Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Sintió impotencia. Echó un vistazo alrededor y se percató de que el elemento fundamental de aquellas vistas eran los familiares sentados en silencio, a la espera de que llamasen a su hijo, su hija, su sobrina, su sobrino, o incluso su madre o su padre. Sin ellos, nadie conseguía salir. Aunque las órdenes que los habían recluido en su día en el Western hubieran vencido hacía tiempo, en ausencia de alguien dispuesto a asumir la responsabilidad en el exterior, la verja del hospital permanecía cerrada. Francis no pudo evitar preguntarse cómo iba a convencer a sus padres de que acudiesen a abrirle las puertas, cuando ni siquiera iban al hospital a verlo.

Una voz sonó en su interior: Nunca te querrán lo suficiente para venir aquí y pedir que te dejen volver con ellos…

Y otra, que hablaba deprisa, le dijo: Tienes que encontrar otra forma de demostrar que no estás loco.

Asintió para sí, porque sabía que lo que ocultaba al señor del Mal y a Tomapastillas era fundamental. Se removió en su silla y empezó a examinar a las personas sentadas en la sala. Parecían de todas las procedencias, rudas, toscas. Algunos hombres llevaban chaquetas y corbatas incongruentes que se habían puesto para causar una buena impresión cuando, en realidad, era más probable que lograran el efecto contrario. Las mujeres llevaban vestidos sencillos, y algunas sujetaban pañuelos de papel para secarse las lágrimas. Pensó que había una gran cantidad de fracaso esparcido en aquella habitación, así como de culpa. Más de un rostro exhibía las marcas de la culpabilidad, y Francis sintió el impulso de decirles que no era culpa suya que se hubieran convertido en lo que eran, pero no estaba seguro de que eso fuera exacto.

– Prosigamos -dijo el juez con la cara colorada mientras golpeaba dos o tres veces con el mazo.

Francis se volvió para observar el procedimiento, pero antes de que el juez pudiera carraspear y que la psiquiatra de expresión confusa pudiera leer un nombre, oyó vanas de sus voces a la vez. ¿Por qué estamos aquí? No deberíamos estar aquí. Deberíamos correr. Deprisa, márchate. Vuelve a Amherst. Ahí estarás a salvo…

Francis volvió a observar a la gente reunida. Ningún paciente se había fijado en él al entrar, ninguno lo observaba, ninguno lo miraba con malevolencia, odio o rabia.

Sospechaba que eso podría cambiar.

Inspiró hondo. Si eso era así, corría más peligro rodeado de pacientes y personal del hospital, sentado junto a Negro Grande, que nunca. Peligro debido al hombre que creía que también estaba en esa habitación. Y corría peligro debido a lo que se estaba desatando en su interior.

Se mordió el labio y trató de vaciar su mente. Se dijo que debía ser una mera hoja en blanco y esperar a que escribieran algo en ella. Se preguntó si el auxiliar podría notar su respiración superficial y su frente o sus manos sudorosas, y haciendo acopio de fuerza de voluntad se ordenó: Cálmate.

Entonces dijo mentalmente a todas sus voces: Todo el mundo necesita una salida.

Rogó que nadie, en especial Negro Grande, el señor del Mal o alguno" de los demás administradores, notara su agitación. Estaba sentado en el borde de la silla, nervioso, asustado, pero obligado a estar ahí y a escuchar, porque esperaba oír algo importante. Deseaba que Peter estuviera a su lado, o Lucy, aunque no creía que los hubiese convencido de que aquello era vital. Ahora estaba solo, y suponía que estaba más cerca de una respuesta de lo que nadie podía imaginar.

Lucy cruzó las puertas del depósito de cadáveres y sintió el frío del aire acondicionado. Era una pequeña habitación en el sótano de un edificio situado en la periferia de los terrenos del hospital, que solía usarse para almacenar equipo obsoleto y suministros largo tiempo olvidados. Poseía la discutible ventaja de estar cerca del improvisado cementerio. Había una mesa de autopsia de metal reluciente en el centro y una hilera de media docena de contenedores refrigerados en una pared. Una vitrina contenía una modesta selección de escalpelos e instrumental quirúrgico. En un rincón había un archivador y un escritorio con una maltrecha máquina de escribir Selectric IBM. Un ventanuco situado a gran altura en la pared daba al suelo exterior y apenas permitía que un tenue rayo de luz se colara a través de una espesa capa de suciedad. Un par de fluorescentes de techo zumbaban como un enjambre de insectos.

