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Francis observó sus extremidades rígidas. Ya nunca volvería a moverse con gracia y elegancia al compás de una música que sólo él oía.

Su rostro estaba tenso y pálido, como si lo hubieran maquillado para salir a escena. Tenía los ojos muy abiertos, y también la boca. Parecía sorprendido, incluso impresionado, o tal vez aterrado ante la muerte que había ido a buscarlo esa noche.

24

Peter el Bombero estaba sentado en la posición del loto en el camastro de la celda de aislamiento, como un joven e impaciente Buda esperando ansioso la iluminación. La noche anterior había dormido poco, aunque el acolchado de las paredes y el techo había amortiguado la mayoría de los sonidos de la unidad, salvo los esporádicos gritos agudos o los improperios coléricos que procedían de las otras celdas de aislamiento. Esos alaridos aleatorios eran para él como los ruidos animales que resonaban en la selva al anochecer; no seguían ningún propósito ni lógica evidente salvo para quien los emitía. A mitad de la larga noche, Peter se preguntó si los gritos que oía eran reales o eran sonidos del pasado que correspondían a pacientes que llevaban largo tiempo muertos y, como ondas de radiofaro lanzadas al espacio, estaban destinados a resonar eternamente en medio de la penumbra, sin cesar nunca y sin encontrar nunca su lugar. Se sintió angustiado.

A medida que la luz del día se filtraba vacilante en la celda a través de la ventanita de observación de la puerta, Peter reflexionó sobre el apuro en que estaba. No tenía duda de que la oferta del cardenal era sincera, aunque quizás ésa no fuera la palabra correcta, porque la sinceridad no parecía tener relación con aquella situación. La oferta se limitaba a exigirle que desapareciera, que se esfumara para iniciar una nueva existencia. Su memoria era el único sitio donde su hogar, su familia y su pasado seguirían vivos. Una vez que hubiera aceptado la oferta no habría vuelta atrás. La archidiócesis de Boston borraría todo lo ocurrido y lo sustituiría por una iglesia nueva y reluciente con unas agujas refulgentes que se elevarían hacia el cielo. En su propia familia, se constituiría en el hermano muerto en extrañas circunstancias o en el tío que se marcha para no volver nunca. A medida que pasaran los años, su familia acabaría creyendo el mito que la Iglesia contribuyera a crear, y su identidad se desintegraría.

Valoró sus alternativas: una cárcel de máxima seguridad con celdas de castigo y palizas, probablemente durante gran parte del resto de su vida, porque la considerable influencia de la archidiócesis, que en ese momento estaba presionando a la fiscalía para que le permitieran desaparecer en Oregon, cambiaría radicalmente si él rechazaba el plan. Sabía que no habría más tratos.

Peter se imaginó las puertas de la cárcel y el resoplido de los cerrojos hidráulicos al cerrarse. Eso le hizo sonreír, porque pensó en ello de modo muy parecido a como su amigo Pajarillo tenía sus alucinaciones, sólo que ésta era sólo suya.

Recordó cómo el pobre Larguirucho, lleno de miedo y delirio al ver que su reducida vida en el hospital se terminaba, se había vuelto hacia él y Francis para suplicarles que lo ayudaran. Deseó que Lucy hubiera oído esos gritos. Le parecía que toda su vida la gente le había gritado pidiendo ayuda y que cada vez que había intentado acudir a su llamada, por muy buenas que hubieran sido sus intenciones, siempre había salido algo mal.

Oyó sonidos en el pasillo, al otro lado de la puerta de la celda, y el ruido sordo de otra puerta que se abría y cerraba de golpe. No podía rechazar la oferta del cardenal. Pero tampoco podía dejar que Francis y Lucy se enfrentaran solos al ángel.

Comprendió que tenía que impulsar la investigación como fuera, y lo más rápido posible. El tiempo ya no era su aliado.

Alzó los ojos hacia la puerta, como si esperara que alguien la abriera en ese mismo instante. Pero no ocurrió nada. Permaneció sentado intentando dominar su impaciencia, pensando que en cierto sentido la situación en que se encontraba se parecía a toda su vida. En todos los sitios donde había estado, era como si hubiera una puerta cerrada que le impidiera moverse con libertad.

