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Francis no supo qué decir, porque no quería contarle la verdad: había una que iba a ser muy distinta. Miró al otro lado de la sala.

Había tres pacientes que seguían esperando. Eran fáciles de reconocer entre el resto de personas reunidas. No iban tan arreglados. Llevaban el pelo alborotado. Sus ropas no estaban tan limpias. Vestían pantalones a rayas y camisas a cuadros, o sandalias con calcetines desparejos. Nada en ellos parecía armonizar, ni su atuendo ni cómo seguían el procedimiento. Era como si todos estuvieran un poco desigualados. Les temblaban las manos y las comisuras de los labios, debido a los fármacos y a sus efectos secundarios. Los tres eran hombres, y oscilaban entre los treinta y los cuarenta y cinco años. Ninguno destacaba particularmente; no eran gordos, altos o canosos, ni estaban tatuados ni tenían nada que los diferenciara. No demostraban sus emociones. Por fuera parecían vacíos, como si los medicamentos no sólo suprimieran su locura, sino también gran parte de sus identidades.

Ninguno se había vuelto para mirarlo, por lo menos que él supiera. Habían permanecido estoicos, casi impasibles, con la vista al frente mientras se habían oído los demás casos a lo largo del día. No podía verles bien la cara, sólo los perfiles.

Uno estaba rodeado de unas cuatro personas. Francis supuso que eran sus padres y una hermana con su marido, que se removía en su silla, nada contento de estar allí. Otro paciente estaba sentado entre dos mujeres mucho mayores que él, probablemente su madre y una tía. El tercero estaba sentado entre un estirado hombre mayor de traje azul y con una expresión severa y una mujer bastante más joven, hermana o sobrina, que no parecía incómoda y escuchaba atentamente todo lo que se decía, incluso tomaba algunas notas en un cuaderno.

El juez dio un mazazo.

– ¿Qué nos queda? -preguntó-. Se está haciendo tarde.

– Tres casos, señoría -contestó la psiquiatra-. No parecen complicados. Dos diagnósticos de retraso mental y un catatónico que ha mostrado notables progresos con la ayuda de medicación antipsicótica. Ninguno tiene cargos pendientes…

– Vamos, Pajarillo -susurró Negro Grande-. Tenemos que volver. No pasará nada distinto. Estos casos se aprobarán deprisa. Es hora de irnos.

Francis dirigió una mirada hacia la joven psiquiatra, que seguía hablando al juez retirado.

– Todos estos hombres ya han sido dados de alta varias veces, señoría.

– Venga, Pajarillo -insistió el auxiliar en un tono que no dejaba margen a la discusión.

Francis no sabía cómo decir que lo que iba a pasar era lo que había estado esperando todo el día.

Se levantó, consciente de que no tenía opción. Negro Grande le dio un empujoncito en dirección a la puerta y Francis avanzó hacia ella. No se volvió, aunque tuvo la impresión de que por lo menos uno de los tres pacientes se había vuelto en la silla y le clavaba los ojos en la nuca. Notaba una presencia a la vez fría y caliente, y supo que eso era lo que sentían las víctimas del ángel.

Le pareció que una voz le gritaba: ¡Tú y yo somos iguales!, pero en la sala sólo se oían las voces rutinarias de los participantes en la vista. Lo que había oído era una alucinación, real e irreal a la vez.

¡Corre, Francis, corre!, le gritaron sus voces.

Pero no lo hizo. Siguió caminando despacio, sabiendo que el asesino estaba a sus espaldas, pero que nadie, ni siquiera Lucy, Peter, los hermanos Moses, el señor del Mal o el doctor Tomapastillas, lo creerían si lo decía. Quedaban tres pacientes en la sala. Dos eran lo que eran. Uno, no. Y tras su máscara de falsa locura, el ángel sin duda se reía de él.

Supo otra cosa: al ángel le gustaba el riesgo, y a él también. No le dejaría vivir mucho más.

El auxiliar sostuvo abierta la puerta del edificio de administración y los dos salieron. Fuera lloviznaba y Francis levantó la cara, como si el cielo pudiera limpiar todos sus miedos y dudas. El día llegaba a su fin y el cielo gris se oscurecía anunciando la noche. Francis distinguió a lo lejos el sonido de una máquina y se volvió en esa dirección. Negro Grande también se giró y ambos miraron hacia el otro lado de los terrenos del hospital. Más allá del jardín, en el cementerio del rincón más alejado del Western, una excavadora amarilla echaba una última carga de tierra al suelo.

