– Necesitaré su ayuda -dijo por fin Lucy.
– Por supuesto. -Gulptilil se encogió de hombros-. Es evidente. Mi ayuda, y la de otros, claro. Pero creo que, a pesar de la increíble similitud entre la muerte que se produjo aquí y las que usted nos ha mostrado de modo tan melodramático, está usted equivocada. Creo que, por desgracia, nuestra enfermera fue atacada por el paciente que está ahora detenido y acusado del crimen. Sin embargo, en aras de la justicia, la ayudaré con todos los medios a mi alcance, aunque sólo sea para que se quede tranquila, señorita Jones.
Francis pensó de nuevo que cada palabra decía una cosa pero quería decir otra.
– Voy a quedarme aquí hasta obtener algunas respuestas -aseguró Lucy.
Gulptilil asintió despacio. Esbozó una sonrisa forzada.
– Puede que aquí no seamos especialmente buenos en proporcionar respuestas -comentó-. Las preguntas abundan, pero lograr soluciones es más difícil. Y, por supuesto, no con la clase de precisión legal que yo diría que usted desea, señorita Jones. Aun así -prosiguió-, nos pondremos a su entera disposición, en la medida de lo posible.
– Para llevar a cabo una investigación como es debido -repuso Lucy-, como usted muy bien indicaba, necesitaré algo de ayuda. Y acceso a todo y a todos.
– Permítame que se lo recuerde otra vez: esto es un hospital psiquiátrico -replicó el médico-. Nuestra tarea es muy diferente a la suya. E imagino que podrían entrar en conflicto. O, por lo menos, esa posibilidad existe. Su presencia no puede perturbar el funcionamiento del centro, ni ser tan abrumadora que altere la frágil situación de muchos pacientes. -Hizo una pausa y la miró con una mueca-. Pondremos las historias clínicas a su disposición, si lo desea -prosiguió-. Pero en cuanto a las salas y a interrogar a posibles testigos o sospechosos… bueno, no estamos preparados para ayudarla en eso. Después de todo, nuestra función consiste en ayudar a personas aquejadas de una enfermedad grave y a menudo limitadora de sus capacidades. Nuestro enfoque es terapéutico, no policial. No tenemos a nadie con la clase de experiencia que, en mi opinión, se necesita…
– Eso no es cierto -masculló Peter el Bombero. Sus palabras paralizaron a todo el mundo y provocaron un silencio tenso. Entonces añadió con voz firme y segura -: Yo la tengo.
Segunda parte. UN MUNDO DE HISTORIAS
10
Tenía la mano acalambrada y dolorida, como mi existencia. Sujeté con fuerza el lápiz, como si fuera una especie de cuerda de salvamento que me amarraba a la cordura. O acaso a la locura. Cada vez me costaba más distinguirlas. Las palabras que había escrito en las paredes que me rodeaban temblaban, como las reverberaciones del calor sobre el asfalto de una carretera un mediodía de verano. A veces veía el hospital como un universo completo en sí mismo, en que todos éramos pequeños planetas mantenidos en su sitio por fuerzas gravitacionales invisibles, y que nos movíamos por el espacio trazando nuestra propia órbita, aunque interdependientes; relacionados unos con otros, aunque separados. Si se reúnen personas por cualquier motivo, en una cárcel, en un cuartel, en un partido de baloncesto, en una reunión del Lions' Club, en un estreno de Hollywood, en un mitin sindical o en una sesión del consejo escolar, hay un objetivo común, un vínculo compartido. Pero eso no era tan cierto para nosotros, porque el único lazo real que nos unía era un singular deseo de ser distintos a lo que éramos, y para muchos de nosotros ése era un sueño que parecía inalcanzable. Y supongo que para los que el hospital se había tragado hacía años, ni siquiera era una preferencia. A muchos de nosotros nos asustaba el mundo exterior y los misterios que contenía, tanto que estábamos dispuestos a correr el riesgo de cualquier peligro que acechara entre las paredes del hospital. Todos éramos islas, con nuestras propias historias, juntas en un sitio que se volvía con rapidez cada vez más inseguro.
