– Tenemos que hacerlo salir de nuevo.
– Una trampa -asintió Lucy.
– Una trampa -corroboró Peter-. Pero ¿qué podríamos usar como anzuelo?
Lucy sonrió, sin alegría, la clase de expresión de alguien que sabe que para lograr mucho hay que arriesgar mucho.
A primera hora de la tarde, Negro Grande reunió a un pequeño grupo de pacientes del edificio Amherst para una salida al jardín. Francis aún no había visto los brotes de las semillas plantadas en esa zona antes de la muerte de Rubita y la detención de Larguirucho.
Hacía una tarde espléndida. Cálida, con rayos de sol que iluminaban las paredes blancas del hospital. Una ligera brisa desplazaba a las esporádicas nubes bulbosas por el cielo azul. Francis levantó la cara hacia el sol y dejó que el calor lo reconfortase. Oyó un murmullo de satisfacción en su cabeza que podría corresponder a sus voces pero también podría deberse a la pequeña sensación de esperanza que experimentó. Por unos instantes consiguió olvidar todo lo que estaba pasando y disfrutar del sol. Era la clase de tarde que disipa las tinieblas de la locura.
En esta salida participaban diez pacientes. Cleo iba a la cabeza de la fila, posición que ocupó en cuanto cruzaron las puertas de Amherst, sin dejar de farfullar pero con una determinación que parecía contradecir la despreocupación a que invitaba el día. Al principio, Napoleón procuró seguirle el ritmo, pero luego se quejó a Negro Grande de que Cleo los obligaba a caminar demasiado deprisa, lo que hizo que todos se detuvieran y estallara una pequeña discusión.
– ¡Yo debo ir en cabeza! -gritó Cleo, enfadada. Se enderezó con altivez y miró por encima del hombro a los demás con una actitud majestuosa-. Es mi posición. Por derecho y por deber -añadió.
– Pues no vayas tan deprisa -replicó Napoleón, que resollaba un poco.
– Iremos a mi ritmo -respondió Cleo.
– Cleo, por favor… -empezó Negro Grande.
– No habrá cambios -lo atajó Cleo.
El auxiliar se encogió de hombros y se volvió hacia Francis.
– Ve tú delante -pidió.
Cleo le salió al paso, pero Francis la miró con tal abatimiento que, pasado un segundo, resopló con desdén imperial y se hizo a un lado. Cuando el joven la adelantó, vio que los ojos le echaban chispas, como si un fuego la abrasara por dentro. Esperaba que Negro Grande también lo viera, pero no estaba seguro de ello, ya que el auxiliar intentaba mantener la calma en el grupo. Un hombre ya estaba llorando y otra mujer se alejaba del camino.
– Vamos -ordenó Francis con la esperanza de que los demás lo siguieran.
Pasado un momento, el grupo pareció aceptar que él fuera a la cabeza, quizá porque eso evitó una posible discusión a gritos que nadie deseaba. Cleo se situó detrás de él y, tras pedirle un par de veces que apretase el paso, se distrajo con los gemidos y los gritos inconexos que se oían en los edificios.
Se detuvieron al borde del jardín, y la tensión que parecía acumularse en la cabeza de Cleo, se calmó un instante.
– ¡Flores! -exclamó asombrada-. ¡Hemos cultivado flores!
Flores rojas, blancas, amarillas y azules enroscadas entre sí al azar ocupaban los parterres situados en un extremo de los terrenos del hospital. De la tierra oscura habían crecido peonías, rosas, violetas y tulipanes. El jardín era tan caótico como sus mentes, con capas y franjas de colores vibrantes que se extendían en todas direcciones, plantados sin orden ni concierto, pero aun así florecían con fuerza. Francis lo observó con asombro y recordó lo monótona que era su vida en realidad. Pero incluso este pensamiento deprimente desapareció ante aquella visión exuberante.
Negro Grande distribuyó unas modestas herramientas de jardinería. Eran utensilios para niños, de plástico, y no iban demasiado bien para la tarea que tenían entre manos, pero Francis pensó que eran mejor que nada. Se agachó junto a Cleo, que apenas parecía consciente de su presencia, y empezó a trabajar para organizar las flores en hileras y procurar ordenar un poco aquella explosión de color.