– Espera, Pajarillo -dijo el auxiliar-. Debemos detenernos un momento. -Inclinó la cabeza y Francis le oyó murmurar-: Padre nuestro que estás en los cielos…

Francis lo escuchó en silencio.

– Tal vez éstas sean las únicas palabras dichas en recuerdo de la pobre Cleo -suspiró cuando terminó-. Quizá tenga más paz ahora. Dios sabe que en vida tenía muy poca. Eso es triste, Pajarillo. Muy triste. No me obligues a rezar una oración por ti. Aguanta. Todo mejorará, seguro. Confía en mí.

Francis asintió, pero no lo creía. Cuando volvió a mirar el cielo oscurecido, con el sonido distante de la excavadora que llenaba la tumba de Cleo, pensó que estaba escuchando la obertura de una sinfonía cuyas notas y compases presagiaban nuevas muertes.

Lucy reflexionó que era el plan más sencillo y efectivo que podían elaborar, y quizás el único con alguna esperanza de salir bien. Haría el turno de noche que había resultado mortal a Rubita en el puesto de enfermería. Esperaría a que el ángel apareciera.

Ella sería la cabra atada. El ángel sería el depredador. Se trataba de la estratagema más antigua del mundo. Dejaría el intercomunicador del hospital conectado con el puesto de la primera planta, donde los hermanos Moses aguardarían su señal. En el hospital, los gritos pidiendo ayuda eran muy frecuentes y a menudo ignorados, de modo que eligieron la contraseña «Apolo». Cuando la oyeran correrían en su ayuda. Lucy había elegido la palabra con una nota de ironía. Podrían muy bien ser astronautas que se dirigían hacia un planeta distante. Los hermanos Moses creían que no tardarían más de unos segundos en bajar las escaleras, lo que tendría la ventaja añadida de bloquear una de las vías de escape. Lo único que Lucy tenía que hacer era mantener al ángel ocupado unos momentos, y no morir en el intento. La entrada principal del edificio Amherst tenía cerradura doble, lo mismo que la puerta lateral. Todos suponían que podrían acorralar al asesino antes de que hiciese daño a Lucy o usase las llaves para escapar del hospital. Pero si lograba huir, alertarían a seguridad y las opciones del ángel se reducirían rápidamente. En cualquier caso, le verían la cara.

Peter había insistido en este punto y en otro detalle. Sostenía que era fundamental averiguar la identidad del ángel, pasara lo que pasase. Sería la única forma de preparar los casos en su contra.

También había pedido que quedara abierta la puerta del dormitorio de hombres de la planta baja para que él también pudiera controlar la situación, aunque eso significara pasar la noche en blanco. Afirmaba que él estaría un poco más cerca de Lucy, y que era menos probable que el ángel esperara un ataque desde una puerta que solía estar cerrada con llave. Los hermanos Moses habían dicho que eso era cierto, pero que ellos no podían dejar la puerta abierta.

– Va contra las normas -había comentado Negro Chico-. El gran jefe nos echaría si se entera.

– Bueno… -fue a replicar Peter, pero el auxiliar levantó una mano para añadir.

– Claro que Lucy tendrá un juego de llaves de todas las puertas. Lo que haga con ellas cuando esté en el puesto de enfermería no es asunto nuestro. Pero no seremos mí hermano y yo quienes dejemos la puerta abierta. Si atrapamos a este tipo, todo irá bien. Pero no quiero problemas innecesarios.

Lucy echó un vistazo a su cama. La residencia estaba en calma, y tenía la sensación de estar sola en el edificio, aunque sabía que eso no podía ser. En algún sitio habría gente hablando, riendo de una broma o comentando algo. Había extendido un uniforme blanco de enfermera sobre la colcha. Iba a ser su atuendo para esa noche. Rió para sus adentros. El vestido de la Primera Comunión. El vestido del baile de graduación. El traje de novia. El vestido para el funeral. Una mujer preparaba con cuidado la ropa para las ocasiones especiales.

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