– Lo que creo, señorita Jones, es que no está dispuesta a ver circunstancias que contradigan lo que usted desea encontrar. Se ha producido una muerte desafortunada. Se avisó de inmediato a las autoridades competentes. Se examinó el escenario del crimen. Se interrogó a los testigos. Se obtuvieron pruebas. Se practicó una detención. Todo eso se hizo conforme al procedimiento y a la forma. Parece que sería el momento de dejar que tuviera lugar el proceso judicial y ver qué se decide.
Lucy asintió y consideró su respuesta.
– ¿Le suenan los nombres de Frederick Abberline y sir Robert Anderson, doctor?
Tomapastillas arrugó el entrecejo. Francis vio cómo hojeaba el índice de su memoria sin obtener resultado. Era la clase de fallo que Gulptilil detestaba. Era un hombre que se negaba a mostrar cualquier carencia, por nimia o insignificante que fuera. Se revolvió en el asiento, carraspeó una o dos veces y respondió meneando la cabeza.
– No, lo siento. Esos nombres no me dicen nada. ¿Cuál es su relación con esta discusión, si puede saberse?
– Quizá, doctor, le resulte más familiar un coetáneo de ellos -repuso
Lucy en lugar de contestar directamente-. Un caballero conocido
como Jack el Destripador.
– Por supuesto. -Gulptilil entornó los ojos-. Se lo menciona en notas a pie de página en varios textos médicos y psiquiátricos, sobre todo debido a la ferocidad y notoriedad de sus crímenes. Pero los otros…
– Abberline era el inspector encargado de investigar los asesinatos de Whitechapel en 1888. Anderson era su supervisor. ¿Está familiarizado con esos hechos?
– Hasta los niños conocen a Jack el Destripador -replicó el medico, y se encogió de hombros-. Incluso ha dado lugar a novelas y películas.
– Sus crímenes dominaban las noticias -prosiguió Lucy-. Atemorizaban a la población. Se convirtió en una especie de referencia contra la que muchos crímenes parecidos se siguen comparando hoy en día, aunque en realidad se limitaron a un área bien definida y a una clase muy concreta de víctimas. El pánico que provocaron era desproporcionado con respecto a su impacto real, lo mismo que su impacto en la historia. En el Londres actual se puede hacer una visita guiada en autobús por los lugares de los asesinatos. Y existen grupos de debate que siguen investigando los crímenes. Casi cien años después, la gente sigue morbosamente fascinada. Todavía quiere saber quién era Jack.
– ¿Cuál es el propósito de esta lección de historia, señorita Jones? Quiere decirnos algo, pero creo que no sabemos muy bien qué.
A Lucy no pareció importarle esta reacción negativa.
– ¿Sabe qué ha intrigado siempre a los criminólogos de los crímenes de Jack el Destripador, doctor?
– No.
– Que terminaron tan de repente como empezaron.
– ¿Sí?
– Como un grifo de terror abierto y, después, cerrado. Clic. Así, sin más.
– Interesante, pero…
– Dígame, doctor, según su experiencia, ¿las personas dominadas por su compulsión sexual, sobre todo para cometer crímenes espantosos, cada vez más brutales, y que encuentran plena satisfacción en sus actos, paran espontáneamente?
– No soy psiquiatra forense, señorita Jones.
– Pero según su experiencia, doctor…
– Sospecho, señorita Jones -respondió con tono de superioridad a la vez que sacudía la cabeza-, que usted sabe tan bien como yo que la respuesta a esa pregunta es que no. Un psicópata homicida no puede poner término a sus crímenes. Por lo menos no voluntariamente, aunque a algunos de ellos la excesiva culpa les lleva a suicidarse. Éstos, por desgracia, son minoría. Por lo general, los asesinos reincidentes sólo se detienen debido a alguna circunstancia externa.
