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La luz de la tarde había descendido deprisa, de modo que Francis no pudo ver las caras reunidas detrás del cristal. Las ventanas parecían los ojos de un rostro inexpresivo e impenetrable. El edificio era como muchos pacientes: tenía un aspecto apagado y natural que escondía toda la agitación eléctrica de su interior.

– ¡Te veo! -gritó Cleo con los brazos en jarras, pero era imposible ya que la luz reflejada la deslumbraba, lo mismo que a Francis-. ¡Sé quién eres! ¡Tú lo mataste! ¡Yo te vi y lo sé todo sobre ti!

– ¡Cleo!-Negro Grande la llamó-. ¡Cállate! ¿Qué estás diciendo?

Ella no le hizo caso. Levantó un dedo acusador y señaló la primera planta del edificio Williams.

– ¡Asesinos! -bramó-. ¡Asesinos!

– ¡Maldita sea, Cleo! -Negro Grande llegó a su lado-. ¡Cállate!

– ¡Animales! ¡Desalmados! ¡Cabrones! ¡Fascistas asesinos!

El auxiliar la agarró por el brazo y la hizo girar hacia él. Fue a reprenderla, pero Francis vio cómo se detenía en seco, recobraba un poco la calma y le susurraba:

– Por favor, Cleo, ¿qué pretendes?

– Ellos lo mataron -refunfuñó ella.

– ¿Quién mató a quién? ¿A qué te refieres?

Cleo rió socarrona.

– A Marco Antonio -anunció con una sonrisa exagerada-. Acto IV, escena XVI.

Volvió a reír y dejó que Negro Grande la apartase de allí. Francis miró el edificio Williams. No sabía quién podría haber oído aquel arrebato. O qué habría interpretado de él.

Francis no vio a Lucy Jones, que estaba cerca, bajo un árbol, en el camino que llevaba del edificio de administración hasta la verja de entrada. Ella también había presenciado el estallido de acusaciones de Cleo, pero no le prestó atención porque estaba concentrada en el recado que iba a hacer y que, por primera vez desde hacía días, la llevaría fuera del hospital, a la cercana ciudad. Observó cómo la fila india de pacientes regresaba al edifico Amherst, se volvió y salió deprisa, convencida de que no tardaría demasiado en encontrar lo que necesitaba.

27

Lucy se sentó en el borde de su cama en la residencia de enfermeras en prácticas y dejó que la noche la envolviera despacio. Había extendido sobre la colcha los objetos que había comprado esa tarde pero, en lugar de examinarlos con atención, tenía la mirada ausente. Reflexionaba sobre qué iba a hacer. Finalmente, se dirigió al pequeño cuarto de baño para mirarse la cara en el espejo.

Se apartó el pelo de la frente con una mano y, con la otra, repasó la cicatriz que le recorría la cara, desde el mismo nacimiento del pelo, le dividía la ceja, se desviaba hacia el lado, donde la hoja le había rozado el ojo, y le descendía por la mejilla hasta el mentón. La piel se veía más pálida que el resto de su cutis. En un par de puntos, la raja apenas era visible. En otros, totalmente perceptible. Se había acostumbrado a la cicatriz, y la aceptaba por lo que representaba. Una vez, varios años atrás, en una cita que había empezado de modo prometedor, un médico joven y demasiado seguro de sí mismo se había ofrecido a ponerla en contacto con un destacado cirujano plástico que, según insistía, podría arreglarle la cara de modo que nadie advertiría que se la habían cortado. No habló nunca con el cirujano plástico ni volvió a verse con ese o con ningún otro médico.

