Francis se revolvió con incomodidad en el asiento. Las voces no le habrían advertido si no hubieran percibido algo peligroso. Sacudió la cabeza para centrarse en el grupo que seguía discutiendo.
– ¿Por qué tenemos que ir al espacio? -comentaba Napoleón en ese momento.
Cleo lo miraba desde el otro lado del círculo con una expresión algo desconcertada, casi impresionada.
– Pajarillo vio algo, ¿verdad? -le dijo la mujer en voz baja, y soltó una carcajada socarrona en el mismo instante en que Peter entraba en la habitación.
De inmediato saludó al grupo e hizo una reverencia formal a los demás pacientes, como un miembro de alguna corte del siglo XVII. Tomó una silla plegable y se situó en el círculo.
– Estoy como nunca -aseguró como si previera la pregunta.
– A Peter parece gustarle el aislamiento -comentó Cleo.
– Allí nadie ronca -respondió Peter, lo que hizo reír a todo el mundo.
– Estábamos hablando de los astronautas -explicó el señor del Mal-. Me gustaría terminar este debate en el tiempo que queda.
– Por supuesto -dijo Peter-. No quería interrumpir nada.
– Muy bien, perfecto. ¿Quiere alguien añadir algo? -preguntó el señor del Mal observando a los pacientes reunidos. Nadie habló-. ¿Alguien? -insistió pasados unos segundos.
De nuevo, el grupo, tan vociferante unos minutos antes, guardó silencio. Francis pensó que era típico de ellos: a veces las palabras les fluían casi sin control y, al momento siguiente desaparecían, y eran sustituidas por una especie de introspección mística. Los cambios de humor eran habituales.
– Vamos- dijo Evans, con una nota de exasperación-. Estábamos haciendo progresos antes de que nos interrumpieran. ¿Cleo?
La mujer sacudió la cabeza.
– ¿Noticiero?
Por una vez, no tenía ningún titular que anunciar.
– ¿Francis?
Este no contestó.
– Di algo -pidió Evans con frialdad.
Francis no sabía cómo reaccionar y observó que Evans parecía enfadado. Le pareció que era una cuestión de control. Al señor del Mal le gustaba controlarlo todo, y Peter había perturbado de nuevo su poder. Ningún paciente, por muy aguda que fuera su locura, podía equipararse con la necesidad que tenía Evans de dominar todos los momentos del día y la noche en el edificio Amherst.
– Habla -insistió Evans, con más frialdad aún. Era una orden.
Francis se preguntó qué sería lo que el señor del Mal quería escuchar.
– Yo nunca iré al espacio -fue lo único que se le ocurrió.
– Claro que no, hombre… -gruñó Evans, como si Francis hubiese dicho la tontería más grande del mundo.
Pero Peter, que había estado observando, se inclinó hacia delante.
– ¿Por qué no? -preguntó.
Francis lo miró. El Bombero sonreía de oreja a oreja.
– ¿Por qué no? -repitió.
– Aquí no fomentamos los delirios, Peter -le espetó Evans.
Pero Peter no le hizo caso.
– ¿Por qué no, Francis? -preguntó por tercera vez.
Francis movió la mano indicando el hospital.
– Pero, Pajarillo -prosiguió Peter-, ¿por qué no podrías ser astronauta? Eres joven, estás en buena forma, eres listo. Ves cosas que otros no logran captar. No eres vanidoso y eres valiente. Creo que serías un astronauta perfecto.
– Pero Peter… -dijo Francis.
– Nada de peros. ¿Quién te dice que la NASA no decida enviar a alguien loco al espacio? Y en ese caso, ¿quién mejor que uno de nosotros? Porque seguro que a la gente le caería mejor un astronauta loco que uno de esos de estilo militar, ¿no? ¿Quién te dice que no decidan enviar a toda clase de gente al espacio, y por qué no, a uno de nosotros? Podrían enviar políticos, científicos o incluso turistas. Quizá cuando manden a un loco averigüen que flotar en el espacio sin la gravedad que nos une a la Tie rra nos va bien. Como un experimento científico. Quizá…
Se detuvo para respirar. Evans fue a hablar, pero antes de que pudiera hacerlo, Napoleón intervino:
– Puede que Peter tenga razón. A lo mejor es la gravedad lo que nos vuelve locos.