– Sí, cierto. Anderson y Abberline barajaron tres posibilidades para el cese de los crímenes de Jack el Destripador en Londres. La primera, que hubiera emigrado a América (poco probable pero posible), aunque no hay constancia de asesinatos de ese tipo en Estados Unidos. La segunda, que hubiese muerto, bien por suicidio o a manos de alguien, lo que tampoco era demasiado probable. En la era victoriana, el suicidio no era muy frecuente, y tendríamos que suponer que a Jack el Destripador lo atormentaba su propia maldad, algo de lo que no existe ningún indicio. La tercera era una posibilidad más realista.
– ¿Cuál?
– Que Jack hubiese sido recluido en un hospital psiquiátrico e, incapaz de salir de allí, permaneció para siempre tras sus gruesas paredes. -Hizo una pausa antes de preguntar-: ¿Son muy gruesas aquí las paredes, doctor?
Tomapastillas reaccionó poniéndose de pie.
– ¡Lo que está sugiriendo, señorita Jones, es espantoso! -Tenía el rostro crispado-. ¡Imposible! ¡Que algún Destripador actual esté aquí, en este hospital!
– ¿Dónde podría esconderse mejor? -preguntó la fiscal en voz baja.
Tomapastillas se esforzaba por recobrar la compostura.
– ¡La idea de que un asesino, aunque sea inteligente, pudiera ocultar sus verdaderas pulsiones a todo el personal del hospital es ridícula! Puede que eso fuera posible en el siglo XIX, cuando la psicología estaba aún en mantillas. ¡Pero no en la actualidad! Exigiría una fuerza de voluntad constante, una sofisticación y un conocimiento de la naturaleza humana muy superiores a los que puedan tener nuestros pacientes. Su sugerencia es simplemente imposible. -Pronunció estas palabras con una contundencia que ocultaba sus temores.
Lucy fue a responder pero se detuvo. En lugar de eso, se inclinó para recoger la cartera de piel. Rebuscó en su interior y se volvió hacia Francis.
– ¿Cómo llamabais a la enfermera asesinada? -preguntó.
– Rubita -dijo Francis.
Lucy Jones asintió.
– Sí. Parece acertado. Y llevaba el pelo corto… -Mientras hablaba, casi consigo misma, sacó un sobre de la cartera, del que extrajo una serie de fotografías en color de veinte por veinticinco. Se las puso en el regazo y las fue pasando hasta elegir una, que lanzó por la mesa hacia Tomapastillas-. Hace dieciocho meses -anunció mientras la fotografía se deslizaba por la superficie de madera.
Otra fotografía surgió del montón.
– Hace catorce meses.
Y una tercera.
– Hace diez meses.
Francis estiró el cuello y vio que en cada fotografía aparecía una mujer joven. Observó las marcas de sangre en la garganta de cada una de ellas. Observó las ropas arrancadas y cambiadas de sitio. Observó sus ojos abiertos al horror. Todas eran Rubita, y Rubita era cada una de ellas. Eran diferentes pero iguales. Francis se acercó más cuando otras tres fotografías resbalaron por la mesa. Eran primeros planos de la mano derecha de cada víctima. A la primera le faltaba una falange de un dedo; a la segunda, dos; y a la tercera, tres.
Desvió la mirada hacia a Lucy Jones, que había entrecerrado los ojos y exhibía una expresión tensa. Francis pensó que resplandecía un momento con una intensidad a la vez incandescente y gélida.
La joven inspiró despacio y habló con voz dura, baja:
– Voy a encontrar a este hombre, doctor.
Tomapastillas contempló con impotencia las fotografías. Francis se dio cuenta de que estaba evaluando la gravedad de la situación. Pasado un momento, reunió todas las fotografías, como un tahúr hace con las cartas después de barajadas pero sabiendo muy bien dónde está el as de picas. Dio golpecitos con el mazo en la mesa para igualar todos los bordes. A continuación, las devolvió a Lucy.
– Sí -admitió-, creo que lo hará. O al menos lo intentará.
Francis no pensó que Tomapastillas quisiera decir realmente lo que decía. Pero después recapacitó: quizá sí quería decir realmente algunas de las cosas que decía, mientras que otras no. Decidir cuáles era muy difícil.
El médico volvió a su asiento. Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Miró a la joven fiscal y arqueó sus pobladas cejas negras, como si previera otra pregunta.