– ¿Encontraste algo más que sea incriminatorio? -preguntó Lucy a Peter, mientras tamborileaba la mesa con un lápiz.
– No.
– ¿Las falanges?
– No. Ni ningún cuchillo. Ni las llaves del edificio.
Lucy se reclinó.
– Lo que dije antes es cierto -dijo Francis, un poco sorprendido de mostrarse tan contundente-. Antes de que volviera Peter. Cuando Evans estaba aquí. -Su voz parecía proceder de otro Francis, no del Francis que él sabía que era, sino de uno distinto, el Francis que esperaba ser algún día-. Cuando dije que tenemos que descubrir el lenguaje del ángel.
Peter lo miró intrigado, y Lucy reflexionó. Francis vaciló un instante e ignoró sus repentinas dudas.
– Me pregunto si no será la primera lección de comunicación -sentenció mientras los otros dos permanecían callados-. Sólo tenemos que averiguar qué está diciendo y por qué.
Lucy se preguntó si la búsqueda del asesino en aquel hospital podría volverla también loca. Pero consideraba que la locura era consecuencia de la frustración, no una enfermedad orgánica. Esa idea era peligrosa y, con un poco de esfuerzo, la desechó. Había mandado a Peter y Francis a almorzar mientras intentaba elaborar un plan de acción.
Sola en su despacho, estudió el expediente de aquel hombre, algo que lo relacionase con los crímenes. Algunas conexiones deberían ser obvias.
Sacudió la cabeza para disipar la sensación de contradicción que la invadía. Ahora tenía un nombre. Una prueba. Había iniciado procesos con éxito con mucho menos. Y, aun así, estaba intranquila. Aquel expediente debería mostrarle algo convincente, y sin embargo no era así. Un hombre profundamente retrasado, incapaz de contestar siquiera a la pregunta más simple, que la había mirado como si no comprendiese nada de lo que le decía, tenía en su poder un objeto que correspondía al asesino. No cuadraba.
Su primer impulso había sido enviar a Peter a buscar la camiseta. Cualquier laboratorio podría comparar la mancha con la sangre de Rubita. También era posible que en la camiseta hubiera pelos o fibras, y que un examen microscópico estableciese más conexiones entre la víctima y el agresor. El problema de llevarse la camiseta sin más era que sería una incautación ilegal y probablemente un juez no la admitiría como prueba. Y había la curiosa cuestión de la ausencia de los demás objetos que buscaban. Eso tampoco parecía lógico.
Lucy tenía una capacidad considerable de concentración. En su corta pero meteórica carrera en la oficina del fiscal, se había distinguido por lograr ver los crímenes que investigaba más o menos como una película. En la pantalla de su imaginación reunía detalles, de modo que tarde o temprano visualizaba todo el acto. Eso le permitía obtener excelentes resultados. Cuando Lucy llegaba al tribunal, sabía quizá mejor incluso que el acusado, por qué y cómo éste había hecho lo que había hecho. Era esta cualidad lo que la hacía tan eficaz. Pero ahora, estaba desorientada. El hospital no era como el mundo criminal al que estaba acostumbrada.
Gimió, frustrada. Miró el expediente por enésima vez y se dispuso a cerrarlo, cuando llamaron a la puerta. Alzó los ojos.
Francis asomó la cabeza.
– Hola, Lucy -dijo-, ¿puedo pasar?
– Adelante, Pajarillo. Creía que te habías ido a comer.
– Sí pero se me ocurrió algo de camino y Peter me dijo que viniera a decírtelo.
– ¿De qué se trata? -preguntó Lucy, e hizo un gesto para que el joven se sentara. Francis lo hizo con movimientos que indicaban que se sentía ansioso y reticente a la vez.
– El retrasado no parece la clase de persona que buscamos -contestó Francis-. Varios de los hombres que han venido y han sido descartados parecían mejores sospechosos. O, por lo menos, más acordes con el perfil del sospechoso.
– Ya-asintió Lucy-. Pero ¿cómo es que este hombre tiene la camiseta?
