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Se encogió de hombros, pero ese movimiento ocultaba lo que Lucy Jones consideró enojo.

En la puerta se había reunido un grupo de pacientes que quería ver qué pasaba en el dormitorio. Gulptilil dirigió una mirada al señor del Mal.

– Creo que esto está rozando la morbosidad, señor Evans. Dispersemos a esos hombres y traslademos el cadáver al depósito.

– Doctor… -empezó Lucy, pero éste la interrumpió.

– Dígame, señor Evans, ¿Vio alguien una pelea en este dormitorio ayer por la noche? ¿Hubo gritos y puñetazos, maldiciones e imprecaciones?

– No, doctor -respondió Evans-. Nada de eso.

– ¿Una lucha a muerte, quizá?

– Tampoco.

– Ya lo ve, señorita Jones -dijo Gulptilil, volviéndose hacia ella-, si se hubiera cometido un asesinato, sin duda alguien se habría despertado y habría visto u oído algo. Sin embargo…

Francis fue a decir algo, pero se detuvo. Dirigió una mirada a Negro Grande, que meneó la cabeza. Francis comprendió que el corpulento auxiliar le estaba dando un buen consejo. Si contaba lo que había oído y la presencia que lo había amenazado, lo más probable era que lo considerasen otra alucinación. Aquellos médicos estaban predispuestos a llegar a esa conclusión. «Oí algo, pero nadie más lo oyó. Sentí algo, pero nadie más lo observó. Sé que se cometió un asesinato, pero nadie más lo sabe.» Su situación era ciertamente complicada. Su relato habría sido anotado en su expediente como una indicación más de lo lejos que estaba de la recuperación y de la posibilidad de salir del hospital.

Contuvo el aliento. La presencia del ángel no era real ni imaginada. Y el ángel lo sabía. No era extraño que se sintiera seguro. «Puede hacer cualquier cosa -pensó-, pero ¿qué quiere hacer?»

Se mordió el labio inferior y observó a Bailarín. Se preguntó cómo lo habría matado. No había sangre, ni marcas en el cuello. Sólo la máscara de la muerte grabada en sus rasgos. Quizá lo había asfixiado con una almohada. Una muerte silenciosa. Un breve forcejeo y luego la inconsciencia. ¿Era eso lo que había oído la noche anterior? Llegó a la dolorosa conclusión de que sí. Pero mientras concluía él, Francis, no había abierto los ojos.

En esa ocasión, el cuchillo que había matado a Rubita había estado reservado para él. Pero el macabro mensaje dejado en aquella cama era para todos. Francis se estremeció. Todavía se estaba recuperando del espanto de la noche anterior, cuando había estado a punto de morir o de sumirse en una locura más profunda. Ambas alternativas eran igual de horribles.

– Esta clase de muertes son un engorro -dijo Gulptilil con displicencia a Evans-. Alteran a todo el mundo. Asegúrese de ajustar la medicación de cualquiera que parezca obsesionado con este hecho. -Dirigió una mirada a Francis-. No quiero que los pacientes piensen demasiado en esta muerte, sobre todo los que tienen una vista de alta esta semana.

– Entendido -respondió Evans.

Francis reflexionó sobre las palabras del médico. No creía que la muerte de Bailarín obsesionase a ningún paciente pero la noticia de que esa semana iba a haber vistas de altas causaría un gran impacto en muchos de ellos. Alguien podría irse, y en el Western, la esperanza era medio hermana del delirio.

Echó un último vistazo al cadáver y sintió una tristeza extraña en su interior. Pensó que a Bailarín lo habían dado de alta de improviso.

Pero entre las oleadas de miedo y tristeza que sentía, Francis percibió algo más: una yuxtaposición de hechos que le despertaban una sospecha inquietante.

Llegó una camilla para llevarse el cadáver. Gulptilil y el señor del Mal supervisaron el procedimiento. Lucy meneó la cabeza al observar cómo se eliminaba con displicencia lo que ella consideraba la escena de un posible crimen.

Gulptilil se giró para seguir al cadáver y miró a Francis.

– Ah, señor Petrel -dijo-. Me preguntaba si podríamos tener pronto otra sesión.

