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Pensó que era una suerte que estuvieran todos locos. Porque, de no estarlo, ese sitio les haría perder la razón en muy poco tiempo.

Una flecha de desesperación se le clavó en el cuerpo al entender, en ese instante, que el contacto de Peter con la realidad le abriría de una u otra forma la puerta de salida del hospital. Al mismo tiempo, supo lo mucho que le costaría a él agarrarse lo suficiente a la pendiente resbaladiza de su imaginación para llegar a convencer a Gulptilil o Evans, o a cualquiera del Western, para que le dieran de alta. Dudaba que, aunque empezara a informar sobre Lucy Jones y los avances de su investigación a Tomapastillas, como éste quería, llegara a conseguir nada que no fuera pasar más noches oyendo los gemidos atormentados de unos hombres que soñaban cosas terribles.

Inquieto por todo lo que lo acechaba en su sueño y por todo lo que lo rodeaba cuando estaba despierto, cerró los ojos para aislarse de los sonidos del dormitorio con la esperanza de tener unas horas de descanso antes de la mañana.

A su derecha, a varias camas de distancia, un paciente se revolvió en la cama en medio de una pesadilla. Francis mantuvo los ojos cerrados, como si eso pudiera aislarlo de las agonías que importunaban los sueños de otros pacientes. Pasado un momento, el ruido se desvaneció.

Apretó los párpados mientras se murmuraba, o tal vez escuchaba una voz que decía duérmete.

Pero el siguiente ruido que oyó fue distinto: un chirrido.

Seguido de un siseo.

Y después una voz, y una mano repentina que le cubría los ojos.

– Mantén los ojos cerrados, Francis. Escucha, pero mantén los ojos cerrados.

Francis inspiró con fuerza. Una rápida inhalación de aire caliente. Su primera reacción fue gritar, pero se contuvo. Intentó incorporarse, pero una fuerza considerable lo tumbó en el colchón. Levantó una mano para agarrar la muñeca del ángel, pero la voz del hombre lo detuvo.

– No te muevas, Francis. No abras los ojos hasta que yo te lo diga. Sé que oyes todo lo que digo, pero espera mi orden.

Francis se quedó rígido en la cama. En la oscuridad, notó que había una persona de pie junto a él. Con la amenaza del terror y las tinieblas.

– Sabes quién soy, ¿verdad, Francis?

Asintió despacio.

– Si te mueves morirás. Si abres los ojos morirás. Si tratas de gritar morirás. ¿Comprendes el esquema de nuestra charla de hoy? -La voz del ángel era apenas un susurro, pero le golpeaba como un puñetazo. No se atrevió a moverse, ni siquiera cuando sus voces le gritaron que saliera huyendo, y permaneció inmóvil, en un tumulto de confusión y duda. La mano que le tapaba los ojos se apartó de repente y algo peor la sustituyó.

– ¿Lo notas, Francis? -preguntó el ángel.

La sensación en la mejilla era fría. Una presión gélida. No se movió.

– ¿Sabes qué es, Francis?

– Un cuchillo -susurró.

Se produjo una pausa antes de que la voz prosiguiera:

– ¿Sabes algo de este cuchillo, Francis?

Asintió pero no entendió realmente la pregunta.

– ¿Qué sabes, Francis?

El joven tragó con fuerza. Tenía la garganta seca. La hoja le seguía presionando la cara y él no se atrevía a moverse. Mantuvo los ojos cerrados pero intentó hacerse una idea del hombre situado junto a él.

– Sé que está afilado -dijo con voz débil.

– ¿Pero cuánto?

Francis no logró responder porque su garganta se había resecado por completo. Así que soltó un leve gemido.

– Permite que responda mi propia pregunta -prosiguió el ángel, que seguía hablando en susurros que retumbaban en el interior de Francis con más fuerza que gritos-. Está muy pero que muy afilado. Como una navaja, así que si te mueves, aunque sea un poquito, te cortarás. Y también es fuerte, Francis, lo bastante para atravesar la piel, el músculo y el hueso. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? Porque ya conoces algunos de los sitios donde ha estado este cuchillo, ¿no?

– Sí.

– ¿Crees que Rubita supo de verdad qué significaba este cuchillo cuando se le hundió en el cuello?

Francis no supo a qué se refería, así que guardó silencio.

