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Dicho esto, la presión en la mejilla desapareció de golpe y Francis notó que el hombre se alejaba. Siguió conteniendo al aliento y contó despacio del uno al diez antes de abrir los ojos.

Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. Cuando lo hicieron, levantó la cabeza y se volvió hacia la puerta. Por un instante, el ángel se destacó brillante, casi luminiscente. Estaba girado de cara hacia Francis, pero éste no pudo captar ninguno de sus rasgos excepto un par de ojos abrasadores y un aura blanca que lo rodeaba sobrenaturalmente. Entonces, la visión desapareció, la puerta se cerró con un golpe apagado y, a continuación, se oyó la llave al girar, lo que para Francis fue como si se cerrara la puerta a toda esperanza y posibilidad. Se estremeció. Le temblaba todo el cuerpo como si se hubiera sumergido en unas aguas gélidas. Se quedó en la cama, sumido en el terror y la ansiedad que habían arraigado en él y que parecían propagarse por todo su cuerpo como una infección. Se preguntó si podría moverse cuando la luz de la mañana inundara el dormitorio. Sus voces interiores estaban calladas, como si ellas también temieran que Francis, situado de repente al borde de un precipicio de terror, fuera a resbalar y caer para siempre.

Se quedó quieto, sin dormir, sin moverse, toda la noche.

Respiraba con espasmos breves y superficiales. Y los dedos le temblaban.

No hizo nada salvo escuchar los sonidos que lo rodeaban y los latidos de su corazón. Al llegar la mañana, no estuvo seguro de poder mover las extremidades, ni siquiera de poder desviar la mirada del punto donde estaba clavada, en el techo del dormitorio, aunque sólo veía el temor que lo había visitado en la cama. Las emociones se le agolpaban en la cabeza y se atropellaban sin orden ni concierto, deslizándose a toda velocidad, desenfrenadas, fuera de control. Ya no estaba seguro de poder refrenarlas y dominarlas, y pensó que, de hecho, tal vez había muerto esa noche, que el ángel lo había degollado como a Rubita y que todo lo que pensaba, oía y veía era sólo un sueño, algún ensueño que ocupaba los últimos segundos de su vida, que el mundo que lo rodeaba estaba a oscuras y la noche se seguía cerniendo sobre él, y que su sangre abandonaba su cuerpo con cada latido de su corazón.

– Arriba, holgazanes -oyó en la puerta-. Hora de levantarse. El desayuno os espera. -Era Negro Grande, que despertaba a los ocupantes del dormitorio del modo acostumbrado.

Los hombres empezaron a quejarse mientras se despertaban de los sueños turbulentos y pesadillas que los atormentaban, sin ser conscientes de que una pesadilla real, viva, había estado entre ellos.

Francis permaneció rígido, como pegado a la cama. Sus extremidades se negaban a obedecerlo.

Varios hombres lo miraron al pasar a trompicones por su lado.

– Venga, Francis, vamos a desayunar -oyó a Napoleón, cuya voz se desvaneció cuando vio la expresión de Francis-. ¿Francis? -No contestó-. Pajarillo, ¿estás bien?

Una vez más forcejeó interiormente. Sus voces habían empezado a hablar. Le suplicaban, lo apremiaban, le insistían una y otra vez: ¡Levántate, Francis! ¡Vamos, Francis! ¡Arriba! ¡Pon los pies en el suelo y levántate! ¡Por favor, Francis, levántate!

No sabía si tendría la fuerza suficiente. No sabía si volvería a tenerla alguna vez.

– ¿Pajarillo? ¿Qué pasa? -La voz de Napoleón sonó más agitada, casi lastimera.

No respondió. Siguió mirando el techo, cada vez más convencido de que se estaba muriendo. O quizá ya lo estaba, y cada palabra que oía formaba parte de las últimas resonancias de la vida que acompañaban los postreros latidos de su corazón.

– ¡Señor Moses! ¡Venga! ¡Necesitamos ayuda!-Napoleón parecía al borde de las lágrimas.

Francis se sintió tironeado en dos direcciones opuestas. Una fuerza interior parecía empujarlo hacia abajo y otra insistía en que se levantase.

