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– Todavía no, doctor. -Francis trató de controlar las emociones que amenazaban con estallar.

– ¿Una llamada telefónica, quizás? ¿Alguna carta?

– No.

– Eso debe de afligirte un poco, ¿no, Francis?

– Sí -afirmó tras inspirar hondo.

– ¿Te sientes abandonado?

– Estoy bien -dijo Francis, dudando de cuál era la respuesta correcta.

Gulptilil esbozó una sonrisa, no la aturdida, sino la viperina.

– Y estás bien porque todavía oyes las voces que te han acompañado durante tantos años.

– No -mintió Francis-. La medicación las ha eliminado.

– Pero admites que estaban ahí en el pasado.

Oyó ecos en su interior que le gritaban: ¡No, no! ¡No digas nada! ¡Escóndenos, Francis!

– No entiendo a qué se refiere, doctor -contestó. Eso no disuadiría al médico.

Gulptilil esperó unos segundos, en que dejó que el silencio se apoderara de la habitación, como si esperara que Francis añadiera algo, lo que no ocurrió.

– Dime, Francis, ¿crees que hay un asesino suelto en el hospital?

Francis inspiró con fuerza. No había esperado esa pregunta, aunque tampoco las anteriores. Recorrió la habitación con la mirada, como buscando una salida. El corazón le latía con fuerza y todas sus voces estaban calladas, porque sabían que, ocultas en la pregunta del médico, había cosas importantes, y no tenía idea de cuál sería la respuesta adecuada. Vio que el médico arqueaba una ceja, socarronamente, y se percató de que la dilación era peligrosa.

– Sí-dijo despacio.

– ¿No crees que eso sea un delirio, paranoico, por lo demás?

– No -respondió, procurando sin éxito no sonar inseguro.

– ¿Por qué? -preguntó el médico tras asentir con la cabeza.

– La señorita Jones parece convencida. Y también Peter. Y no creo que Larguirucho…

– Ya hemos comentado antes esos detalles. -Gulptilil levantó una mano-. Dime, ¿qué ha cambiado en la investigación que sugiera que vais por buen camino?

Francis quiso retorcerse en la silla.

– La señorita Jones todavía está interrogando a posibles sospechosos -contestó-. Creo que no ha extraído aún ninguna conclusión sobre nadie, salvo haber descartado a algunos. El señor Evans la ha ayudado a hacerlo.

Gulptilil dedicó un instante a valorar la respuesta.

– Me lo dirías, ¿verdad, Francis?

– ¿Qué, doctor?

– Si hubiera tomado alguna decisión.

– No entiendo…

– Sería un indicio, por lo menos para mí, de que estás mucho más en contacto con la realidad. Creo que demostraría ciertos progresos por tu parte que pudieras expresarte al respecto. Y quién sabe adonde podría conducirnos eso, Francis. Hacerse cargo de la realidad es un paso importante para la recuperación. Un paso muy importante. Un paso que conllevaría cambios significativos. Quizás una visita de tu familia. Quizás un permiso para un fin de semana en casa. Y, después, quizá más libertades aún. Un paso que te abriría posibilidades importantes, Francis.

Francis guardó silencio.

– ¿Me explico? -preguntó el médico.

Francis asintió.

– Muy bien. Así pues, volveremos a hablar de estas cuestiones en los próximos días, Francis. Y, por supuesto, si consideras importante comentarme cualquier detalle u observación que puedas tener en cualquier momento, mi puerta siempre estará abierta para ti. Siempre estaré disponible. A cualquier hora, ¿comprendes?

– Sí. Creo que sí.

– Estoy contento con tus progresos, Francis. Y también de que hayamos mantenido esta conversación.

Francis volvió a guardar silencio.

– Eso es todo de momento, Francis. Ahora tengo que prepararme para una visita importante -comentó a la vez que señalaba la puerta-. Puedes irte. Mi secretaria se encargará de que te acompañen de vuelta a Amherst.

Francis se levantó y dio unos pasos vacilantes hacia la puerta. La voz de Gulptilil lo detuvo.

– Por cierto, Francis, casi se me olvida. Antes de irte, ¿podrías decirme qué día es?

– Viernes.

– ¿Y la fecha?

– Cinco de mayo.

