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– Si las preguntas son de cariz legal, ¿no debería estar presente mi abogado? -sugirió Peter. Formuló la frase como una pregunta con la esperanza de deducir algo de la respuesta del sacerdote.

– Esperamos que acceda a reunirse con nosotros de modo informal -respondió éste.

– Eso dependerá, por supuesto, de lo que deseen saber -replicó Peter-. Sobre todo, porque veo que el padre Callahan ya ha empezado a tomar notas.

El sacerdote mayor dejó de escribir a medio trazo. Alzó los ojos hacia el sacerdote más joven, que asintió en su dirección. El cardenal se mantuvo inmóvil en el sofá observando a Peter con prudencia.

– ¿Se opone? -preguntó el padre Grozdik-. Tener constancia escrita de esta reunión podría ser importante más adelante. Tanto para su protección como para la nuestra. Y, si todo esto queda en nada, bueno, siempre podemos destruir el documento. Pero si se opone…

– Todavía no. Quizá después -dijo Peter.

– Bien. Entonces, podemos empezar.

– Adelante -soltó Peter con frialdad. El padre Grozdik consultó sus papeles y tardó en continuar. Peter se percató de que el hombre había recibido formación sobre técnicas de interrogatorio. Lo supo por su actitud paciente y reposada, que ordenaba las ideas antes de preguntar. Supuso que habría estado en el ejército e imaginó una sencilla sucesión: secundaria en el Saint Ignatius, estudios universitarios en el Boston College, instrucción en el cuerpo de oficiales en la reserva, un período de servicio en el extranjero con la policía militar, una vuelta a la facultad de Derecho del Boston College y más formación jesuita, seguido de un ascenso rápido en la archidiócesis. De joven, había conocido a unos cuantos como el padre Grozdik, que en virtud de su intelecto y su ambición eran importantes para la Iglesia. Lo único que estaba fuera de lugar era el apellido polaco y no irlandés, lo que le pareció interesante. Él era de origen católico irlandés, como el cardenal y su asistente, de modo que llevar a alguien de un origen étnico distinto indicaba algo. No sabía muy bien qué ventaja daba eso a los tres sacerdotes. Pronto lo averiguaría.

– Mire, Peter… -empezó el sacerdote-, ¿puedo llamarlo Peter? Me gustaría que la sesión fuera distendida.

– Por supuesto, padre -asintió Peter. Pensó que era inteligente. Todos los demás poseían la autoridad de un adulto y un estatus. Pero él, Peter, sólo tenía un nombre de pila. Había usado el mismo enfoque al interrogar a más de un pirómano.

– Muy bien, Peter -empezó de nuevo el sacerdote-. Está en el hospital para someterse a una evaluación psicológica ordenada por un juez antes de seguir con las acusaciones en su contra, ¿cierto?

– Sí. Intentan averiguar si estoy loco. Demasiado loco para ser juzgado.

– Eso es porque muchas personas que lo conocen creen que sus acciones son… ¿podríamos llamarlas «atípicas»? ¿Le parece una buena descripción?

– Un bombero que provoca un incendio. Un buen chico católico que reduce a cenizas una iglesia. Desde luego. Atípico me parece bien.

– ¿Y está loco, Peter?

– No. Pero eso es lo que la mayoría le dirá en el hospital si lo pregunta, así que no estoy seguro de que mi opinión cuente demasiado.

– ¿A qué conclusiones cree que ha llegado el personal hasta ahora?

– Yo diría que todavía están acumulando impresiones, padre, pero han llegado más o menos a la misma conclusión que yo. Lo expresarán de un modo más clínico, claro. Dirán que estoy lleno de conflictos no resueltos. Que soy neurótico. Compulsivo. Puede que incluso antisocial. Pero que era consciente de lo que hacía y sabía que estaba mal. Ése es más o menos el estándar legal, ¿verdad? Seguro que le enseñaron eso en la facultad de Derecho del Boston College.

Grozdik sonrió y se movió un poco en la silla.

– Muy hábil, Peter. ¿O acaso vio el anillo de la promoción? -Levantó la mano y mostró un gran anillo de oro que captó parte de la luz que entraba por la ventana.

