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– No vivirás para terminar la historia -dijo-. ¿ Comprendes, Francis? No vivirás. No lo permitiré. ¿Crees que podrás escribir el final, Francis? ¡Ja! El final me pertenece. Siempre me perteneció. Siempre me pertenecerá.

No sabía qué pensar. Su amenaza era tan real en ese momento como tantos años antes. Pero tenía que intentarlo. Deseé que Peter estuviera allí para ayudarme, y el ángel debió de leerme el pensamiento, o quizá gemí su nombre sin darme cuenta, porque rió de nuevo y dijo:

– Esta vez no puede ayudarte. Está muerto.

30

Peter recorrió de prisa el pasillo, asomó la cabeza a la sala de estar común, se detuvo frente a las salas de reconocimiento y echó un rápido vistazo al comedor esquivando grupos de pacientes, en busca de Francis y Lucy Jones, pero ninguno de los dos andaba por allí. Tenía la abrumadora sensación de que estaba pasando algo fundamental a espaldas suyas. Recordó de repente la selva de Vietnam. Durante la guerra, el cielo azul, la tierra húmeda, el aire sobrecalentado y el follaje mojado parecían siempre iguales, de modo que sólo un sexto sentido permitía saber si a la vuelta de la esquina habría un francotirador en un árbol, o una emboscada, o quizá sólo un alambre camuflado que cruzaba el camino, esperando el paso errante que detonara la mina enterrada. Todo era cotidiano y corriente, todo estaba en su sitio, como se suponía que tenía que estar, excepto la cosa oculta que amenazaba con una tragedia. Eso mismo veía ahora en el hospital.

Se detuvo junto a una ventana con barrotes, donde habían dejado solo a un anciano en una silla de ruedas. Le resbalaba un hilillo de baba hasta el mentón, donde se mezclaba con su incipiente barba gris. Tenía los ojos fijos en el exterior.

– ¿Puede ver algo? -le preguntó Peter, pero no obtuvo respuesta.

Unas gotas de lluvia distorsionaban la vista, y al otro lado del cristal sólo se atisbaba un día apagado, húmedo y gris. Peter se agachó para tomar una toallita de papel del regazo del hombre y le secó la barbilla. El anciano no lo miró pero asintió como dándole las gracias. Siguió inexpresivo. Lo que estuviese pensando sobre su presente, recordando sobre su pasado o incluso planeando de cara al futuro, estaba perdido en la niebla que había descendido sobre él. Peter pensó que los

días que le quedaban de vida no tendrían más consistencia que las gotas de lluvia que resbalaban por el cristal de la ventana.

Detrás de Peter, una mujer de pelo largo, despeinado y cubierto de canas hacía eses por el pasillo como si estuviera bebida; se detuvo de golpe y miró el techo.

– Cleo se ha ido -gimió-. Se ha ido para siempre. -Y reanudó su movimiento a la deriva.

Peter se dirigió hacia el dormitorio, convencido de que aquello no era un hogar. Sólo un par de días más. Unos cuantos trámites, un apretón de manos, un «buena suerte», y se acabó. Lo trasladarían y su vida sería otra cosa.

No sabía muy bien qué pensar. El mundo del hospital te provocaba indecisión. En el mundo real, las decisiones eran evidentes y, por lo menos, tenían la posibilidad de ser honestas. Podían evaluarse y sopesarse. Pero entre aquellas paredes cerradas, nada de eso parecía igual.

Lucy se había cortado el pelo y se lo había teñido de rubio. Si eso no provocaba el impulso depredador del hombre que buscaban, no sabía qué podría hacerlo. Apretó los dientes, con fuerza. Miró el techo como un conductor que espera que el semáforo cambie a verde. Pensó que Lucy estaba corriendo un riesgo. Francis también estaba en la cuerda floja. De los tres, él era el que se había arriesgado menos. De hecho, todavía no se había arriesgado, no se había puesto en peligro alguno.

Se volvió y, al ver a Lucy delante de su despacho, se dirigió presuroso hacia ella.

Las vistas de altas se habían celebrado una tras otra a lo largo del día. Francis comprendió enseguida que si habías cumplido todas las condiciones necesarias para optar a una vista, lo más probable era que te dieran de alta. La farsa que estaba presenciando era una ópera burocrática, concebida para asegurarse de que no se corrían riesgos imprevistos y se cumplían las formalidades. Nadie quería dar de alta a alguien que fuera a sumirse de inmediato en una rabia psicótica.