Francis asintió, porque no sabía qué otra cosa hacer. Pero entonces, en un arranque que dejó boquiabierto al director médico, levantó los brazos y empezó a girar despacio, moviéndose con la gracia de Bailarín.

– Señor Petrel, ¿está usted bien? -preguntó Gulptilil a la vez que intentaba detenerlo.

Y a Francis, que se limitó a alejarse bailando, le pareció una pregunta de lo más idiota.

En la sesión en grupo de ese día, la conversación se desvió hacia el programa espacial. Noticiero llevaba varios días anunciando titulares, pero había una incredulidad generalizada entre los pacientes del Western respecto a la verdad de los paseos lunares. Cleo, con una risita nerviosa, se había mostrado desafiante y había hablado de encubrimientos del gobierno y de peligros desconocidos de otro mundo, para ponerse taciturna y guardar silencio al cabo de un instante. Sus cambios de humor parecían evidentes a todo el mundo menos al señor del Mal, que ignoraba la mayoría de los signos externos de la locura cuando aparecían. Era su enfoque habitual. Le gustaba escuchar y anotar, y más tarde el paciente, cuando hacía cola para la medicación de la noche, descubría que le habían modificado la dosis. Eso producía un efecto opresivo en las sesiones, porque todos los pacientes consideraban que la medicación diana era la amarra que los mantenía unidos al hospital.

No se mencionó la muerte de Bailarín, aunque estaba en el pensamiento de todos. El asesinato de Rubita los había fascinado y asustado, pero la muerte de Bailarín les recordaba a todos la suya propia, lo que constituía un temor muy diferente. Más de una vez, alguno de los sentados en círculo soltó una carcajada o sofocó un sollozo, sin que ninguna de las dos cosas guardara relación con la conversación, sino con sus pensamientos internos.

Francis pensó que el señor del Mal lo observaba con especial atención. Lo atribuyó a su extraña conducta de esa mañana.

– ¿Y tú, Francis? -le preguntó Evans.

– Perdone, ¿yo qué?

– ¿Qué piensas sobre los astronautas?

– Es difícil de imaginar -respondió tras pensar un momento.

– ¿Qué es difícil?

– Estar tan lejos, conectado sólo por ordenadores y radios. Nadie ha viajado nunca tan lejos. Eso es interesante. No es el hecho de depender de todo el equipo, sino que no ha habido ninguna aventura parecida.

– ¿Qué me dices de los exploradores de África o del Polo Norte? -repuso el señor del Mal.

– Se enfrentaban a los elementos. A lo desconocido. Pero los astronautas se enfrentan a algo distinto.

– ¿A qué?

– A los mitos -dijo Francis. Echó un vistazo alrededor y preguntó-: ¿Dónde está Peter?

– Aún en aislamiento -aclaró el señor del Mal a la vez que cambiaba de postura-. Pero debería salir pronto. Volvamos a los astronautas.

– No existen -intervino Cleo-. Pero Peter sí. -Sacudió la cabeza-. Aunque puede que no. Puede que todo sea un sueño y que nos despertemos en cualquier momento.

Eso provocó una discusión entre Cleo, Napoleón y unos cuantos más sobre lo que existía de verdad y lo que no, y sobre si algo que ocurría donde no podías verlo, ocurría de verdad. Todo ello hizo que el grupo se agitase para contradecirse y discutir, lo que Evans permitió sin rechistar. Francis escuchó un momento, porque, en cierto sentido, encontró ciertas similitudes entre su situación en el hospital y la de los hombres que se dirigían al espacio. Estaban tan desorientados como él.

Se había recuperado del susto de la noche anterior, pero no confiaba demasiado en su capacidad de afrontar la noche que se avecinaba.

Rebuscó en su memoria todas las palabras que había dicho el ángel, pero le costaba recordarlas con precisión. El miedo sesgaba las cosas. Era como intentar ver con precisión en un espejo de feria. La imagen aparecía ondulada, vaga, distorsionada.

Se dijo que tenía que dejar de intentar ver al ángel y empezar a intentar ver lo que el ángel veía. En lo más profundo de su ser, las voces le gritaron una advertencia: ¡No! ¡No lo hagas!

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