La sala parecía un lugar abandonado, y un ligero hedor a excrementos impregnaba el aire frío. Sobre la mesa de autopsia había una tablilla que sujetaba un juego de formularios. Lucy buscó con la mirada a algún auxiliar pero no había nadie, así que se adentró en la habitación. La mesa de autopsia disponía de dos canales que llegaban hasta el desagüe del suelo. Ambos mostraban manchas oscuras. Tomó la tablilla y leyó el informe preliminar de la autopsia, que exponía lo evidente: Cleo había muerto de asfixia provocada por una sábana utilizada como soga. Sus ojos se detuvieron en la anotación correspondiente a la mutilación, que describía el pulgar seccionado, y luego en el diagnóstico, que era esquizofrenia de tipo paranoide no diferenciada, con delirios y tendencias suicidas. Lucy sospechaba que esta última observación se había añadido, como muchas otras cosas, post mortem. Cuando alguien se ahorca, sus tendencias suicidas se vuelven bastante claras.

Siguió leyendo. No constaba ningún familiar cercano y la casilla para indicar a quién notificar en caso de muerte o lesiones estaba tachada.

En una ocasión, un célebre médico forense había dictado una clase sobre pruebas y, en términos presuntuosos, había dicho a los estudiantes de Derecho, entre los que se encontraba Lucy, que los muertos hablaban con gran elocuencia sobre la forma de su muerte y a menudo señalaban directamente a la persona que los había llevado a ella. La clase había contado con una gran asistencia y había sido bien recibida, pero ahora a Lucy le pareció abstracta y lejana. Lo que ella tenía era un cadáver silencioso en un refrigerador situado en un rincón de un sótano sombrío, y un protocolo de autopsia incluido en una hoja amarilla sujeta a una tablilla, y no creía que le dijera nada, en especial nada que pudiera ayudarla a encontrar al asesino.

Volvió a dejar la tablilla en la mesa y se dirigió hacia el refrigerador. Ninguna de las puertas estaba marcada, de modo que tiró de la primera, y luego de la siguiente, donde encontró un paquete de seis latas de coca-cola que alguien había puesto a enfriar. La tercera parecía encallada, y ella intuyó que contenía el cuerpo. Inspiró hondo y consiguió abrirla unos centímetros.

En efecto, allí estaba el cadáver desnudo de Cleo.

Quedaba muy ajustada en el contenedor debido a su corpulencia, y la bandeja corredera sobre la que descansaba no se movió cuando Lucy tiró de ella.

Apretó los dientes para dar un tirón más fuerte pero oyó que la puerta de la sala se abría. Se giró y vio al doctor Gulptilil.

Este la observó con extrañeza un instante, pero cambió de expresión y sacudió la cabeza.

– Señorita Jones -dijo-, menuda sorpresa. Creo que no debería estar aquí.

Lucy no contestó.

– A veces -prosiguió el médico-, hasta una muerte tan pública como la de la señorita Cleo debería gozar de cierta intimidad.

– Estoy de acuerdo, al menos en principio -repuso Lucy con altivez. Su sorpresa inicial quedó sustituida de inmediato por la beligerancia que usaba como armadura.

– ¿Qué espera averiguar aquí?

– No lo sé.

– ¿Cree que esta muerte puede revelarle algo? ¿Algo que todavía no sepa?

– No lo sé -repitió Lucy, incómoda al ver que no se le ocurría una respuesta mejor.

El médico se acercó a ella, y su cuerpo grueso y su piel oscura relucieron bajo las luces del techo. Avanzó con una rapidez que contrastaba con su figura en forma de pera, y Lucy pensó que iba a cerrar de golpe la tumba temporal de Cleo. Pero lo que hizo, en cambio, fue tirar de la bandeja con el cadáver, de modo que el torso de Cleo quedó al descubierto entre ambos.

101
{"b":"110014","o":1}