Así que esperó a que alguien fuera a buscarlo y descendió todavía más por un precipicio plagado de contradicciones, inseguro de poder volver a escalarlo.

– No veo indicios de que no fuera una muerte natural -aseguró el director médico con frialdad, casi con formalidad.

Gulptilil estaba junto al cadáver de Bailarín, que yacía rígido en la cama. El señor del Mal estaba a su lado, lo mismo que otros dos psiquiatras y un psicólogo de otras unidades. Francis se había enterado de que uno de ellos cumplía también las funciones de forense del hospital, y estaba examinando a Bailarín con atención. Era un hombre alto y delgado, de nariz aguileña, y usaba gafas gruesas. Tenía el hábito nervioso de carraspear y asentir con la cabeza antes de decir algo, de modo que su mata de pelo negro cabeceaba tanto si estaba de acuerdo como si disentía. Llevaba una tablilla con un formulario y tomaba notas con rapidez mientras Tomapastillas hablaba.

– No hay signos de golpes -indicó Gulptilil-, ni de traumatismos. Ninguna herida evidente.

– Insuficiencia cardiaca repentina -diagnosticó el forense asintiendo con la cabeza -. Veo en su historia clínica que fue tratado de su cardiopatía durante los dos últimos meses.

– Mírenle las manos -intervino Lucy Jones, que estaba detrás de los médicos-. Tiene las uñas partidas y ensangrentadas. Podrían ser heridas defensivas.

Todos se volvieron hacia ella, pero fue el señor del Mal quien se encargó de contestar.

– Ayer se metió en una pelea, como ya sabe. En realidad, estaba allí y se vio envuelto en ella cuando dos hombres le cayeron encima. No participó voluntariamente, pero forcejeó para salir de la refriega. Imagino que así se dañó las uñas.

– Supongo que dirá lo mismo de esos rasguños en los antebrazos.

– Sí.

– ¿Y de la sabana y la manta enredadas entre las piernas?

– Un ataque cardíaco puede ser muy doloroso y tal vez se retorció antes de sucumbir.

Los demás médicos murmuraron su consentimiento.

– Señorita Jones -dijo Tomapastillas, con paciencia, lo que ponía de relieve lo impaciente que estaba en realidad-. La muerte no es inusual en un hospital. Este desdichado era un hombre mayor y llevaba recluido aquí muchos años. Ya había sufrido un ataque al corazón, y no tengo duda de que el estrés emocional que le provocó el traslado de Williams a Amherst, junto con la pelea en la que se vio envuelto y el efecto debilitante de los fármacos a lo largo de los años desgastaron todavía más su sistema cardiovascular. Una muerte de lo más normal, por cierto, y nada extraordinaria aquí, en el Western. De todos modos, gracias por su observación… -Hizo una pausa que demostraba que, de hecho, no le agradecía nada, y prosiguió-: ¿Pero no está buscando usted a alguien que utiliza un cuchillo, que desfigura las manos de sus víctimas en una especie de ritual y que, por lo que sabe, limita sus ataques a mujeres jóvenes?

– Sí -respondió Lucy-. Exacto.

– De modo que esta muerte no se ajustaría al patrón que le interesa.

– Exacto otra vez, doctor.

– Entonces, permítanos que nos ocupemos de esto del modo rutinario, por favor.

– ¿No va a llamar a la policía?

Gulptilil suspiró sin ocultar su irritación.

– Cuando un paciente muere en una intervención quirúrgica, ¿llama el neurocirujano a la policía? Esta situación es análoga, señorita Jones. Presentamos un informe a las autoridades. Nos ponemos en contacto con la familia, si disponemos de sus datos. En algunos casos, cuando existen dudas razonables, solicitamos la autopsia del cadáver. Y a menudo, señorita Jones, como este hospital es el único hogar y la única familia que tienen algunos pacientes, nos encargamos directamente de su entierro.

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