Francis no supo cuánto trabajaron. Hasta Cleo, que seguía farfullando palabrotas para sí misma, pareció contener parte de su tensión, aunque de vez en cuando sollozaba mientras cavaba y rastrillaba la marga húmeda del jardín, y en más de una ocasión Francis vio que alargaba la mano para tocar los pétalos de una flor con lágrimas en los ojos. Casi todos los pacientes se detuvieron en algún momento para dejar que la tierra rica y húmeda les resbalara entre los dedos. Se captaba un olor a renacimiento y vitalidad, y Francis pensó que esa fragancia les imbuía más optimismo que ninguno de los fármacos que ingerían sin cesar.
Cuando se incorporó, después de que Negro Grande anunciara por fin que la salida había concluido, examinó el jardín y hubo de admitir que tenía mejor aspecto. Habían arrancado casi todas las malas hierbas que amenazaban los parterres y habían impuesto cierta definición a las hileras. Era un poco como ver un cuadro inconcluso. Mostraba formas y posibilidades.
Se sacudió por encima la tierra de las manos y la ropa. No le importaba la sensación de suciedad, por lo menos esa tarde.
Negro Grande dispuso el grupo en fila india y guardó los utensilios de jardinería en una caja de madera verde y, al hacerlo, los contó por lo menos tres veces. Luego, antes de dar la señal para regresar a Amherst, observó a un grupo reducido que se estaba reuniendo a unos cincuenta metros, en el otro extremo de los terrenos, tras una valla.
– Es el cementerio -susurró Napoleón. Nadie comentó nada.
Francis vio a Gulptilil y a Evans, junto con otros dos miembros del personal. También había un sacerdote con alzacuello, y un par de empleados con el uniforme gris de mantenimiento que sujetaban palas a la espera de una orden. Luego oyó el sonido de un motor y vio acercarse una excavadora, seguida de un Cadillac negro, que, como comprendió horrorizado, era un coche fúnebre. Éste se detuvo y la excavadora avanzó temblorosa.
– Quizá deberíamos irnos -farfulló Negro Grande, pero no se movió. Los pacientes siguieron mirando.
La excavadora, con todos sus gruñidos mecánicos, no tardó más de un par de minutos en abrir un agujero en el suelo y amontonar la tierra excavada junto a él. Los encargados de mantenimiento usaron las palas para prepararlo. Tomapastillas examinó el trabajo e indicó a los hombres que pararan. Luego indicó al coche fúnebre que se acercara. Dos hombres con traje negro salieron del Cadillac y se dirigieron a la parte posterior. Se les unieron los encargados de mantenimiento, y los cuatro improvisados portadores de féretro sacaron del coche un sencillo ataúd de metal, en cuya tapa relució pálidamente el sol.
– Es Bailarín -susurró Napoleón.
– Cabrones. Fascistas asesinos -masculló Cleo, y añadió con vehemencia-: Enterrémoslo al estilo egipcio.
Los cuatro hombres avanzaron dificultosamente con el féretro, lo que resultó extraño a Francis, porque Bailarín apenas pesaba nada. Observó cómo lo bajaban a la fosa y luego se retiraban mientras el sacerdote decía unas palabras rápidas. Ninguno de los hombres se molestó siquiera en agachar la cabeza para una fingida plegaria.
El sacerdote retrocedió, los médicos se volvieron y se alejaron, y los de la funeraria pidieron a Gulptilil que firmara un documento antes de volver al coche fúnebre y marcharse despacio. La excavadora siguió soltando resoplidos. Los encargados de mantenimiento empezaron a lanzar paladas de tierra sobre el ataúd. Francis oyó el ruido sordo de la tierra al caer sobre el metal, pero incluso eso se desvaneció en un instante.
– Vamos -ordenó Negro Grande-. ¿Francis?
Comprendió que tenía que ponerse a la cabeza, y lo hizo despacio, aunque Cleo lo apremiaba a caminar más deprisa.
El desaliñado grupo había recorrido sólo parte del camino de vuelta cuando de repente, soltando una maldición ahogada, Cleo adelantó a Francis. Su voluminoso cuerpo se balanceaba y sacudía mientras se apresuraba por el camino hacia la parte posterior del edificio Williams. Se detuvo en una zona de hierba y se asomó a las ventanas.