Negro Grande me dijo una vez, mientras estábamos tranquilamente en un pasillo durante uno de los muchos momentos en que no había nada que hacer salvo esperar a que pasara algo, aunque rara vez pasaba, que los hijos adolescentes de las personas que trabajaban en el hospital y vivían en sus terrenos tenían un método para sus citas del sábado por la noche: bajaban a pie al campus de la universidad cercana para que los recogieran o los dejaran. Y cuando les preguntaban, decían que sus padres trabajaban ahí, pero señalaban la universidad, no colina arriba, donde todos pasábamos nuestros días y nuestras noches. Nuestra locura era su estigma. Era como si temieran contagiarse de nuestras enfermedades. Eso me parecía razonable. ¿Quién querría ser como nosotros? ¿ Quién querría estar asociado con nuestro mundo?
La respuesta a eso era escalofriante: una persona.
El ángel.
Inspiré hondo y, exhalé, dejando que el aire me silbara entre los dientes. No me había permitido pensar en él desde hacía años. Miré lo que había escrito y comprendí que no podría contar todas esas historias sin explicar también la suya, y eso me puso muy nervioso. Un viejo desasosiego y un antiguo temor se apoderaron de mí.
Y entonces él entró en la habitación.
No como un vecino o un amigo, ni siquiera como un convidado de piedra, sino como un fantasma. No se abrió la puerta, no se ofreció ningún asiento, no hubo presentaciones. Pero, aun así, estaba ahí. Me volví, primero a un lado y después a otro, para intentar distinguirlo del aire que me rodeaba, pero no pude. Era del color del viento. Unas voces que no había oído en muchos meses, voces que se habían acallado en mi interior, empezaron de pronto a gritar advertencias que me resonaban en la cabeza. Pero era como si su mensaje estuviera en un idioma extranjero; ya no sabía cómo escuchar. Tuve la sensación horrible de que algo inaprensible pero crucial se había descompuesto de repente, y que el peligro estaba muy cerca. Tan cerca que podía notar su aliento en la nuca.
Se produjo un silencio momentáneo en el despacho. El sonido de un teclado llegó de repente a través de la puerta cerrada. En algún sitio del edificio de administración, un paciente angustiado soltó un alarido largo y lastimero, pero se desvaneció como el ladrido de un perro lejano. Peter el Bombero se situó en el borde de la silla, del mismo modo que un niño ansioso que sabe la respuesta a una pregunta del profesor.
– Correcto -asintió Lucy Jones en voz baja.
Esas palabras sólo parecieron infundir vigor al silencio.
Siendo un hombre con formación psiquiátrica, Gulptilil poseía sagacidad política, quizás incluso más allá de su actividad profesional. Dedicó un momento a valorar el aspecto del extraño grupo reunido en su despacho.
Como muchos médicos de la psique, tenía una habilidad asombrosa para examinar el momento con distanciamiento emocional, casi como si estuviera en una torre de vigilancia observando un patio. A su lado vio a una mujer joven con una sólida convicción y unas prioridades muy distintas a las suyas. Tenía unas cicatrices que parecían refulgir de acaloramiento. Frente a él vio al paciente que estaba mucho menos loco que los demás y, no obstante, más condenado, con la posible excepción del hombre que la joven buscaba con tanto ahínco, si realmente existía, cosa que el doctor Gulptilil dudaba. También observó a Francis, y pensó que era probable que se viera arrastrado por la fuerza de los otros dos, lo que no le parecía necesariamente positivo.
Gulptilil se aclaró la garganta y se revolvió en el asiento. Podía detectar los posibles problemas que debería afrontar. Los problemas poseían una cualidad explosiva a la que él dedicaba gran parte de su tiempo y energía a combatir. No era que disfrutara especialmente de su trabajo de director psiquiátrico del hospital, pero procedía de una tradición de deber, unida a un compromiso casi religioso con el trabajo constante, y trabajar para el Estado reunía muchas virtudes que él consideraba primordiales, como una paga semanal regular y las prestaciones que la acompañaban, y carecía del riesgo que suponía abrir su propia consulta y esperar que una cantidad suficiente de neuróticos locales empezaran a pedirle hora.