Así que apartó a un lado el cuerpo del ángel.
– Aguanta -susurró al oído de Peter, aunque no creyó que el Bombero pudiera oírlo.
Lo agarró por las axilas para tirar de él y, como un niño que ha soltado la mano de su madre, despacio y vacilante, empezó a arrastrarlo por el sótano en busca de la luz y la salida, con la esperanza de encontrar ayuda en alguna parte.
35
El ruido en mi apartamento había ido aumentando de intensidad con el recuerdo, con la rabia. Sentía que el ángel me ahogaba, me arañaba. Los años de silencio se enconaban, y su furia era infinita. Me acobardé al sentir sus golpes en la cabeza y los hombros, me desgarraban el corazón y los pensamientos. Yo gritaba y sollozaba, y las lágrimas me resbalaban por la cara, pero nada de lo que decía parecía causar ningún efecto ni tener ningún sentido. El ángel era inexorable, imparable. Yo había ayudado a matarlo aquella noche, hacía tantos años, y ahora él había venido a vengarse y sería imposible disuadirlo. Pensé que debía de ser lo equitativo, en un sentido perverso. No había tenido ningún derecho a sobrevivir aquella noche en los túneles del hospital, y el ángel ahora reclamaba la victoria que en realidad siempre había sido suya. En el fondo, él siempre había estado conmigo y, por mucho que yo hubiera peleado entonces y por mucho que peleara ahora, jamás había tenido ninguna oportunidad frente a su oscuridad.
Me revolví, lancé una silla a su figura fantasmagórica, al otro lado de la habitación, y vi cómo la madera se partía con estrépito. Grité desafiante mientras evaluaba los escasos recursos que me quedaban, con la absurda esperanza de que aún lograría terminar mi historia escribiendo en el reducido espacio que, en la parte inferior de la pared, aguardaba mis últimas palabras.
Me arrastré por el suelo, igual que aquella noche.
Detrás de mí, oí que llamaban a la puerta de modo repetido y enérgico. Eran voces que me resultaban conocidas pero lejanas, como si me llegaran desde una gran distancia, a través de alguna divisoria que jamás conseguiría cruzar. No creí que fuesen reales. Aun así, grité:
– ¡Marchaos! ¡Dejadme en paz!
Todas esas cosas se habían mezclado en mi mente, y las maldiciones y los gritos del ángel me impedían escuchar los gritos que procedieran de cualquier parte que no fueran los pocos metros cuadrados que configuraban mi mundo.
Había tirado de Peter, lo había arrastrado por el sótano para alejarnos del cadáver del asesino. Tanteaba el camino y apartaba cualquier obstáculo, sin saber si realmente iba en la dirección adecuada. Cada paso recorrido acercaba a Peter a la seguridad, pero también a la muerte, como si fueran dos líneas convergentes trazadas en un gran gráfico, y cuando se encontraran, yo perdería la apuesta y él moriría. Me quedaban pocas esperanzas de que alguno de los dos fuera a sobrevivir, de modo que, cuando vi que una puerta se abría y que un rayo de luz disipaba la oscuridad, hice un último esfuerzo con los dientes apretados. El ángel bramó detrás de mí, pero eso era ahora, porque aquella noche estaba muerto. Alargué la mano hacia la pared y pensé que, aunque fuera a morir al cabo de pocos minutos, por lo menos tenía que contar cómo alcé los ojos y distinguí la inconfundible figura de Negro Grande recortada contra la pequeña franja de luz, y oí su voz llamándome:
– ¿Francis? ¿Pajarillo? ¿Estás ahí?
– ¿Francis? -llamó Negro Grande, de pie en la puerta que daba al sótano de la central de calefacción y suministro eléctrico con su zona de almacén y los túneles que se entrecruzaban bajo los terrenos del hospital. Su hermano estaba a su lado, y el doctor Gulptilil detrás de ellos-. ¿Pajarillo? ¿Estás ahí?
Antes de que pudiera accionar el interruptor de la luz de la desvencijada escalera, oyó una voz débil pero conocida entre las sombras.
– Señor Moses, ayúdenos, por favor…
Ninguno de los hermanos dudó. El grito lastimoso y aflautado que rasgó la negrura que había a sus pies les dijo todo lo que necesitaban saber. Bajaron disparados hacia Francis mientras Gulptilil, un poco a regañadientes, localizaba por fin el interruptor y encendía la luz.