– Nos aplasta… -comentó Cleo.
– Todo ese peso sobre nuestros hombros…
– Impide que nuestros pensamientos se muevan arriba y abajo…
Un paciente tras otro asintió con la cabeza. De repente, parecían haber recuperado el habla. Los murmullos de asentimiento se convirtieron en comentarios entusiastas.
– Podríamos volar. Podríamos flotar.
– Nadie podría detenernos.
– ¿Quién exploraría mejor que nosotros?
Todos los hombres y mujeres del grupo sonreían, conformes. Era como si en ese momento se viesen como astronautas que surcaban el espacio y sus preocupaciones quedaban olvidadas, evaporadas, al deslizarse sin esfuerzo por el vacío estrellado. Era muy tentador y, por unos instantes, el grupo pareció elevarse mientras cada miembro imaginaba que la fuerza de la gravedad dejaba de afectarle y vivía una extraña clase de libertad imaginaria.
Evans estaba furioso. Dirigió una mirada enojada a Peter y, sin decir palabra, se marchó de la sala.
Todos observaron cómo se iba. Al cabo de unos segundos, la niebla de problemas volvió a cubrirlos.
Cleo, sin embargo, suspiró y sacudió la cabeza.
– Supongo que sólo serás tú, Pajarillo -sentenció con brío-. Tendrás que ir al espacio por todos nosotros.
El grupo se levantó diligentemente, plegó las sillas y las dejó en su sitio, apoyadas contra la pared una junto a otra. Después, cada paciente, absorto, salió de la sala de terapia al pasillo principal para mezclarse con la oleada de pacientes que lo recorría arriba y abajo. Francis agarró a Peter por el brazo.
– Ayer por la noche estuvo aquí.
– ¿Quién?
– El ángel.
– ¿Volvió?
– Sí. Mató a Bailarín, pero nadie quiere creerlo, y después me amenazó con un cuchillo y me dijo que nos mataría a mí, a ti o a quien quisiera, cuando quisiera.
– ¡Dios mío! -exclamó Peter. La satisfacción por haber superado al señor del Mal desapareció. Meditó sobre lo que había dicho Francis-. ¿Qué más ocurrió?
Francis procuró recordarlo todo y, al hacerlo, notó parte del miedo que todavía merodeaba en su interior. Contar a Peter lo del cuchillo en su cara fue duro. Al principio pensó que se sentiría mejor, pero no fue así. Sólo redobló su ansiedad.
– ¿Cómo lo sujetaba? -quiso saber Peter.
Francis se lo mostró.
– Maldición. Debiste de asustarte mucho, Pajarillo.
Francis asintió, pero no quiso precisar lo mucho que se había asustado. Entonces se le ocurrió algo y frunció el entrecejo mientras intentaba aclarar una cosa que era opaca y oscura.
– ¿Qué pasa? -preguntó Peter.
– Peter… -empezó el joven- tú fuiste investigador. ¿Por qué me pondría el cuchillo así en la cara?
Peter reflexionó.
– ¿No debería habérmelo puesto en el cuello? -añadió Francis.
– Sí.
– De esa forma, si gritaba…
– El cuello, la yugular y la laringe son puntos vulnerables. Así es como matas a alguien con un cuchillo.
– Pero no lo hizo. Me lo puso en la cara.
– Es muy revelador. No pensó que gritarías…
– Aquí la gente grita todo el rato. No significa nada.
– Cierto. Pero quería aterrarte.
– Lo logró -aseguró Francis.
– ¿Pudiste ver…?
– Tenía los ojos cerrados.
– ¿Y su voz?
– Podría reconocerla si volviera a oírlo. Sobre todo, de cerca. Siseaba, como una serpiente.
– ¿Crees que intentaba disimularla?
– No, no lo creo. Era como si no le importara.
– ¿Qué más?
– Se sentía… seguro -respondió Francis con cautela.
Ambos hombres salieron de la sala. Lucy los esperaba en medio del pasillo, cerca del puesto de enfermería. Se dirigieron hacia ella y Peter divisó a Negro Chico, a unos metros de Lucy, y vio cómo anotaba algo en una libreta negra unida a la rejilla del puesto con una cadenilla plateada. Hizo ademán de dirigirse hacia el auxiliar, pero Francis lo retuvo por el brazo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Peter.