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Peter se quitó el uniforme de auxiliar antes de entrar en el edificio Amherst. Negro Chico dobló los pantalones y la chaqueta y se los puso bajo el brazo, mientras Peter se ponía unos vaqueros arrugados.
– Los esconderé hasta que Gulptilil haya terminado las rondas y podamos volver a lo nuestro -dijo el enjuto auxiliar, y añadió-: ¿Vas a contar a la señorita Jones lo que vimos y dónde lo vimos?
– En cuanto el señor del Mal se separe de ella.
– Se enterará -auguró Negro Chico con una mueca-. De un modo u otro. Siempre lo hace. Antes o después parece saber todo lo que pasa en el hospital.
Peter consideró interesante esa información pero no comentó nada. Negro Chico pareció indeciso un instante.
– ¿Qué vamos a hacer con un hombre que tiene escondida una camiseta manchada de sangre que no creemos que sea suya?
– De momento, guardar silencio y mantenerlo en secreto -respondió Peter-. Por lo menos hasta que la señorita Jones decida cómo proceder. Tenemos que tener mucho cuidado. Al fin y al cabo, el hombre en cuya cama estaba la camiseta está hablando con ella en este momento.
– ¿Crees que ella averiguará algo al hablar con él?
– No lo sé.
Ambos eran conscientes de lo que acababan de descubrir. Una camiseta manchada de sangre podía causar muchas dificultades. Peter se mesó el cabello mientras consideraba la situación. Tenía que ser precavido y agresivo a la vez. Su primera idea fue técnica: cómo aislar a aquel hombre y cómo desenmascararlo. Se percató de que había mucho que
hacer ahora que tenían un verdadero sospechoso. Pero toda su formación le sugería un enfoque cauto, aunque eso contradecía su propio carácter. Sonrió al reconocer el familiar dilema al que se había enfrentado toda su vida, el equilibrio entre los pequeños pasos y las zambullidas de cabeza. Sabía que estaba donde estaba, por lo menos en parte, por haber sido incapaz de dudar.
En el pasillo frente al despacho donde Lucy efectuaba los interrogatorios, el más corpulento de los Moses vigilaba a un paciente que rivalizaba con él en cuanto a tamaño, y quizá también en cuanto a fuerza, aunque si este detalle le preocupaba, no lo demostraba. El hombre se balanceaba atrás y adelante, un poco como un coche encallado en el barro que va cambiando de marcha hasta encontrar la que le permita salir. Cuando divisó a Peter y a su hermano, dio un empujoncito al hombre.
– Tenemos que acompañar a este caballero de vuelta a Williams -dijo cuando se acercaron. Miró a su hermano y añadió-: Tomapastillas está haciendo rondas en el tercer piso.
Peter no esperó a que los auxiliares le dijeran qué hacer.
– Esperaré aquí a la señorita Jones -anunció. Se apoyó contra la pared y, al hacerlo, intentó analizar al hombre que estaba con Negro Grande. Procuró mirarlo a los ojos, juzgar su pose, su aspecto, como si pudiera ver su interior. Un hombre que podía ser un asesino.
Mientras adoptaba un aire despreocupado y el de paciente y los auxiliares se disponían a marcharse, susurró entre dientes:
– Hola, ángel. Sé quién eres.
Ninguno de los hermanos Moses pareció oírlo.
Ni tampoco el paciente. Se fue arrastrando los pies detrás de los Moses, como si no se hubiera enterado de nada. Se movía como un hombre con las manos y las piernas sujetas, con pasos cortos e irregulares, aunque no había nada que le limitara el movimiento.
Peter los observó desaparecer por la puerta principal antes de dirigirse al despacho de Lucy. No sabía muy bien cómo interpretar lo que acababa de pasar.
En ese momento Lucy salió, seguida por el señor del Mal, que le hablaba con énfasis, y por Francis, rezagado como para distanciarse del psicólogo. Peter vio que su amigo tenía una expresión preocupada. Parecía más ligero, pero cuando el joven vio a Peter, pareció recuperarse y se acercó a él. Al mismo tiempo, Peter vio que Gulptilil accedía al pasillo desde la escalera del otro lado, a la cabeza de varios miembros del personal con blocs y lápices para hacer anotaciones. Cleo, con un cigarrillo colgando del labio inferior, se levantó de una silla desvencijada, y salió al encuentro del director médico.