Peter se dio cuenta de que el sacerdote se había situado de modo que el cardenal pudiera observar sus reacciones sin que él pudiera volverse para ver las del cardenal.

– Es curioso, ¿verdad, Peter? -dijo el padre Grozdik, cuya voz seguía siendo monótona y fría.

– ¿Curioso, padre?

– Tal vez curioso no sea la palabra adecuada. Puede que fuera mejor calificar este dilema de intelectualmente interesante. Existencial, casi. ¿Ha estudiado mucha psicología, Peter? ¿O filosofía, acaso?

– No. Estudié el asesinato. Cuando estaba en el ejército. Cómo matar y cómo evitar que te mataran. Y cuando volví a casa estudié el fuego. Cómo se apaga y cómo se provoca. Sorprendentemente, los dos tipos de estudio no me parecieron demasiado diferentes.

– Sí -asintió el padre Grozdik con una sonrisa-. Tengo entendido que lo llaman Peter el Bombero. No obstante, algunos aspectos de su situación transcienden las interpretaciones simples.

– Sí -respondió Peter-. Soy consciente de ello.

– ¿Piensa mucho en el mal, Peter?

– ¿En el mal, padre?

– Sí. La presencia en esta tierra de fuerzas que sólo pueden explicarse con el mal.

– Sí -asintió Peter tras vacilar-. He pasado mucho tiempo reflexionando sobre ello. No puedes haber viajado a los sitios donde yo he estado sin darte cuenta de que el mal ocupa un lugar en el mundo.

– La guerra y la destrucción. Sin duda son ámbitos en los que el mal tiene carta blanca. ¿Le interesa? ¿Intelectualmente, quizá?

Peter se encogió de hombros con indiferencia pero por dentro estaba reuniendo toda su capacidad de concentración. No sabía en qué dirección iba a orientar el sacerdote la conversación, pero no se fiaba.

– Dígame, Peter -prosiguió Grozdik tras dudar-, lo que ha hecho, ¿cree que está mal?

Peter esperó un momento antes de responder.

– ¿Me está pidiendo una confesión, padre? Me refiero a la clase de confesión que exige que antes se lean los derechos del acusado. No a la del confesionario, porque estoy seguro de que no hay padrenuestros ni avemarías suficientes, y tampoco acto de contrición alguno por mi parte, para obtener la absolución.

Grozdik no sonrió, ni pareció inquietarlo la respuesta de Peter. Era un hombre comedido, muy frío y directo, que contrastaba con el cariz indirecto de las preguntas que hacía. Peter lo consideró un hombre peligroso y un adversario difícil. El problema era que no sabía con certeza si era un adversario. Era muy probable. Pero eso no explicaba por qué estaba ahí.

– No, Peter -dijo el sacerdote cansinamente-. Ninguna de esas dos confesiones. Permítame que lo tranquilice sobre algo… -Habló de un modo que Peter sabía que servía para hacer lo contrario-. Nada de lo que diga hoy será usado en su contra ante un tribunal de justicia.

– ¿Ante otro tribunal, entonces? -replicó Peter con una pizca de ironía. El sacerdote no mordió el anzuelo.

– A todos nos juzgan al final.

– Eso está por ver, ¿no?

– Como todas las respuestas a los grandes misterios. Pero el mal, Peter…

– Muy bien, padre. Entonces la respuesta a su pregunta es que sí. Creo que mucho de lo que he hecho está mal. Si lo examina desde el punto de vista de la Iglesia, resulta bastante evidente. Por eso estoy aquí, y por eso iré pronto a la cárcel. Puede que lo que me queda de vida. O casi.

Grozdik pareció considerar esta afirmación.

– Pero sospecho que no me está diciendo la verdad -repuso-. Que, en el fondo, no cree que lo que hizo estuviera realmente mal. O tal vez cree que cuando provocó ese incendio pretendía usar un mal para eliminar otro. Puede que eso esté más cerca de la verdad.

Peter no quiso contestar. Dejó que el silencio envolviera la habitación.

– ¿Sería más exacto decir que cree que sus acciones estuvieron mal en un plano moral, pero bien en otro? -El sacerdote se había inclinado un poco hacia delante.

Peter notó que empezaban a sudarle las axilas y la nuca.

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