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– ¿Cree que aquí lo tiene algo?

– Le han mentido. Y alguien quiere meterme en un lío.

– Lo tendré en cuenta -asintió Lucy-. Bien, puede irse. Pero puede que volvamos a hablar.

Harris casi brincó de la silla, lo que provocó que Negro Grande se le acercara con aire amenazador.

– Hijo de puta -exclamó el hombre, conteniéndose. Y se volvió y salió tras aplastar el cigarrillo en el suelo con el pie.

Evans estaba furioso.

– ¿Tiene idea de los problemas que pueden causar estas preguntas? -preguntó, y señaló con el dedo el diagnóstico de Harris en el expediente-. Mire lo que pone, aquí. Explosivo. Cuestiones de gestión del enfado. Y usted lo provoca con preguntas disparatadas que sabe que sólo conseguirán una reacción agresiva. Seguro que Harris termina en una celda de aislamiento antes de que acabe el día, y tendré que sedarlo. ¡Maldita sea! Eso ha sido una irresponsabilidad, señorita Jones. Y si piensa empeñarse en hacer preguntas que sólo sirvan para alterar la vida en el hospital, me veré obligado a hablar con el doctor Gulptilil.

– Lo siento -se disculpó Lucy-. Intentaré ser más circunspecta en los próximos interrogatorios.

– Necesito un descanso -dijo Evans, que se levantó enfadado y se marchó.

Pero Lucy se sentía satisfecha.

Ella también se puso de pie y salió al pasillo. Peter estaba esperando con una sonrisita, como si comprendiera todo lo ocurrido en el despacho. Le hizo una pequeña reverencia para darle a entender que había visto y oído lo suficiente, y que admiraba el plan que había ideado. Pero no tuvo oportunidad de decirle nada porque, en ese momento, Negro Grande salió del puesto de enfermería llevando unas esposas y unos grilletes. Los pacientes que paseaban por allí lo vieron y se apartaron de su camino como pájaros asustados que alzan el vuelo.

Peter, sin embargo, permaneció inmóvil, a la espera.

A unos metros de distancia, Cleo se levantó y su enorme cuerpo se balanceó como zarandeado por un viento huracanado.

Lucy observó cómo Negro Grande se acercaba a Peter, le susurraba una disculpa y le ponía las esposas y los grilletes. No abrió la boca.

– ¡Cabrones! -gritó una colorada y furiosa Cleo al oír cómo se cerraba la última sujeción-. ¡Cabrones! ¡No dejes que te lleven, Peter! ¡Te necesitamos!

El silencio inundó el pasillo.

– ¡Maldita sea! -bramó Cleo-. ¡Te necesitamos!

Peter exhibía una expresión tensa y toda su indiferencia socarrona había desaparecido. Levantó las manos como para comprobar el límite de las sujeciones y, antes de permitir que el auxiliar lo condujera por el pasillo maniatado como una bestia salvaje, Lucy vio que lo invadía un enorme pesar.

21

Peter arrastraba los pies con cuidado por el sendero junto a Negro Grande. El auxiliar guardaba silencio, como si la tarea de acompañarlo lo incomodara. Se había disculpado por segunda vez al salir del edificio Amherst y luego se había callado. Pero caminaba deprisa, lo que obligaba a Peter prácticamente a correr para seguirle el paso y a mantener los ojos puestos en el suelo para no tropezar y caerse.

Peter notaba el sol de última hora de la tarde en el cuello y consiguió levantar la cabeza un par de veces para contemplar los edificios iluminados por la puesta de sol. El aire estaba un poco frío, un recordatorio de la primavera en Nueva Inglaterra, una advertencia de que no hay que fiarse demasiado del advenimiento del verano. Parte de los marcos blancos de las ventanas relucía, de modo que los cristales con barrotes recordaban unos ojos que observaban su avance por el patio interior. Las esposas se le hincaban en las muñecas. Toda la euforia que había sentido la primera vez que salió a escondidas del edificio Amherst en compañía de los hermanos Moses para empezar a buscar al ángel, la agitación que lo había inundado al recordar cada olor y sensación, habían desaparecido sustituidos por la melancolía del encarcelamiento. No sabía a qué reunión lo llevaban, pero sospechaba que era importante.

