– Sí, señor Petrel -sonrió Lucy-. ¿Puedo llamarte Francis?
El joven asintió.
– ¿Qué pasa con el cadáver? -preguntó ella.
– Tenía algo especial.
– Podría haber tenido algo especial -corrigió Lucy Jones. Miró a Peter-. ¿Quiere intervenir?
– No -rehusó Peter, y cruzó los brazos-. Pajarillo lo está haciendo muy bien. Que siga él.
– ¿Entonces…? -lo animó ella.
Francis se recostó un instante y, con la misma rapidez, volvió a inclinarse hacia delante mientras pensaba qué querría dar a entender la fiscal. Se le agolparon en la cabeza imágenes de Rubita, el modo en que su cadáver estaba contorsionado, la forma en que sus ropas estaban dispuestas. Se percató de que todo era un rompecabezas y la hermosa mujer que tenía sentada enfrente formaba parte de él.
– Las falanges que le faltaban en la mano -dijo por fin.
– Háblame de esa mano -pidió Lucy tras asentir-. ¿Qué te pareció?
– La policía tomó fotografías, señorita Jones -intervino el doctor Gulptilil-. Estoy seguro de que puede examinarlas. No entiendo por qué… -Pero su objeción se desvaneció cuando la mujer hizo un gesto a Francis para que continuara.
– Parecía como si alguien, el asesino, se las hubiera llevado -concluyó éste.
– Bien -asintió Lucy-. ¿Podrías decirme por qué el hombre acusado…? ¿Cómo se llama?
– Larguirucho -respondió el Bombero. Su voz había adquirido un tono más grave, más firme.
– Sí. ¿Por qué Larguirucho, a quien ambos conocíais, podría haber hecho eso?
– No hay ninguna razón.
– ¿No se te ocurre alguna por la que podría haber marcado a la joven de ese modo? ¿Nada que hubiera dicho antes? ¿O el modo en que había actuado? Tengo entendido que había estado bastante nervioso…
– No -aseguró Francis-. Nada de la manera en que murió Rubita encaja con lo que sabemos de Larguirucho.
– Ya veo -asintió Lucy-. ¿Estaría de acuerdo con esa afirmación, doctor?
– ¡En absoluto! -dijo Gulptilil con energía-. Su conducta antes del asesinato fue exagerada, muy nerviosa. Intentó atacarla ese mismo día. Ha tenido una marcada propensión a amenazar con violencia en varias ocasiones en el pasado, y al final, rebasó el límite, como el personal se temía.
– Así pues, ¿no está de acuerdo con la valoración de estos señores?
– No. La policía encontró pruebas en su cama. Y la sangre en su camisa de dormir correspondía a la víctima.
– Conozco esos detalles -dijo Lucy Jones con frialdad. Y se dirigió de nuevo a Francis-. ¿Podrías volver a las falanges que faltaban, por favor? -pidió con delicadeza-. ¿Podrías describir qué viste exactamente, por favor?
– Había cuatro falanges probablemente cortadas. Tenía la mano en un charco de sangre. -Francis levantó una mano ante su cara, como si quisiera ver cómo sería que le cercenaran la punta de los dedos.
– Si Larguirucho, vuestro amigo, lo hubiera hecho…
– Podría haber hecho ciertas cosas -la interrumpió Peter-. Pero no eso. Y sin duda tampoco la agresión sexual.
– ¡Eso no lo sabes! -replicó el doctor Gulptilil-. Es una mera suposición. He visto la misma clase de mutilaciones, y le aseguro que pueden producirse de varias formas. Incluso por accidente. La idea de que Larguirucho fuera incapaz de cortarle la mano, o que todo ocurrió de algún otro modo sospechoso es una mera conjetura. Veo adonde quiere llegar con esto, señorita Jones, y creo que la implicación es errónea, además de poder ser perjudicial para el hospital.
– ¿De veras? -se sorprendió Lucy, y se volvió de nuevo hacia el psiquiatra. Esa pregunta no pedía ninguna ampliación. Hizo una pausa y dirigió la mirada a los dos pacientes. Fue a hablar, pero Peter la interrumpió antes de que pudiera hacerlo.
