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Había reconocido a ese tercer paciente y sabía que en su historia clínica se leía claramente de su propio puño y letra: «Retraso profundo. Catatónico. Diagnóstico reservado. Tratamiento de larga duración.» Sabía también que una anotación mencionaba que había recibido varios permisos de fin de semana bajo la custodia de su madre y una tía.

Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que su carrera dependía de lo que decidiera hacer en los próximos minutos. Por segunda vez esa noche, oyó el sonido lejano de una sirena, lo que imprimía urgencia a su decisión.

– Vivirás, Peter -musitó tras suspirar. No sabía si era cierto, pero sí que era importante. A continuación, se dirigió a los hermanos Moses-. Esta noche no ha existido -les dijo con frialdad-. ¿Entendido?

Los dos auxiliares se miraron entre sí y asintieron.

– Será difícil que la gente no vea ciertas cosas -replicó Negro Chico.

– Pues tendremos que lograr que vean lo menos posible.

Negro Chico señaló con la cabeza el sótano, donde estaba el cuerpo del ángel.

– Ese cadáver complicará las cosas -dijo en voz baja, como si midiera las palabras, consciente de que era un momento importante-. Ese hombre era un asesino.

Gulptilil sacudió la cabeza y le contestó como a un niño de primaria, poniendo énfasis en ciertas palabras.

– No hay pruebas reales de eso. Lo único que sabemos es que intentó agredir a la señorita Jones esta noche. Por qué motivo, lo ignoro. Y, lo más importante, lo que haya hecho en otras ocasiones, en otros lugares, sigue siendo un misterio. No guarda relación con nosotros, aquí, esta noche. Por desgracia, lo que no es ningún misterio es que fue perseguido y asesinado por estos dos pacientes. Puede que su comportamiento estuviera justificado… -Dudó, como si esperara que el auxiliar terminara la frase. Pero éste no lo hizo, de modo que Gulptilil se vio obligado a hacerlo él mismo-: Pero quizá no. En cualquier caso, habrá detenciones, titulares en los periódicos, tal vez una investigación oficial. Es probable que se presenten cargos. Nada volverá a ser igual durante cierto tiempo… -Hizo una pausa para observar los rostros de los dos hermanos-. Y quizás -añadió en voz baja-, no sean sólo el señor Petrel y el Bombero quienes tengan que enfrentarse a las acusaciones. Quienes hayan contribuido a permitir esta noche desastrosa podrían ver en peligro sus empleos… -Esperó de nuevo para medir el impacto de sus palabras en los dos auxiliares.

– Nosotros no hemos hecho nada malo -repuso Negro Grande-. Ni tampoco Francis o Peter…

– Por supuesto -asintió Gulptilil a la vez que sacudía la cabeza-. Moralmente, sin duda. ¿Éticamente? Por supuesto. Pero ¿legalmente? Todo el mundo hizo lo correcto, de eso estoy seguro. Lo entiendo. Pero no estoy tan seguro de cómo otras personas, y me refiero a la policía, percibirán estos hechos tan terribles.

Como los Moses guardaron silencio, Gulptilil prosiguió:

– Hemos de ingeniárnoslas, y lo más deprisa posible. Tenemos que conseguir que esta noche haya pasado lo menos posible -repitió. Y, al decirlo, señaló el sótano con un gesto.

Negro Chico lo entendió, lo mismo que su hermano. Ambos asintieron.

– Pero si ese hombre no está muerto -comentó Negro Chico-, entonces no es probable que nadie se fije en Pajarillo ni en el Bombero. Ni en nosotros.

– Correcto -dijo con frialdad el doctor Gulptilil-. Creo que nos entendemos a la perfección.

El auxiliar pareció reflexionar un momento. Se volvió hacia su hermano y hacia Francis.

– Venid conmigo -dijo-. Todavía tenemos trabajo que hacer.

Los guió de vuelta al sótano, no sin antes dirigirse hacia Gulptilil, que estaba junto a Peter presionándole la herida para contener la hemorragia.

– Debería hacer la llamada -le dijo.

