Evans volvió a mirar el expediente.
– Sí, sí -asintió con rapidez-. Ya lo veo. Pero, a menudo, lo que se consigna en un expediente no es una relación exacta de los hechos. En el caso de este hombre, la niña era la hija de un vecino que había jugado con él de forma provocativa y que, sin duda, tiene sus propios problemas. Su familia prefirió no presentar cargos. Y el otro caso era su propia madre, a la que empujó en una riña originada en que él se negó a efectuar una tarea doméstica. La mujer se golpeó la cabeza contra el borde de una mesa y tuvo que ir al hospital. Fue un momento en que no fue consciente de su fuerza. Creo también que carece de la clase de inteligencia criminal que usted está buscando, porque, y corríjame si me equivoco, según su teoría, el asesino es un hombre bastante astuto.
Lucy recuperó la carpeta de manos de Evans y miró a Negro Grande.
– Ya puede devolverlo a su dormitorio -le dijo-. El señor Evans tiene razón.
El auxiliar tomó por el codo al hombre para ayudarlo a levantarse.
– Muchas gracias -dijo Lucy al paciente, que no pareció entender ni una palabra, aunque saludó con una mano y esbozó una sonrisa de oreja a oreja antes de marcharse diligentemente detrás de Negro Grande. Su sonrisa no flaqueó ni un instante.
– Vamos demasiado lento -suspiró Lucy, y se recostó en su silla.
– Siempre tuve mis dudas sobre su método -replicó Evans.
Francis notó que Lucy iba a decir algo y, entonces, oyó dos o tres voces que le gritaban a la vez: ¡Díselo! ¡Adelante, díselo! Así que se inclinó hacia delante y habló por primera vez desde hacía horas:
– No pasa nada, Lucy -aseguró despacio. Y añadió-: No se trata de eso.
Evans lo miró, molesto por su intervención, como si lo hubiera interrumpido.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Lucy.
– No se trata de lo que los pacientes dicen -aclaró Francis-. En realidad, no tienen sentido las preguntas que puedas hacerles sobre la noche del asesinato, dónde estaban, si conocían a Rubita o si tienen un pasado violento. No importa lo que les preguntes sobre esa noche, ni sobre quiénes son. Eso no es lo importante. Digan lo que digan, oigan lo que oigan, respondan lo que respondan, no son las palabras lo que deberías escuchar.
Evans movió la mano con desdén.
– ¿Crees que nada de lo que dicen es importante, Pajarillo? Entonces, ¿para qué estamos aquí?
Francis se encogió en la silla, temeroso de contradecir al señor del Mal. Sabía que había algunos hombres que acumulaban los desaires y las afrentas, y se las cobraban al cabo de un tiempo, y Evans era uno de ellos.
– Las palabras no significan nada -dijo en voz baja-. Tendremos que hablar otro lenguaje para encontrar al ángel. Una forma distinta de comunicación. Y una de las personas que crucen por esta puerta lo hablará. Sólo tenemos que reconocerlo cuando llegue. Pero no será exactamente lo que esperamos.
Evans resopló y tomó su libreta para efectuar una anotación breve. Lucy Jones iba a responder a Francis, pero vio al psicólogo y le dijo:
– ¿Qué ha escrito?
– Nada importante.
– Hombre -insistió ella-, tiene que haber sido algo. Un recordatorio de comprar leche al volver a casa. La decisión de buscar un nuevo empleo. Una máxima, un juego de palabras, unos ripios o unos versos. Pero era algo. ¿Qué?
– Una observación sobre su amigo -respondió Evans, inexpresivo-. Una nota que indica que Francis sigue teniendo delirios. Como lo demuestra lo que ha dicho sobre crear alguna especie de lenguaje nuevo.
Lucy iba a replicar que ella había comprendido todo lo que Francis había dicho, pero se detuvo. Dirigió una mirada rápida al joven y pudo ver que cada palabra de Evans se había filtrado en sus miedos. Se dijo que era mejor no decir nada porque eso sólo empeoraría las cosas.
Aunque no podía imaginar cómo las cosas podrían ser peor para Francis.
– Veamos, ¿a quién le toca ahora? -dijo.
– ¡Oye, Bombero! -exclamó Negro Chico con voz baja pero apremiante-. Date prisa. -Consultó el reloj y le dio unos golpecitos con el índice-. Tenemos que irnos.
Peter estaba registrando la ropa de cama de uno de los posibles sospechosos.
– ¿Qué prisa hay? -preguntó.
– Tomapastillas. Suele hacer las rondas de mediodía muy pronto, y tienes que estar de vuelta en Amherst, sin esa ropa, antes de que empiece a recorrer el hospital y te vea en algún sitio donde no deberías estar vestido como no deberías.
Peter asintió. Deslizó las manos bajo la cama para palpar el colchón. Uno de sus temores era que el ángel hubiera abierto el colchón para esconder el arma y sus souvenirs en su interior. Eso era lo que él habría hecho si tuviera objetos que quisiera ocultar a los auxiliares, las enfermeras o a cualquier otro curioso.
No encontró nada y sacudió la cabeza.
– ¿Has terminado? -preguntó Negro Chico.
Peter siguió repasando el colchón, palpando cada forma y cada bulto. Los pacientes lo contemplaban desde el otro lado de la habitación. Negro Chico los intimidaba y algunos se habían encogido en el rincón, apretados contra la pared. Otros estaban sentados en el borde de la cama con expresión ausente, mirando al vacío, como si el mundo que habitaban estuviera en otra parte.
– Casi -farfulló Peter, y el auxiliar volvió a dar golpecitos a su reloj.
La cama estaba limpia. Nada sospechoso. Sólo faltaba un rápido registro de las pertenencias del hombre, que estaban en un arcón bajo la cama. Lo sacó y revolvió su interior, sin encontrar nada más sospechoso que unos calcetines necesitados de un lavado urgente. Estaba a punto de dejarlo cuando algo le llamó la atención.
Era una camiseta blanca, doblada y puesta cerca del fondo del arcón. Una de esas baratas que se venden en las tiendas de saldos y que muchos pacientes llevaban bajo una camisa de invierno gruesa durante los meses más fríos. Pero no fue eso lo que llamó su atención.
La camiseta tenía una mancha rojo oscuro en la parte delantera.
Había visto antes manchas como ésa. En su formación como investigador de incendios provocados y en la selva de Vietnam.
Peter sostuvo unos segundos la camiseta y palpó la tela como si tocándola pudiera averiguar algo más. Negro Chico lo urgió:
– Tenemos que irnos ya, Peter. No quiero tener que dar explicaciones, y mucho menos al gran jefe, si no es necesario.
– Señor Moses -dijo Peter-. Mire esto.
El auxiliar se acercó para echar un vistazo por encima del hombro de Peter. Éste no dijo nada, pero oyó cómo el negro silbaba bajo.
– Parece sangre, Peter -comentó-. Tiene toda la pinta de serlo.
– Es lo que pensé.
– ¿No es una de las cosas que estamos buscando?
– Sí -asintió Peter.
Dobló con cuidado la camiseta tal como estaba y la dejó en el mismo sitio. Metió el arcón bajo la cama, con la esperanza de que no se notara que alguien lo había tocado.
– Vamos -dijo luego. Observó el reducido grupo de hombres al otro lado de la habitación, pero le resultó imposible deducir de sus miradas vacías si sospechaban algo.