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– Eso es mentira -replicó Cleo-. Lo más seguro es que Larguirucho esté triste. Éste es su hogar, si se le puede llamar hogar, y nosotros somos sus amigos, si se nos puede llamar amigos. ¡Debería regresar aquí de inmediato! -Inspiró hondo e imitó con sarcasmo las palabras del médico-: Ya se lo había explicado antes. ¿Por qué no me escucha?

– En cuanto a tu otra pregunta -prosiguió Gulptilil, sin hacer caso de la burla de Cleo-, deberías hacérsela a la señorita Jones. Pero no está obligada a informar a nadie de los avances que haya hecho. O no hecho. -Su voz ácida subrayó las últimas palabras.

Cleo pareció confundida. Gulptilil se alejó de ella y, como un jefe de los scouts en una excursión por el bosque, hizo un gesto al grupo de residentes para que lo siguiera pasillo adelante. Pero sólo había dado unos pasos cuando Cleo les espetó en voz alta y acusadora:

– ¡Le estoy observando, Gulptilil! ¡Sé qué está ocurriendo! ¡Podrá engañar a muchos, pero a mí no! -Y entre dientes, pero no lo suficiente para que los médicos no la oyeran, añadió-: Son todos unos cabrones.

El director médico empezó a darse la vuelta, pero se lo pensó mejor. Francis vio que tenía la cara tensa, intentando sin éxito ocultar la incomodidad del momento.

– ¡Estamos todos en peligro y no están haciendo nada al respecto, hijos de puta! -gritó Cleo.

Soltó una risita, dio una larga calada al cigarrillo, se carcajeó socarrona y se desplomó en su asiento, donde continuó observando con una sonrisa satisfecha cómo el director se alejaba por el pasillo. Sostenía el cigarrillo con la mano como una batuta y lo agitó en el aire. Un director satisfecho con los acordes finales del concierto.

Extrañamente, la grandilocuencia de Cleo animó a Francis. Le pareció que su arrebato había captado la atención de todos los pacientes que paseaban por la sala. No sabía si había significado algo para ellos, pero se sonrió ante su pequeña muestra de rebeldía y deseó tener la misma seguridad para ser igual de exigente. Por su parte, Cleo debió de captar los pensamientos de Francis, ya que soltó un elaborado anillo de humo hacia el pasillo, observó cómo se disipaba y le guiñó el ojo a Francis.

Peter se acercó a Francis y le susurró:

– Cuando estalle la revolución, ella estará en las barricadas. Qué digo, es probable que dirija la rebelión, coño. Y es lo bastante grande como para ser ella misma una barricada.

– ¿Qué revolución? -preguntó Francis.

– No seas tan literal, Pajarillo -repuso Peter y soltó una pequeña carcajada-. Piensa simbólicamente.

– Eso puede ser fácil para la reina de Egipto. Pero en mi caso, no sé.

Ambos sonrieron.

Gulptilil, nada divertido, se acercó a ellos.

– Ah, Peter y Francis -exclamó, recuperando su tono cantarín-. Mi pareja de investigadores. ¿Cómo van esos progresos?

– Lentos y constantes -contestó Peter-. Así es como yo los describiría. Pero es la señorita Jones quien tiene que determinarlo.

– Por supuesto. Ella determina cierta clase de progresos. Pero los médicos estamos más preocupados por otra clase de progresos.

Peter vaciló antes de asentir.

– Sí, así es -insistió Gulptilil-. Y, a esos efectos, los dos vendréis a mi despacho esta tarde. Francis, tenemos que hablar sobre tu adaptación. Y tú, Peter, recibirás una visita importante. Los hermanos Moses serán informados cuando llegue y te acompañarán a administración.

El director médico arqueó una ceja, como si sintiera curiosidad por las reacciones de los dos hombres. Se les quedó mirando a los ojos un inquietante momento y luego se acercó a Lucy.

– Buenos días, señorita Jones. ¿Ha conseguido algún avance en su dilema?

– He logrado eliminar unos cuantos nombres.

– Imagino que eso le parece útil.

Lucy no respondió.

– Bueno -prosiguió Gulptilil-, continúe. Cuanto antes extraiga conclusiones, mejor para todos los implicados. ¿Le ha resultado de ayuda el señor Evans en sus investigaciones?

– Por supuesto -aseguró Lucy.

