspeó cuando ella entró, pero no se volvió. Lucy esperó pacientemente. Pasado un instante, el doctor se volvió y se dejó caer en su asiento.

– Señorita Jones -dijo-. Su llegada es providencial porque me ahorra el trabajo de mandarla llamar.

– ¿Mandarme llamar?

– Sí. Porque hace poco he estado hablando con su jefe, el fiscal del condado de Suffolk. Y está muy interesado por sus progresos. -Se recostó con una sonrisa falsa-. Pero, dígame, ¿qué la ha traído a mi despacho?

– Me gustaría tener los nombres y los expedientes de los pacientes del dormitorio de la primera planta de Williams y, si es posible, la ubicación de sus camas, de modo que pueda relacionar nombres, diagnósticos y ubicación.

– Ya -asintió Gulptilil, aún sonriente-. Se refiere al dormitorio que está ahora tan agitado gracias a sus anteriores interrogatorios, ¿verdad?

– Sí.

– La agitación que ha generado tardará algún tiempo en calmarse. Si le doy esta información, ¿me promete que me avisará antes de iniciar cualquier otra actividad en esa zona del hospital?

– Sí. -Lucy apretó los dientes-. De hecho, me gustaría registrar todo el dormitorio.

– ¿Registrar? ¿Se refiere a que quiere revisar e inspeccionar las pocas pertenencias de esos pacientes?

– Sí. Creo que se conservan pruebas sólidas y tengo motivos para creer que algunas podrían encontrarse en ese dormitorio, así que me gustaría que me autorizara a registrarlo.

– ¿Pruebas? ¿Y en qué basa su suposición?

– Uno de los pacientes de ese dormitorio estaba en posesión de una camiseta manchada de sangre -explicó Lucy tras vacilar-. El tipo de herida de Rubita sugiere que quien cometió el crimen tuvo que mancharse la ropa de sangre.

– Sí, parece lógico. ¿Pero no encontró la policía algo ensangrentado al pobre Larguirucho cuando lo detuvo?

– Creo que alguien lo arregló para inculparlo.

– Ah -exclamó el doctor Gulptilil con una sonrisa-. Por supuesto, el Jack el Destripador actual. Un genio criminal. No, disculpe, ésa no es la palabra. Un cerebro criminal. Aquí, en nuestro hospital psiquiátrico. Una explicación rocambolesca e inverosímil, pero que le permitiría proseguir con sus investigaciones. Y en cuanto a esta supuesta camiseta ensangrentada, ¿podría verla?

– No la tengo en mi poder.

– No sé por qué, señorita Jones -repuso el médico-, pero preveía esa respuesta. Así que, si le permito el registro que solicita, ¿no habría ciertos problemas legales?

– No. Es un hospital estatal, y usted tiene derecho a registrar cualquier zona en busca de contrabando o de sustancias u objetos prohibidos.

– ¿De modo que, de repente, cree que mi personal y yo podemos servirle de ayuda? -Gulptilil se balanceó en la silla.

– No entiendo qué insinúa -respondió Lucy, aunque lo entendía a la perfección.

Gulptilil se dio cuenta y suspiró.

– Ah, señorita Jones, su falta de confianza en el personal del hospital es ciertamente desalentadora. Sin embargo, dispondré el registro que solicita, aunque sólo sea para convencerla de lo absurdas que son sus investigaciones. Y también le proporcionaré los nombres y la distribución de las camas de Williams. Y después tal vez pueda finalizar su estancia aquí.

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