– Porque alguien quería que la encontráramos -respondió Francis después de estremecerse-. Y que inculpáramos a este hombre. Alguien se enteró de que estamos interrogando y registrando, y estableció la relación entre ambas cosas, de modo que se nos adelantó y puso ahí la camiseta.
Lucy inspiró hondo. Eso sonaba lógico.
– Y ¿por qué querría conducirnos hasta esta persona en particular?
– No lo sé -dijo Francis.
– Porque si quieres inculpar a alguien de un crimen que tú has cometido -se contestó Lucy-, lo lógico es hacerlo con alguien cuya conducta sea sospechosa.
– Pero este hombre es distinto. Es el sospechoso menos probable que se me ocurre. Un muro de piedra. De modo que tiene que haber sido elegido por otra razón. -Se levantó de golpe, como asustado por algún sonido inquietante-. Lucy -añadió-, hay algo en este hombre. Tenemos que averiguar qué es.
– ¿Crees que esto podrá ayudarnos? -preguntó Lucy señalando el expediente.
– Tal vez -asintió Francis-. Pero no sé qué hay en un expediente.
– A ver si tú encuentras algo, porque yo no lo consigo. -Se lo tendió.
Francis lo tomó. Nunca había visto un expediente hospitalario y, por un momento, se sintió como si estuviera haciendo algo ilícito, como si curioseara en la vida de otro paciente. La existencia que los pacientes conocían unos de otros estaba tan enmarcada en el hospital y su rutina diaria que, tras una breve reclusión, uno se olvidaba de que los demás tenían vidas más allá de aquellas paredes. El hospital te arrebataba el pasado, la familia, el futuro. Pensó que en alguna parte había un expediente sobre él, y otro sobre Peter, y que contenían toda clase de información que, en ese momento, parecía muy lejana, como si todo hubiera pasado en otra existencia, en otro tiempo, a otro Francis.
Estudió minuciosamente el expediente.
Estaba escrito en jerga hospitalaria abreviada y anodina, y dividido en cuatro partes. La primera trataba de las circunstancias de su hogar y su familia; la segunda contenía la historia clínica, que incluía estatura, peso, tensión arterial y demás; la tercera especificaba el tratamiento con la indicación de diversos fármacos, y la cuarta consistía en el pronóstico. Esta última constaba sólo de seis palabras: «Reservado. Probable atención de larga duración.»
Un gráfico mostraba que el hombre había obtenido, en más de una ocasión, permiso para pasar el fin de semana con su familia, fuera del hospital.
Francis leyó sobre un hombre que había crecido en una pequeña ciudad cercana a Boston y que se había trasladado a Massachusetts occidental el año anterior a su hospitalización. Tenía treinta y pocos años, una hermana y dos hermanos, todos ellos con un coeficiente normal y, al parecer, una vida normal. Le habían diagnosticado el retraso mental en la escuela primaria, y había participado en varios programas de desarrollo toda su vida. Ningún plan había resultado.
Francis se reclinó en la silla y fue leyendo una situación tan de manual como funesta. Una madre y un padre que envejecían. Un hijo de carácter infantil, más grande y más difícil de controlar a medida que pasaban los años. Un hijo que no podía entender o controlar sus impulsos y su rabia. Ni su pulsión sexual. Ni su fuerza. Unos hermanos que querían alejarse de él, y no estaban dispuestos a ayudar.
Francis se podía ver reflejado en cada frase. Diferente pero, aun así, igual.
Leyó el expediente una vez, y luego otra, consciente todo el tiempo de que Lucy observaba su rostro para valorar sus reacciones a lo que leía.
Se mordió el labio inferior. Notó que las manos le temblaban un poco. Las cosas giraban a su alrededor, como si las palabras de las páginas se sumaran a los pensamientos que ocupaban su cabeza para marearlo. Le invadió una sensación de peligro e inspiró hondo antes de dejar el expediente en la mesa y deslizado hacia Lucy.
– ¿Y bien, Francis? -le preguntó ella.
– Nada.
– ¿No ves nada?
Sacudió la cabeza. Pero Lucy supo que mentía. Francis había visto algo. Sólo que no quería revelarlo.