Se oyó una risita suave.

– Piensa en esta pregunta, Francis. Quiero que me contestes.

Francis cerró los ojos con fuerza. Por un instante, esperó que la voz fuera sólo una pesadilla y que eso no le estuviera pasando de verdad pero, mientras lo deseaba, la presión de la hoja sobre su mejilla pareció aumentar. En un mundo lleno de alucinaciones, era afilada y real.

– No lo sé -soltó por fin.

– No estás usando la imaginación, Francis. Y es lo único que tenemos, ¿recuerdas? Imaginación. Puede arrastrarnos de maneras extrañas y terribles, conducirnos en direcciones horrendas y criminales, pero es lo único que aquí poseemos de verdad, ¿no?

Francis pensó que era cierto. Habría asentido, pero tuvo miedo de que cualquier movimiento le marcase la cara para siempre con una cicatriz como la de Lucy, así que se quedó lo más rígido que pudo, sin apenas respirar, conteniendo unos músculos que querían reaccionar al terror.

– Sí-susurró sin apenas mover los labios.

– ¿Puedes entender cuánta imaginación tengo, Francis?

Una vez más, las palabras que trató de articular no salieron de su garganta.

– ¿Qué supo Rubita, Francis? ¿Percibió sólo el dolor? ¿O acaso algo más profundo, mucho más aterrador? ¿Relacionó la sensación del cuchillo que se le hundía en la carne con la sangre que le manaba? ¿Fue capaz de valorarlo todo y darse cuenta de que se le estaba escapando la vida de un modo tan patético por culpa de su propia indefensión?

– No lo sé…

– ¿Y tú, Francis? ¿Notas lo cerca que estás de la muerte?

Francis no pudo contestar. Tras sus párpados, sólo veía una cortina roja de terror.

– ¿Notas cómo tu vida pende de un hilo, Francis?

Sabía que no tenía que responder esa pregunta.

– ¿Comprendes que puedo acabar con tu vida en este instante, Francis?

– Sí -afirmó Francis, aunque no supo de dónde sacó fuerzas para hacerlo.

– ¿Te das cuenta de que puedo acabar con tu vida en diez segundos? ¿O en treinta segundos? O tal vez me esperaré todo un minuto, según lo que quiera saborear el momento. O tal vez no vaya a ser esta noche. Tal vez mañana se ajuste mejor a mis planes. O la semana que viene. O el año que viene. Cuando yo quiera, Francis. Estás aquí, en esta cama, todas las noches, y nunca sabrás cuándo puedo volver. O tal vez debería hacerlo ahora y ahorrarme problemas…

El canto del cuchillo giró y el filo le tocó la piel brevemente.

– Tu vida me pertenece -prosiguió el ángel-. Te la puedo quitar cuando me plazca.

– ¿Qué quieres? -preguntó Francis, y los ojos se le llenaron de lágrimas mientras el miedo se apoderaba por fin de él, haciéndolo temblar de terror.

– ¿Que qué quiero? -El hombre rió siseante, sin dejar de susurrar-. Tengo lo que quiero por esta noche, y estoy más cerca de conseguir todo lo que quiero. Mucho más cerca.

El ángel acercó la cara, de modo que los labios de ambos quedaron a pocos centímetros, como amantes.

– Estoy cerca de todo lo que me importa, Francis. Tan cerca que soy como una sombra que os pisa los talones. Soy como una fragancia que se te pega y que sólo un perro percibe. Soy como la respuesta a una adivinanza demasiado complicada para la gente como tú.

– ¿Qué quieres que haga? -suplicó Francis, como si anhelara alguna clase de tarea o trabajo que lo liberase de aquella presencia maligna.

– Nada, Francis. Salvo que recuerdes esta pequeña charla cuando te dediques a lo tuyo -respondió el ángel. Y, tras una breve pausa, prosiguió-: Cuenta hasta diez antes de abrir los ojos. Recuerda lo que te dije. Y, por cierto -parecía alegre y terrible a la vez-, he dejado un regalito para tu amigo el Bombero y para esa puta de la fiscal.

– ¿Qué?

El ángel acercó más la cara a Francis, que notó su aliento.

– Un mensaje -indicó el ángel-. A veces está en lo que me llevo. Pero esta vez está en lo que dejo.

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