Gulptilil se giró hacia el señor del Mal.

– ¿Me mantendrá al día de las evoluciones y del avance de las circunstancias? -le pidió.

– Por supuesto -dijo Evans.

Francis pensó que todo sonaba a representación burocrática. Estaba seguro de que Evans informaba a Tomapastillas de todo a cada instante. Suponía que Lucy Jones también lo sabía.

El director médico suspiró y echó a andar hacia la puerta principal. Pasado un momento, Evans le dijo a Lucy Jones.

– Bueno, deduzco que nos merecemos un descanso. Tengo papeleo pendiente. -Y también se marchó deprisa.

Francis oyó una risa fuerte en la sala de estar. La carcajada, aguda y burlona, reverberó por el edificio. Pero cuando se volvió para ver quién era, la risa se interrumpió y se desvaneció entre los rayos del sol de mediodía que se filtraban a través de los barrotes de las ventanas.

– Vamos -le susurró Peter, y ambos se acercaron a Lucy.

El Bombero se concentró en algo que no tenía nada que ver con Cleo y su numerito ni con el regocijo de ver a Gulptilil desconcertado.

Francis vio que estaba tenso. Tomó a Lucy Jones por el codo y los hizo volver.

– He encontrado algo -les dijo.

Lucy asintió con un gesto. Los tres volvieron a su despacho.

– ¿Qué impresión te dejó el último interrogado? -preguntó Peter mientras se sentaban.

– Para ser breve, ninguna -respondió Lucy con una ceja arqueada, y se volvió hacia Francis-: ¿No es así? -Cuando éste asintió, añadió-: Aunque posee la fuerza física y la edad necesarias, sufre un retraso profundo. Fue incapaz de comunicar nada importante; se mostró lo más obtuso ante mis preguntas, y Evans opinó que debemos descartarlo. Nuestro hombre posee cierta inteligencia. Por lo menos, la suficiente para planear sus crímenes y evitar ser descubierto.

– ¿Evans opinó que debe eliminarse como sospechoso? -dijo Peter, algo sorprendido.

– Así es -respondió Lucy.

– Pues es curioso, porque descubrí una camiseta blanca manchada de sangre entre sus pertenencias.

Lucy se recostó en el asiento sin decir nada. Francis observó cómo asimilaba esta información y lo cauta que se volvía. Él, en cambio, vio vigorizada su imaginación y, pasado un instante, preguntó:

– Peter, ¿podrías describir lo que encontraste?

Peter sólo tardó un momento o dos en explicárselo.

– ¿Estás totalmente seguro de que era sangre? -preguntó Lucy por fin.

– Todo lo seguro que puedo estar sin un análisis de laboratorio.

– La otra noche sirvieron espaguetis para cenar. Quizás este hombre tenga problemas para usar los cubiertos. Podría haberse salpicado el pecho de salsa…

– No es ese tipo de mancha. Es espesa, entre marrón y granate, y está extendida. No como si alguien la hubiera frotado con un trapo húmedo para limpiarla. No, es algo que alguien quiere conservar intacto.

– ¿Como un souvenir? -repuso Lucy-. Estamos buscando a alguien a quien le gusta quedarse con souvenirs.

– Sospecho que tiene más o menos el mismo valor que una instantánea -comentó Peter-. Para el asesino, me refiero. Ya sabes, una familia va de vacaciones y después revela las fotografías y se sienta en casa para verlas y revivir los recuerdos. Pienso que a nuestro ángel esta camiseta le proporciona la misma emoción y satisfacción. Podría tocarla y recordar. Evocar el momento es casi tan fuerte como el momento en sí -concluyó.

Francis oyó sus voces interiores. Opiniones contrarias, consejos y sensaciones de miedo e inquietud. Pasado un segundo, asintió a lo que Peter estaba diciendo y preguntó a Lucy:

– ¿Hubo algún indicio en los otros asesinatos de que se llevara algo de las víctimas, aparte de los dedos?

– No que sepamos -respondió a la vez que sacudía la cabeza-. No faltaba ninguna prenda de vestir. Pero eso no lo descarta por completo.

Había algo que preocupaba a Francis, pero no sabía qué, y ninguna de sus voces era clara y contundente. Emitían opiniones contradictorias, e hizo todo lo posible por acallarlas y concentrarse.

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