Lucy se consideraba la clase de persona que redefine su existencia todos los días. El hombre que le había marcado la cara y robado su intimidad había creído que le hacía daño, cuando en realidad lo único que había hecho era proporcionarle un objetivo. Había muchos criminales entre rejas debido a lo que un hombre le había hecho una lejana noche, cuando ella estudiaba Derecho. Pasaría cierto tiempo antes de que la deuda, ese resarcimiento que se le debía a su corazón y su cuerpo, estuviera pagada del todo. Pensó que había momentos individuales e importantes que lo guiaban a uno por la vida. Lo que la incomodaba del hospital era que no se recluyera en él a los pacientes por un solo acto, sino por la acumulación de incidentes nimios que los arrastraban inexorablemente hacia la depresión, la esquizofrenia, la psicosis, el trastorno afectivo bipolar y la conducta obsesiva-compulsiva. Sabía que Peter era parecido a ella en cuanto a espíritu y temperamento. El también había permitido que un solo acto determinara toda su vida. El suyo, por supuesto, había sido un impulso precipitado. Aunque justificable a cierto nivel, había sido fruto de una momentánea falta de control. El de ella era más frío, más calculado, y obedecía, a falta de una palabra mejor, a la venganza.

Le vino un recuerdo repentino a la cabeza, de la clase que se produce espontáneamente y te quita el aliento: en el hospital de Massachusetts adonde la habían llevado después de que un par de estudiantes de Física la hubieran encontrado sollozando, sangrando y caminando a trompicones por el campus, la policía la había interrogado a fondo mientras una enfermera y un médico la habían examinado. Los detectives habían estado de pie, junto a su cabeza, mientras los sanitarios trabajaban en un ámbito totalmente distinto por debajo de su cintura. «¿Pudo ver al hombre?» No. Realmente no. Llevaba un pasamontañas y sólo pude verle los ojos. «¿Podría reconocerlo si volviera a verlo?» No. «¿Por qué cruzaba el campus sola de noche?» No lo sé. Había estado estudiando en la biblioteca y volvía a casa. «¿Podría decirnos algo que nos sirva para atraparlo?» Silencio.

De todos los terrores vividos aquella noche, el que siempre había permanecido con ella era la cicatriz de su cara. La impresión la había dejado casi comatosa, pero él, de cualquier modo, la había rajado. No la había matado, y podría haberlo hecho sin problemas. Tampoco había ningún motivo que lo justificase. Ella estaba casi inconsciente, absorta, y su agresor podía huir tranquilamente. Pero aun así se había agachado y la había marcado para siempre, y a través de la niebla del dolor y el insulto, le había susurrado una única palabra al oído: «Recuérdalo.»

La palabra la había lastimado más que el corte que desfiguraba su belleza.

Y lo recordó, aunque, en su opinión, no del modo en que aquel mal nacido esperaba.

Si no podía llevar a la cárcel al hombre que la había marcado, encerraría a decenas de hombres parecidos. Si lamentaba algo, era que la agresión le hubiera robado lo que le quedaba de inocencia y jovialidad. Después de eso, la risa le resultaba más difícil y el amor le parecía imposible de lograr. Pero, como se decía a menudo, era probable que pronto hubiera perdido esas cualidades de todos modos. En su persecución del mal se había convertido en algo parecido a una monja de clausura.

Se miró en el espejo y devolvió despacio todos sus recuerdos a los compartimientos donde los guardaba archivados de un modo ordenado y aceptable. Lo pasado, pasado estaba. Sabía que el hombre que buscaba en el hospital era tan parecido a su agresor como cualquiera de los que había mirado fijamente en un tribunal. Atrapar al ángel significaría mucho más que evitar que un asesino en serie volviera a atacar.

Se sintió como un atleta que se concentra en el objetivo inmediato.

– Una trampa -dijo en voz alta-. Una trampa necesita un anzuelo.

Se acarició el cabello negro que le enmarcaba la cara y lo dejó caer entre los dedos como gotas de lluvia.

Cabello corto.

Cabello rubio.

Las cuatro víctimas llevaban un peinado muy corto. Todas tenían más o menos las mismas características físicas. Todas habían muerto de la misma forma. En cada caso se había usado la misma arma homicida, que las había degollado de izquierda a derecha del mismo modo. Las mutilaciones post mortem de las manos habían sido las mismas. Los cadáveres habían sido abandonados en lugares parecidos. Incluso en el caso de la última víctima, en el hospital, si analizaba el trastero donde se había cometido el crimen, podía ver cómo el asesino había reproducido las ubicaciones de los demás asesinatos. Y recordaba que había contaminado las pruebas físicas con agua y líquido de limpieza del mismo modo que la naturaleza había hecho con sus tres primeros homicidios.

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