Negro Grande se situó a su lado. Francis lo oyó ordenar a los demás pacientes que salieran al pasillo. Se inclinó hacia Francis para mirarlo a los ojos.

– Vamos, Francis. Levántate, maldita sea. ¿Qué tienes?

– Ayúdele -rogó Napoleón.

– Lo estoy intentando. Dime, Francis, ¿qué pasa? -Dio una palmada con fuerza delante de la cara del joven para obtener alguna reacción. Luego lo cogió por un hombro y lo sacudió, pero él siguió rígido en la cama.

Francis creía que ya no le quedaban palabras. Dudaba de su capacidad de hablar. Las cosas se estaban congelando en su interior, como el hielo que se forma en una laguna.

Las voces, confusas, redoblaron sus órdenes para instarle a reaccionar.

Lo único que superó el miedo de Francis fue la idea de que, si no se movía, seguro que se moriría. Que la pesadilla se volvería realidad. Era como si ambas cosas se hubieran fundido entre sí. Lo mismo que el día y la noche ya no eran diferentes, tampoco lo eran el sueño y la vigilia. Se tambaleó de nuevo, al borde de la conciencia. Una parte de él le instaba a aislarse de todo, a retroceder y encontrar la seguridad negándose a vivir, mientras que otra parte le suplicaba que se alejara de los cantos de sirena del mundo vacío y mortal que lo atraía.

¡No te mueras, Francis!

Al principio, creyó que era una de sus voces que le hablaba. Luego, se dio cuenta de que era él mismo.

Así que reunió hasta el último ápice de fuerza para pronunciar con voz ronca unas palabras, algo que un instante antes había temido no poder volver a hacer nunca.

– Estuvo aquí… -musitó, como el último suspiro de un agonizante, sólo que, contradictoriamente, el sonido de su voz pareció vigorizarlo.

– ¿Quién? -preguntó Negro Grande.

– El ángel. Habló conmigo.

El auxiliar dio un respingo.

– ¿Te hizo daño?

– No. Sí. No estoy seguro. -Cada palabra parecía fortalecerlo. Se sentía como un hombre a quien la fiebre baja de repente.

– ¿Puedes levantarte? -quiso saber Negro Grande.

– Lo intentaré -respondió Francis.

Apoyado en Negro Grande y con Napoleón delante con los brazos extendidos como para impedir cualquier caída, Francis se incorporó y puso los pies en el suelo. Se sintió mareado un segundo y por fin se levantó.

– Muy bien -susurró Negro Grande-. Te has llevado un buen susto, ¿eh?

Francis no contestó. Era obvio.

– ¿Estarás bien, Pajarillo?

– Eso espero.

– Será mejor que guardemos el secreto, ¿vale? Habla con la señorita Jones y con Peter cuando salga de aislamiento.

Francis asintió tembloroso. El corpulento auxiliar intuía lo cerca que había estado de no poder salir de esa cama nunca más. O de caer en los agujeros negros de los catatónicos, encerrados en un mundo que sólo existía para ellos. Dio un paso vacilante, y otro. Notó que la sangre le recorría el cuerpo y que el riesgo de sumirse en una locura peor que la que ya tenía se disipaba. Los músculos y el corazón le funcionaban bien. Sus voces interiores vitorearon y luego se callaron, como si disfrutaran de todos sus movimientos. Exhaló despacio, como un hombre al que acaba de golpear una piedra, y por fin, logró esbozar su sonrisa habitual.

– Ya estoy bien -dijo a Napoleón, sin soltarse aún del antebrazo de Negro Grande para conservar el equilibrio-. Creo que me iría bien comer algo.

El auxiliar asintió, pero Napoleón vaciló.

– ¿Quién es ése? -preguntó.

Francis y Negro Grande se volvieron y vieron a un hombre que no había logrado levantarse. Había pasado inadvertido debido a la atención que Francis había concentrado. Yacía inmóvil: un bulto contrahecho en una cama de metal.

– Qué coño… -exclamó el auxiliar, irritado.

Francis vio quién era.

– Oye -lo llamó Negro Grande, pero no obtuvo respuesta.

Francis inspiró hondo y cruzó el dormitorio hasta llegar junto al hombre.

Era Bailarín, el hombre mayor que habían trasladado a Amherst el día antes. El compañero de litera del retrasado mental.

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