– ¡Ah, doctor! -Su voz sonó casi como un grito-. ¿Qué piensa hacer sobre las raciones insuficientes que se sirven en las comidas? No creo que las autoridades planearan matarnos de hambre cuando nos enviaron aquí. Tengo amigos que tienen amigos que conocen a personas influyentes, y podrían hablar al gobernador sobre cuestiones de salud mental…
Tomapastillas se detuvo. El grupo de médicos internos y residentes le imitó como el coro de un espectáculo de Broadway.
– Ah, Cleo -respondió el médico con afectación-. No sabía que hubiera algún problema, ni que te hubieras quejado. Pero no creo que sea necesario involucrar al gobernador en esta cuestión. Hablaré con el personal de la cocina y me aseguraré de que todo el mundo reciba todo lo que necesite en las comidas.
Cleo, sin embargo, sólo estaba empezando.
– Las palas de ping-pong están viejas -prosiguió, tomando impulso con cada palabra-. Habría que cambiarlas. Las pelotas suelen estar resquebrajadas, de modo que no sirven para nada, y las redes están deshilachadas y remendadas con cordel. La mesa está combada e inestable. Dígame, doctor, ¿cómo va a mejorar uno su juego con un equipamiento que ni siquiera reúne los requisitos mínimos de la Aso ciación de Tenis de Mesa de Estados Unidos?
– Pues, no era consciente de que existiera ese problema. Revisaré el presupuesto de ocio para ver si hay fondos para solucionarlo.
Aunque eso habría apaciguado a algunos, Cleo no había terminado.
– Por la noche hay demasiado ruido en los dormitorios para poder descansar bien. Demasiado. Dormir es fundamental para el bienestar y el progreso general hacia la salud. Las autoridades sanitarias recomiendan ocho horas de sueño ininterrumpido al día como mínimo. Y además necesitamos más espacio. Mucho más espacio. Hay presos en el corredor de la muerte con más espacio que nosotros. La masificación está descontrolada. Y necesitamos más papel higiénico en los lavabos. Mucho más papel higiénico. -Ya era un torrente de quejas-. ¿Y por qué no hay más auxiliares para ayudar a la gente de noche, cuando tenemos pesadillas? Cada noche, alguien grita pidiendo ayuda. Pesadillas, pesadillas, pesadillas. Llamas y llamas, gritas y nadie viene. Eso está mal. Es una putada.
– Como muchas instituciones estatales, tenemos problemas de personal, Cleo -respondió el médico con tono condescendiente-. Tendré en cuenta tus quejas y sugerencias, y veré si podemos hacer algo. Pero si el reducido personal que trabaja en el turno de noche tuviera que responder a todos los gritos que oye, acabaría extenuado en una o dos noches, Cleo. Me temo que las pesadillas son algo con lo que tenemos que aprender a vivir de vez en cuando.
– Eso no es justo. Con todos los medicamentos que nos meten en el cuerpo, deberían encontrar algo para que la gente duerma sin demasiada agitación. -Cleo parecía hincharse a medida que hablaba con una altivez majestuosa, una María Antonieta del edifico Amherst.
– Consultaré la guía médica para buscar algún fármaco adicional -mintió el médico-. ¿Alguna otra cuestión?
Cleo pareció un poco frustrada, pero, casi con la misma rapidez, su expresión se volvió bastante maliciosa.
– Sí -dijo-. Quiero saber qué le está pasando al pobre Larguirucho. -Y señaló a Lucy, que esperaba pacientemente a un lado del pasillo-. Y quiero saber si ha encontrado al verdadero asesino.
Las palabras resonaron en el pasillo.
– Larguirucho sigue incomunicado, acusado de homicidio en primer grado -respondió Gulptilil con una sonrisa lánguida-. Ya te lo había explicado antes. Su abogado solicitó la libertad bajo fianza, pero, como era de esperar, fue denegada. Se le ha asignado un abogado de oficio, y sigue recibiendo su medicación. Está retenido en la cárcel del condado, a la espera de una vista. Según me han dicho, está animado…