– Dense prisa -asintió el director médico, y se separó de Peter para regresar al mostrador, donde descolgó el auricular y marcó un número-. ¿Sí? ¿Policía? -Inspiró hondo y prosiguió-: Soy el doctor Gulptilil, del Hospital Estatal Western. Llamo para informar de que uno de nuestros pacientes más peligrosos se ha escapado del hospital esta noche. Sí, creo que va armado. Sí, puedo darles su nombre y su descripción…

El médico miró a Francis, que se había quedado clavado, y le hizo un gesto instándole a que se diera prisa. Fuera, el sonido de la ambulancia acompañada por el personal de seguridad se acercaba cada vez más.

La lluvia salpicó la cara de Francis, como si desdeñara lo que había pasado, o tal vez para lavar las últimas horas; Francis no estaba seguro. Un fuerte viento zarandeó un árbol cercano, como si lo horrorizara el cortejo fúnebre que pasaba a su lado en plena noche.

Negro Grande iba delante, con el cadáver del ángel cargado a la espalda como un bulto informe. Su hermano lo seguía con dos palas y un pico. Francis cerraba la comitiva, acelerando el paso cuando Negro Chico lo apremiaba. Oyeron llegar la ambulancia a la central de calefacción y suministro eléctrico, y en una pared distante Francis vio el reflejo de sus luces de emergencia. También había un coche negro de seguridad, cuyos faros esculpían un arco de luz blanca en las densas sombras de la noche. Pero los tres estaban fuera de su línea visual y avanzaban a oscuras hacia un extremo de los terrenos del hospital.

– No hagáis ruido -pidió Negro Chico innecesariamente.

Francis miró el cielo nocturno y le pareció que podía distinguir ricas vetas de ébano, como si algún pintor hubiera decidido que la noche no era lo bastante oscura y hubiera intentado añadir unas pinceladas más gruesas de negro.

Cuando volvió a bajar los ojos, supo adonde iban. No muy lejos estaba el jardín donde habían sembrado flores. Siguió a los hermanos Moses más allá de la desvencijada valla hasta el pequeño cementerio. Una vez allí, Negro Grande hizo deslizar el cadáver hacia el suelo con un gruñido. Cayó con un sonido sordo y Francis pensó que sentiría náuseas pero, para su sorpresa, no fue así. Observó al ángel y pensó que podía haberse cruzado con él en un pasillo, en el comedor o en la sala de estar cientos de veces sin haber sabido quién era en realidad hasta esa noche. No obstante, se dijo que eso no era así, que si alguna vez lo hubiera mirado directamente a los ojos, habría visto en ellos lo mismo que esa noche.

Negro Grande cogió una pala y se situó en un extremo del pequeño montículo que señalaba dónde se había dado sepultura a Cleo el día anterior. Francis se puso a su lado, cogió el pico y, sin decir palabra, lo levantó por encima de la cabeza y lo clavó en la tierra húmeda. Le sorprendió la facilidad con que podía remover la tierra blanda de la tumba de Cleo. Era como si ella le facilitase las cosas.

Entretanto, los paramédicos tenían que esforzarse por segunda vez en pocas horas. No pasó demasiado rato antes de que los tres oyeran arrancar la ambulancia y recorrer el camino de salida en dirección al hospital más próximo, como había hecho antes, a la misma velocidad vertiginosa, por el mismo camino lleno de baches.

Cuando el aullido de la sirena se desvaneció, se quedaron únicamente con el sonido apagado de las palas y el pico. Seguía lloviendo y el agua los empapaba, pero Francis apenas era consciente de sentirse incómodo, ni siquiera de tener el menor rastro de frío. Se le formaba una ampolla en la mano, pero no hizo caso y siguió descargando el pico una y otra vez. Había superado el agotamiento, absorto en lo que estaban haciendo y en la certeza de que todas las pruebas incriminatorias, yacerían bajo tierra.

No supo si tardaron una hora o más en cavar hasta un metro y medio de profundidad, donde el barato ataúd de metal que contenía los restos de Cleo quedó por fin al descubierto. Por un instante, la lluvia repiqueteó contra la tapa, y Francis esperó extrañamente que el ruido no perturbara el sueño de la reina egipcia. Luego, sacudió la cabeza y pensó: «Esto le gustaría. Toda emperatriz se merece un esclavo en la otra vida.»

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