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Y se reclinó para observar cómo ella abría el primer expediente y empezaba a revisarlo.

Francis se apoyó contra la pared enfrente del despacho del señor del Mal, sin saber muy bien qué hacer. No pasó mucho rato antes de que Peter apareciera y se apoyase a su lado, con la mirada fija en la puerta del despacho donde Lucy estaba estudiando los expedientes. Exhaló despacio, con un sonido sibilante.

– ¿Has hablado con Napoleón? -preguntó Francis.

– Quería jugar al ajedrez. Así que hicimos una partida y me pegó una paliza. Aunque es un buen juego para un investigador.

– ¿Por qué?

– Porque existen infinitas variaciones de una estrategia ganadora y, sin embargo, uno tiene los movimientos restringidos por las limitaciones de cada pieza del tablero. Un caballo puede hacer esto… -Con la mano trazó un ángulo recto-. Mientras que un alfil puede hacer esto… -Trazó una diagonal-. ¿Sabes jugar, Pajarillo?

Francis negó con la cabeza.

– Deberías aprender.

Mientras hablaban, un hombre fornido que pertenecía al dormitorio de la tercera planta se acercó a ellos. Lucía una expresión que Francis había empezado a reconocer en los retrasados del hospital. Mezclaba el desconcierto con la curiosidad, como si quisiera una respuesta a algo que no podría comprender, lo que le provocaba una frustración casi constante. En el Hospital Estatal Western había varios hombres como él, y asustaban a Francis porque si bien en general eran muy mansos, también eran capaces de una repentina agresividad, inmotivada. Francis había aprendido a alejarse de los retrasados mentales. Éste, abrió mucho los ojos y pareció gruñir, como enfadado de que en el mundo hubiera tantas cosas fuera de su alcance. Emitió un sonido gutural y siguió observando a Peter y Francis con mirada penetrante.

Peter le sostuvo la mirada.

– ¿Qué estás mirando? -preguntó.

El hombre se limitó a emitir otro sonido gutural.

– ¿Qué quieres? -dijo Peter.

El retrasado soltó un gruñido largo, como un animal plantando cara a un rival. Encorvó los hombros y se le desencajó el rostro. Francis tuvo la impresión de que a ojos de aquel hombre él resultaba un ser aterrador, porque la única vara de medir que ese retrasado poseía era la rabia. Una rabia que estalló en ese momento. Apretó los puños y los agitó delante de Francis y Peter, como si golpeara a una visión.

– No lo hagas -le dijo Peter.

El hombre pareció disponerse a atacarlo.

– No vale la pena -repitió Peter, pero se puso en guardia.

El retrasado dio un paso hacia ellos y se detuvo. Sin dejar de gruñir con una furia que parecía inmensa, de repente se dio un puñetazo en un lado de su propia cabeza. El golpe resonó en el pasillo. Lo siguió un segundo puñetazo, y un tercero, que se oyeron con fuerza. Empezó a sangrarle la oreja.

Ni Peter ni Francis se movieron.

El hombre soltó un grito, mezcla de triunfo y de angustia. Francis no supo si era un desafío o una rendición.

Luego se detuvo, resopló y se enderezó. Miró a Francis y Peter, y sacudió la cabeza como para aclararse la visión. Arrugó la frente de un modo socarrón, como si se le hubiese ocurrido una pregunta importante y en el mismo instante hubiera visto la respuesta. Entonces, con otro gruñido y una media sonrisa se marchó por el pasillo, farfullando para sí.

Francis y Peter lo observaron alejarse vacilante.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Francis.

– Esa es la cuestión -respondió Peter a la vez que meneaba la cabeza-. Aquí nunca se sabe. Es imposible saber qué provoca que alguien estalle así. O no. Dios mío, Pajarillo. Espero que sea el sitio más extraño en el que tengamos la desgracia de estar.

Volvieron a apoyarse contra la pared. Peter parecía preocupado por el reciente conato de pelea, como si le hubiera indicado algo.

