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Lucy observó las marcas púrpuras que rodeaban su cuello. Parecía que la piel, que ya había adquirido una tonalidad blanca como la porcelana, las hubiera absorbido. La difunta lucía una sonrisita grotesca en los labios, como si la muerte le hubiera hecho gracia. Lucy inspiró y exhaló despacio.

– Quiere que las cosas sean simples, claras, evidentes -comentó Gulptilil-. Pero nunca son así, señorita Jones. Por lo menos aquí.

Lucy asintió. El médico sonrió con ironía, de una forma parecida a Cleo.

– Los signos externos de la estrangulación son patentes -afirmó-, pero las pulsiones reales que la condujeron a este final son opacas. E imagino que la verdadera causa de la muerte escaparía incluso al más distinguido patólogo del país, porque la locura lo oscurece todo.

El doctor Gulptilil tocó la piel de Cleo brevemente. Miraba su cadáver pero dirigía las palabras a Lucy.

– Usted no comprende este sitio -indicó-. No ha hecho ningún esfuerzo por comprenderlo desde que llegó, porque lo hizo con los mismos miedos y prejuicios de las personas que no están familiarizadas con los enfermos mentales. Aquí, lo anormal es normal y lo extraño es habitual. Ha enfocado su investigación como si el hospital fuera parte del mundo exterior. Ha buscado pruebas fidedignas y pistas reveladoras. Ha examinado las historias clínicas y recorrido los pasillos, como habría hecho si éste no fuera el sitio que es. Por supuesto, todo ello es, como he intentado explicarle, inútil. Así que me temo que sus esfuerzos están destinados al fracaso. Como yo había intuido desde el principio.

– Todavía me queda algo de tiempo.

– Sí. Y quiere provocar una reacción en ese misterioso y tal vez inexistente asesino. Quizá sería una actividad adecuada en su mundo, señorita Jones. Pero ¿aquí?

– ¿No cree que el factor sorpresa puede favorecerme? -Lucy se señaló los mechones cortados.

– Sí-contestó el médico-. ¿Pero a quién sorprenderá? ¿Y cómo?

La fiscal guardó silencio. El médico observó el rostro de Cleo y meneó la cabeza.

– Ah, pobre Cleo -se lamentó-. Me gustaban mucho sus gracias. Tenía una energía frenética que, cuando estaba controlada, era de lo más divertida. ¿Sabía que podía citar el espléndido drama de Shakespeare por entero, frase por frase, palabra por palabra? Pero, por desgracia, esta tarde irá a descansar a nuestra fosa común. El encargado de la funeraria llegará dentro de poco para preparar el cadáver. Una vida llena de agitación, dolor y de una terrible soledad, señorita Jones. Quien se haya preocupado por ella tiempo atrás y la haya querido en algún momento ha dejado de constar en nuestros registros y en la memoria institucional de que disponemos. De modo que su paso por este mundo ha significado muy poco. No parece justo, ¿no cree? Cleo tenía una gran personalidad, era una mujer resuelta y de sólidas convicciones. Que todo eso estuviera envuelto de locura no menoscaba su pasión. Me gustaría que hubiera podido dejar alguna huella en este mundo, porque se merecía un mejor epitafio que la anotación que figurará en el registro hospitalario. Sin lápida, sin flores. Otra cama en el hospital, sólo que ésta estará bajo tierra. Se merecía un funeral con trompetas y fuegos artificiales, elefantes, leones, tigres y una carroza tirada por caballos, algo digno de una reina. -Suspiró-. Y bien, señorita Jones -prosiguió tras desviar los ojos del cadáver y dirigirlos hacia ella-, ¿qué piensa hacer?

– Buscar, doctor. Buscar hasta el último momento que pase aquí.

– Ah, una obsesión -exclamó Gulptilil con malicia-. Una búsqueda inquebrantable a pesar de todos los obstáculos. Tendrá que admitir que es una cualidad que se acerca más a mi profesión que a la suya.

– Quizás «insistencia» sea una palabra mejor.

– Como quiera. -Se encogió de hombros-. Pero contésteme una pregunta, señorita Jones. ¿Ha venido aquí a buscar a un loco o a un cuerdo?

No esperó a oír la respuesta, que de todos modos tardaba en llegar, y empujó el cadáver de Cleo de vuelta a la unidad de refrigeración. Las guías rechinaron.