Lo que vio, bajo el brillo tenue de una bombilla desnuda, lo dejó de una pieza. Entre los desechos y el equipo abandonado, Francis, cubierto de sangre y suciedad, intentaba avanzar tirando de Peter, que parecía malherido y se presionaba con la mano una herida sangrante en el costado que había dejado un espantoso rastro rojo en el suelo de cemento. Gulptilil se sobresaltó al distinguir a un tercer paciente más al fondo, con los ojos abiertos debido a la sorpresa y la muerte, y con un cuchillo clavado hasta la empuñadura en el pecho.
– ¡Dios mío! -exclamó el médico, y se apresuró a reunirse con los Moses, que ya estaban ayudando a Peter y Francis.
. -Estoy bien, estoy bien. Atiéndanlo a él -repetía Francis una y otra vez. Aunque no estaba nada seguro de encontrarse bien, ése era el único pensamiento que el agotamiento y el alivio le permitían tener.
Negro Grande lo captó todo de un vistazo y, tras agacharse junto a Peter, le apartó los jirones de la camisa para comprobar el alcance de su herida. Negro Chico se situó junto a Francis y lo examinó deprisa en busca de posibles heridas, a pesar de sus negativas con la cabeza y sus protestas.
– No te muevas, Pajarillo -le pidió-. Tengo que asegurarme de que estás bien. -A continuación, hizo un gesto hacia el ángel y susurró-: Creo que lo has hecho muy bien esta noche. No importa lo que pueda decir nadie.
Cuando comprobó que Francis no estaba malherido, se volvió para ayudar a su hermano.
– ¿Es muy grave? -preguntó Tomapastillas, junto a los dos auxiliares y con los ojos puestos en Peter.
– Bastante -respondió Negro Grande-. Tiene que ir al hospital enseguida.
– ¿Podemos llevarlo arriba? -quiso saber Gulptilil.
El auxiliar se limitó a agacharse y pasar los dos brazos por debajo del cuerpo maltrecho de Peter para levantarlo del suelo y, con un esfuerzo y un gruñido, lo cargó escaleras arriba hacia la zona principal de la central de calefacción, como un novio que cruzara el umbral con la novia en brazos. Una vez allí, se arrodilló y con cuidado lo dejó en el suelo.
– Tenemos que pedir ayuda enseguida -dijo.
– Ya lo veo -dijo el director médico, que ya había cogido el viejo teléfono negro de disco de un mostrador y marcaba un número-. ¿Seguridad? Soy el doctor Gulptilil. Necesito otra ambulancia. Sí, exacto, otra ambulancia, y la necesito de inmediato en la central de calefacción y suministro eléctrico. Sí, es cuestión de vida o muerte.
Colgó.
Francis había seguido a Negro Grande y estaba junto a su hermano, que estaba hablando con Peter y le instaba a aguantar y le recordaba que la ambulancia ya estaba de camino y que no debía morir esa noche después de todo lo que había pasado. Su tono tranquilizador provocó una sonrisa en el rostro de Peter, a pesar de todo el dolor, el shock y la sensación de que la vida se le escapaba. Sin embargo, no dijo nada. El auxiliar se quitó su chaqueta blanca, la dobló y se la colocó como un pañuelo en la herida del costado.
– La ayuda ya está de camino, Peter -le dijo Gulptilil, inclinado hacia él, pero ninguno de los presentes pudo saber si el Bombero lo oyó o no.
Gulptilil suspiró y, mientras esperaban, empezó a evaluar el daño que se había producido esa noche. Afirmar que era un desastre era minimizar los hechos. Sólo sabía que le esperaba una engorrosa serie de informes, investigaciones y preguntas duras que exigirían respuestas difíciles. Tenía una fiscal de camino al hospital local con unas heridas terribles que ningún médico de urgencias iba a mantener en secreto, lo que significaba que tendría un detective en el hospital en cuestión de horas. Tenía un paciente, de considerable fama y de notable interés para gente importante, que se desangraba en el suelo, al borde de la muerte, pocas horas antes de que se le trasladara a otro Estado en secreto. Y encima tenía un tercer paciente, éste muerto, asesinado sin duda por el paciente famoso y su amigo esquizofrénico.