El aburrido joven de la fiscalía examinaba superficialmente los casos pendientes contra los pacientes y el joven que actuaba como abogado de oficio se oponía rutinariamente a todo lo que decía. Para el tribunal eran más importantes la evaluación del personal del hospital y la recomendación de la joven del departamento de salud mental, que seguía rebuscando entre sus carpetas y notas y vacilaba y tartamudeaba un poco al hablar, ya que le pedían opinión sobre si se corría algún riesgo al dar de alta a alguien y ella no tenía ni idea.

– ¿Es un peligro para él o para los demás? -le preguntaban como una letanía.

Claro que no, si seguía tomando los medicamentos y no volvía a encontrarse en las mismas circunstancias que lo habían desquiciado. Por supuesto, esas circunstancias seguían ahí, de modo que no era fácil ser optimista sobre las posibilidades reales de nadie fuera del hospital.

Los pacientes se marchaban. Los pacientes volvían. Un bumerang de locura.

Francis intentaba escuchar todas las palabras pronunciadas y observar las caras de los pacientes, los médicos, los padres, hermanos o primos que se levantaban para hablar. En su interior sólo sentía agitación y caos. Sus voces le gritaban que se fuera. Insistentes, chillonas, suplicantes; todas igual de firmes, casi histéricas en su deseo. Era como estar atrapado en el foso de una orquesta horrorosa, en la que todos los instrumentos sonaban cada vez con más fuerza y más desafinados.

Sabía por qué. De vez en cuando, cerraba los ojos para descansar un poco. Pero no le servía de mucho. Seguía sudando y notando tensos los músculos de todo el cuerpo. Le sorprendía que todavía nadie se hubiera percatado de la lucha en que se debatía. Creía que cualquiera que lo mirara de verdad vería de inmediato que estaba al borde de un ataque de nervios.

Inspiró con fuerza, pero le faltaba el aire.

«¿Por qué no lo ven? El ángel se esconde en el hospital. Para matar, necesita poder ir y venir.»

Miró al tribunal y se recordó que ésa era la puerta de salida. Dirigió una rápida mirada a los familiares y amigos que rodeaban a los pacientes.

«Todo el mundo cree que el ángel es un asesino solitario. Pero yo sé algo que ellos ignoran: aquí hay alguien que, sabiéndolo o no, lo está ayudando. Sin embargo, ¿por qué mató a Rubita? ¿Por qué atrajo la atención, si aquí estaba a salvo?»

Ni Lucy ni Peter se habían planteado esa pregunta. Sólo él. Sus voces retumbaban en su interior advirtiéndole que no se atreviera a adentrarse en la oscuridad que lo atraía.

«Creen que asesinó a Rubita porque tenía que matar. Puede que sí. Puede que no.» En ese instante se detestó más que nunca. «Tú también podrías ser un asesino.»

Temió haber hablado en voz alta, pero nadie se volvió ni le prestó atención.

Negro Grande había salido un momento, aburrido de la monótona rutina de las vistas. Cuando regresó a la sala, Francis hizo un esfuerzo inmenso por esconder la ansiedad que lo zarandeaba.

– ¿Ya le has cogido el tranquillo, Pajarillo? -susurró el corpulento auxiliar, y se dejó caer en su silla-. ¿Has visto suficiente?

– Todavía no -respondió en voz baja. Lo que aún no había visto era lo que temía y esperaba a la vez.

– Tenemos que volver a Amherst. -Negro Grande se inclinó hacia él para hablarle en susurros-. El día casi ha terminado. Pronto empezarán a buscarte. Esta noche hay programada una sesión de terapia.

– No -medio mintió Francis, porque en realidad no lo sabía con certeza-. El señor Evans la canceló después de todo el alboroto.

– No deberían cancelar las sesiones. -El auxiliar sacudió la cabeza. Hablaba a Francis, pero más a las autoridades del hospital. Levantó los ojos-. Vamos, Pajarillo -dijo-. Tenemos que volver. Sólo quedan un par de vistas y no serán distintas de las que ya has visto.

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