– Tengo que reunirme con el encargado de la funeraria, que va a tener un día muy ajetreado. Buenos días, señorita Jones.

Lucy lo observó marcharse, balanceando el cuerpo regordete, y admitió que se sentía algo intimidada por el asesino que estaba buscando. A pesar de todos sus esfuerzos, seguía escondido en el hospital y, que ella supiera, totalmente inmune a su investigación.

– Eso era lo que creías, ¿verdad?

Cerré los ojos, a sabiendas de que en un momento el ángel estaría a mi lado. Procuré sosegar mi respiración y aminorar los latidos del corazón porque creía que, a partir de entonces, todas las palabras serían peligrosas, tanto para él como para mí.

– No sólo lo creía. Era verdad.

Me giré, primero a la derecha y después a la izquierda, buscando el origen de esas palabras. Parecía haber vahos, fantasmas, luces vaporosas que temblaban y parpadeaban a cada lado.

– Estaba totalmente a salvo, cada minuto, cada segundo, sin importar lo que hiciera. Seguro que eres consciente de ello, Pajarillo. -Su voz tenía un tono brusco, lleno de arrogancia y rabia, y cada palabra parecía rozarme la mejilla como el beso de un difunto.

– Estabas a salvo de ellos -dije.

– Ni siquiera conocían las leyes -se jactó-. Sus normas eran absolutamente inútiles.

– Pero no estabas a salvo de mí-repliqué desafiante.

– ¿ Y crees que ahora tú estás a salvo de mí? -replicó el ángel con dureza-. ¿A salvo de ti mismo?

No respondí. Se produjo un breve silencio y luego una explosión, como un disparo, seguida del ruido de un cristal hecho añicos. Un cenicero lleno de colillas se había estrellado contra la pared, lanzado con fiera violencia. Retrocedí. La cabeza me daba vueltas; el agotamiento, la tensión y el miedo pugnaban por apoderarse de mí. Olía a tabaco y algo de ceniza todavía revoloteaba en el aire junto a una mancha oscura en la pared blanca.

– Nos estamos acercando al final, Francis -dijo el ángel con tono burlón-. ¿Lo notas? ¿Lo sientes? ¿Te das cuenta de que casi se ha acabado? Tal como ocurrió años atrás -añadió con amargura-. Se acerca el momento de morir.

Me miré la mano. ¿Había lanzado yo el cenicero al oír sus palabras? ¿O lo había lanzado él para demostrar que estaba tomando forma, adquiriendo sustancia? ¿Volviéndose de nuevo real? La mano me temblaba.

– Morirás aquí, Francis. Tendrías que haber muerto entonces, pero morirás ahora. Solo. Olvidado. Sin amor. Pasarán días antes de que alguien encuentre tu cadáver, tiempo más que suficiente para que los gusanos te infesten la piel, se te hinche el estómago y tu hedor apeste.

Negué con la cabeza, dispuesto a hacerle frente.

– Oh, sí-prosiguió-. Será así. Ni una palabra en los periódicos, ni una lágrima derramada en tu funeral, si es que lo hay. ¿ Crees que la gente llenará alguna iglesia para encomiarte, Francis? ¿Que pronunciarán discursos bonitos sobre tus obras? ¿Sobre todas las cosas espléndidas y valiosas que hiciste antes de morir? No lo creo, Francis. Te morirás y nada más. Será un gran alivio para todas las personas a las que nunca has importado un comino y que, en el fondo, estarán encantadísimas de que ya no seas una carga para ellas. Lo único que quedará de tu vida será el olor que dejes en este piso, que los próximos inquilinos quitarán con desinfectante y lejía.

Hice un gesto hacia la pared escrita.

– ¿Crees que a alguien le importarán tus garabatos idiotas? Desaparecerán en minutos. En segundos. Alguien vendrá, echará un vistazo a los destrozos que causó el loco, irá a buscar una brocha y tapará hasta la última palabra. Y lo que pasó hace mucho tiempo quedará enterrado para siempre.

Cerré los ojos. Si sus palabras me golpeaban, ¿cuánto daño me haría con los puños? Tuve la impresión de que el ángel se volvía cada vez más fuerte y yo más débil. Inspiré hondo y empecé a arrastrarme por la habitación con el lápiz en la mano.

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