Esa idea se reforzó al ver dos limusinas negras aparcadas frente al edificio de administración. Estaban tan limpias que podía verse reflejado en ellas.

– ¿Qué está pasando? -preguntó.

– Sólo me han dicho que te llevara de inmediato esposado. -El auxiliar sacudió la cabeza-. Así que sé tanto como tú.

– Es decir, nada -concluyó Peter, y el otro asintió.

Subió tambaleante las escaleras tras Negro Grande y se apresuró por el pasillo en dirección al despacho de Gulptilil. La señorita Deliciosa estaba esperando detrás de su mesa, y Peter observó que parecía incómoda y se había cubierto la habitual blusa ceñida con una rebeca holgada.

– Date prisa -dijo-. Te están esperando.

Las cadenas tintinearon mientras avanzaba con rapidez. Negro Grande le sostuvo la puerta abierta. Peter entró arrastrando los pies.

Tomapastillas, sentado tras su escritorio, se levantó al vuelo. Había, como de costumbre, una silla vacía delante de la mesa. Y tres hombres más en la habitación. Todos llevaban traje negro con alzacuello blanco. Peter no reconoció a dos de ellos, pero el rostro del tercero era conocido para cualquier católico de Boston. El cardenal estaba sentado a un lado del despacho, en un sofá situado a lo largo de la pared. Tenía las piernas cruzadas y parecía relajado. Uno de los otros sacerdotes estaba sentado a su lado y sujetaba un portafolios de piel marrón, un bloc y un gran bolígrafo negro con el que jugueteaba nervioso. El tercer sacerdote estaba detrás de la mesa de Gulptilil, en una silla situada junto a éste. Tenía un fajo de papeles delante de él.

– Gracias, señor Moses. Por favor, quite las sujeciones a Peter, si es tan amable.

El auxiliar tardó unos instantes en hacerlo. Después, retrocedió mirando al director médico, quien le hizo un gesto.

– Espere fuera hasta que lo llamemos, señor Moses. Estoy seguro de que no será necesaria ninguna segundad adicional durante esta reunión. -Dirigió la mirada a Peter y añadió-: Todos somos caballeros, ¿no?

Peter no respondió. No se sentía como un caballero en ese momento.

Sin decir palabra, Negro Grande se marchó. Gulptilil señaló la silla.

– Siéntate, Peter -ordenó-. Estos señores quieren hacerte algunas preguntas.

Peter asintió, se sentó pesadamente pero se deslizó hacia el borde de la silla, preparado. Trató de aparentar seguridad, pero sabía que eso era difícil. Sentía emociones encontradas, desde un odio ciego hasta curiosidad, y se advirtió que debía ser breve y directo al hablar.

– Reconozco al cardenal -afirmó Peter mirando al director médico-. He visto muchas veces su fotografía. Pero me temo que no conozco a los otros dos caballeros. ¿Tienen nombre?

– El padre Callahan es el asistente personal del cardenal -indicó Gulptilil, y señaló al hombre sentado junto al prelado. Era un hombre algo calvo, de mediana edad, con unas gafas gruesas y unos dedos regordetes que sostenían el bolígrafo mientras tamborileaba sobre el bloc. Asintió hacia Peter, aunque no se levantó para estrecharle la mano-. Y el otro caballero es el padre Grozdik, que quiere hacerte algunas preguntas.

Peter asintió. El sacerdote del apellido polaco era bastante más joven, de una edad parecida a la suya. Era delgado, atlético, de más de metro ochenta. Su traje negro parecía hecho a medida para ajustarse a una cintura estrecha y tenía un aspecto lánguido, felino. Llevaba el cabello castaño largo y peinado hacia atrás, y tenía unos penetrantes ojos azules que no se habían apartado de Peter desde que había entrado en la habitación. El tampoco se levantó, ni le ofreció la mano ni lo saludó de ningún modo, pero se inclinó hacia delante como un depredador.

– Supongo que el padre Grozdik también tiene algún cargo -dijo Peter, que lo miró a los ojos-. Tal vez le gustaría decirme cuál.

– Trabajo en la oficina jurídica de la archidiócesis -aclaró con una insulsa voz.

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