– ¿Sabes qué, Pajarillo? -Se dirigió a Francis pero tenía los ojos puestos en Lucy Jones-. Sospecho que esta joven fiscal ha visto otros tres cadáveres muy parecidos al de Rubita. Y que a cada uno de esos cadáveres le faltaba una falange, o más, de la mano, como a Rubita. Eso es lo que yo supongo ahora mismo.
Lucy Jones sonrió sin la menor nota de humor. A Francis le pareció una de esas sonrisas que se usaban para ocultar toda clase de sentimientos.
– Es una buena suposición, Peter -dijo.
El Bombero entornó los ojos y se recostó, como si reflexionara, antes de seguir hablando despacio.
– También creo, Pajarillo, que esta señorita es responsable de encontrar al hombre que extirpó esas falanges a esas otras mujeres. Y que por eso vino aquí corriendo y tiene tantas ganas de hablar con nosotros. ¿Y sabes qué más, Pajarillo?
– ¿Qué Peter? -preguntó Francis, aunque ya intuía la respuesta.
– Apostaría que, bien entrada la noche, en la oscuridad de su habitación en Boston, sola en la cama, con las sábanas enredadas y sudadas, la señorita Jones tiene pesadillas sobre cada una de esas mutilaciones y lo que podrían significar.
Francis miró a Lucy Jones, que asintió despacio con la cabeza.
9
Me alejé de la pared y dejé caer el lápiz al suelo.
La tensión del recuerdo me revolvía el estómago. Tenía la garganta seca y el corazón acelerado. Aparté la mirada de las palabras que se leían en la deslucida pared blanca y me dirigí al pequeño cuarto de baño. Abrí el grifo del agua caliente y también la ducha para llenar el cubículo de una calidez pegajosa, húmeda. El calor me recorrió el cuerpo y el mundo empezó a nublarse a mi alrededor. Era como recordaba esos momentos en el despacho de Tomapastillas, cuando la naturaleza real de nuestra situación empezó a cobrar forma. La habitación se caldeó y noté una falta de aliento asmática, como aquel día. Miré mi reflejo en el espejo. El calor lo empañaba, lo desdibujaba, como si le faltaran contornos. Cada vez me costaba más ver si estaba como era ahora, algo envejecido, medio calvo y con las primeras arrugas, o como era entonces, cuando tenía mi juventud y mis problemas, y la piel y los músculos tan firmes como mi imaginación. Detrás de esa imagen de mí mismo en el espejo estaban los estantes de mis medicamentos. Me temblaban las manos y, peor aún, algo se sacudía en mi interior, como un gran movimiento sísmico en mi corazón. Sabía que debía tomar algún fármaco. Tranquilizarme. Recuperar el control de las emociones. Calmar las fuerzas que acechaban bajo mi piel. Noté cómo la locura intentaba apoderarse de mi pensamiento. Y me sentí como un escalador que de repente pierde el equilibrio y se tambalea, sabiendo que un resbalón se convertirá en una caída y que si no logra aferrarse a algo se desplomará hacia la inconsciencia.
Exhalé aire sobrecalentado. Tenía las ideas chamuscadas.
Aún podía oír la voz de Lucy Jones cuando se inclinó hacia Peter y hacia mí.
«Una pesadilla es algo de lo que puedes despertar, Peter-había dicho-. Pero los pensamientos y las ideas que permanecen después de que tus terrores hayan desaparecido son algo bastante peor.»
– Conozco muy bien esa clase de despertar -dijo Peter con un tono formal que, curiosamente, parecía tender un puente entre ellos.
Gulptilil interrumpió las ideas que se estaban barajando en su despacho.
– Escuche -dijo con una oficiosidad enérgica-. No me gusta nada la dirección que está tomando esta conversación, señorita Jones. Está sugiriendo algo que es bastante difícil de considerar.
– ¿Qué cree que estoy sugiriendo? -repuso Lucy Jones, volviéndose hacia él.
Francis pensó que había obrado como la fiscal que era. En lugar de negar, objetar o tener alguna otra reacción contraria, devolvía la pregunta al médico. Tomapastillas, que no era tonto aunque a menudo lo pareciera, también debió de darse cuenta, ya que no se trataba de una técnica que los psiquiatras desconocieran; se movió incómodo antes de responder. La cautela lo llevó a eliminar la agudeza que la tensión imprimía a su voz, de modo que recuperó su acento empalagoso y algo británico.