– Excelente. ¿Y el nombre de nuestro distinguido presidente?

– Carter.

– Muy bien, Francis. Espero que pronto tengamos la oportunidad de hablar un poco más.

Francis se marchó. No se atrevió a mirar atrás para ver si el médico lo observaba. Pero notaba sus ojos clavados en la nuca, justo en el sitio donde el cuello se unía al cráneo.

¡Sal pitando!, oyó en su cabeza, y lo hizo encantado.

El hombre sentado frente a Lucy era enjuto y menudo, con una complexión similar a la de un jockey profesional. Esbozaba una sonrisa torcida y tenía los hombros encorvados, lo que le confería un aspecto asimétrico. El pelo, greñudo y grasiento, le enmarcaba el rostro, y sus ojos azules brillaban con una intensidad inquietante. Cada poco emitía un resuello asmático al respirar, lo que no le impedía encender un cigarrillo tras otro, de modo que una nube de humo le envolvía la cabeza. Evans tosió una o dos veces, y Negro Grande retrocedió lo justo hacia un rincón del despacho. Lucy pensó que el auxiliar parecía tener un conocimiento instintivo de las distancias, y se adaptaba de forma casi automática a la adecuada para cada paciente.

– Señor Harris -dijo mientras observaba su expediente-, ¿podría decirme si reconoce a alguna de estas personas? -Deslizó por la mesa las fotografías de los crímenes anteriores hacia el hombre.

Éste las examinó con atención, quizá demasiado. Sacudió la cabeza.

– Gente asesinada -anunció con énfasis en la segunda palabra-. Muerta y abandonada en el bosque, al parecer. Eso no me va.

– Eso no es ninguna respuesta.

– No. No las conozco. -Su sonrisa ladeada se marcó más-. Y si las conociera, ¿cree que lo admitiría?

– Tiene antecedentes de violencia -replicó Lucy sin prestarle atención.

– Una pelea en un bar no es un asesinato.

Lucy lo miró con atención.

– Tampoco conducir borracho -prosiguió-. Ni atizar a un tío que me estaba insultando.

– Mire con atención la tercera fotografía -pidió Lucy-. ¿Ve la fecha en la parte inferior?

– Sí.

– ¿Podría decirme dónde estaba usted entonces?

– Aquí.

– No me mienta, por favor.

Harris se revolvió en la silla.

– Entonces estaría en la prisión de Walpole, por alguna de esas acusaciones falsas que me endilgan.

– No es verdad. Se lo diré otra vez: no me mienta.

– Estaba en el cabo. -Se movió, inquieto-. Trabajaba ahí para un techador.

– Un período curioso, ¿verdad? -soltó Lucy tras observar el expediente-. Está en algún techo afirmando oír voces y, al mismo tiempo, por la noche roban en las casas de las manzanas donde usted está trabajando.

– Nadie presentó cargos.

– Porque consiguió que lo mandaran aquí.

Sonrió de nuevo y dejó al descubierto unos dientes irregulares. Lucy pensó que era un hombre escurridizo y horrible. Pero no el que estaba buscando. Evans empezaba a inquietarse a su lado.

– Así pues -dijo-, ¿no tuvo nada que ver con esto?

– Exacto -respondió Harris-. ¿Puedo irme ya?

– Sí -asintió Lucy. Y cuando Harris empezó a levantarse añadió-: En cuanto me explique por qué otro paciente quería decirnos que usted alardea de estos asesinatos.

– ¿Qué? -Harris elevó la voz una octava-. ¿Alguien dijo que yo qué?

– Ya me ha oído. Así que explíquemelo. Dígame por qué dijo eso.

– ¡Yo no he dicho nada así! ¡Está loca!

– Dígame por qué ha alardeado de estos crímenes.

– No lo he hecho. ¿Quién le ha dicho eso?

– Eso es confidencial. Le han oído hacer afirmaciones en el edificio donde vive. Ha sido indiscreto. Me gustaría que se explicara.

– ¿Cuándo…?

– Hace poco -sonrió Lucy-. Recibimos esta información hace poco. ¿Niega por tanto haber dicho nada?

– Sí. ¡Está loca! ¿Por qué iba a alardear de algo así? No sé qué quiere, señora, pero yo no he matado a nadie. No tiene sentido…

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