– ¿Sabes qué, Pajarillo? En Vietnam sabíamos que era probable que pasaran cosas extrañas en cualquier momento. Cosas extrañas y mortíferas. Pero, por lo menos, tenían algún sentido y alguna razón. Al fin y al cabo, estábamos ahí para matarlos, y ellos para matarnos a nosotros. Tenía cierta lógica perversa. Y, cuando volví a casa y me incorporé al departamento de bomberos, a veces en un incendio las cosas podían ponerse bastante peligrosas. Paredes que se desmoronan, suelos que ceden, calor y humo por todas partes. Pero, aun así, existía cierta lógica. El fuego arde siguiendo patrones definidos, y tú puedes tomar las precauciones adecuadas. Sin embargo, este sitio es otra cosa. Es como si todo estuviera en llamas todo el rato, como si todo estuviera oculto y hubiera bombas trampa.

– ¿Habrías peleado con él?

– ¿Habría tenido elección?

Echó un vistazo a los pacientes que se movían por el pasillo.

– ¿Cómo puede sobrevivir alguien aquí? -preguntó.

Francis no tenía la respuesta.

– No estoy seguro de que se suponga que debamos hacerlo -susurró.

Peter asintió y esbozó su sonrisa irónica.

– Puede que eso, mi joven y loco amigo, sea la cosa más atinada que hayas dicho en tu vida.

13

Cuando Lucy salió del despacho de Evans, llevaba un bloc en la mano derecha y una expresión de desagrado en la cara. Una larga lista de nombres garabateados aprisa llenaba un lado de la primera página del bloc. Se movía con rapidez, como si una sensación de consternación la llevara a apretar el paso. Alzó los ojos y vio que Francis y Peter la esperaban, y sacudió atribulada la cabeza mientras se acercaba.

– Había pensado, de modo bastante tonto, que sería una mera cuestión de comprobar las fechas en los expedientes hospitalarios. Pero no es tan sencillo, sobre todo porque los expedientes hospitalarios son bastante caóticos y no están centralizados. Será muy trabajoso. Mierda.

– ¿El señor del Mal no ha sido tan servicial como había prometido? -comentó Peter maliciosamente.

– No -respondió Lucy.

– Vaya -dijo Peter impostando un ligero acento británico en imitación de Tomapastillas-. Estoy anonadado. Totalmente anonadado…

Lucy siguió avanzando por el pasillo a un paso tan rápido como sus pensamientos.

– ¿Qué pudo averiguar? -preguntó Peter.

– Que tendré que comprobar los demás edificios. Y, encima, encontrar los datos de todos los pacientes que hayan podido tener un permiso de fin de semana que coincida con los asesinatos. Y, para complicar más las cosas, no estoy segura de que exista ninguna lista concreta que facilite el trabajo. Lo que tengo es una lista de nombres de este edificio que, más o menos, encajan en el perfil buscado. Cuarenta y tres nombres.

– ¿Ha eliminado a alguien por la edad? -preguntó Peter, y la jocosidad había desaparecido de su voz.

– Sí. Es lo primero que hice. A los abuelos no es necesario interrogarlos.

– Creo que podríamos considerar otro elemento importante -sugirió Peter, y se frotó la mejilla con la mano como si eso le permitiera liberar algunas ideas encalladas en su interior.

Lucy lo miró.

– La fuerza física -aclaró Peter.

– ¿Qué quieres decir? -quiso saber Francis.

– Que se necesita fuerza para cometer el crimen que estamos investigando. Tuvo que dominar a Rubita, arrastrarla hasta el trastero. Había signos de lucha en el puesto de enfermería, de modo que sabemos que no se le acercó con sigilo por detrás y la dejó inconsciente de un puñetazo. De hecho, sospecho que le apetecía pelear.

– Cierto -suspiró Lucy-. Cuanto más la golpeaba, más se excitaba. Eso encajaría con lo que sabemos sobre esta clase de personalidad.

Francis se estremeció, y esperó que los demás no se diesen cuenta. Le costaba comentar con tanta frialdad y tranquilidad esos hechos horrorosos.

– De modo que buscamos a alguien con cierta musculatura -prosiguió Peter-. Eso descarta a muchos, porque aunque es probable que Gulptilil lo niegue, este sitio no atrae a gente lo que se dice en forma. No hay demasiados corredores de maratón ni culturistas. Y también deberíamos reducir la lista de posibles sospechosos a un límite de edad. Y hay otra área que nos permitiría afinar más la lista: el diagnóstico. Quienes tengan antecedentes de comportamiento violento. Quienes sufran trastornos mentales que podrían incluir el asesinato. Ésos son los verdaderos sospechosos.

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