– No me apetece hablar sobre esto -dijo.
El sacerdote bajó la mirada y hojeó unos documentos hasta que encontró lo que buscaba, lo examinó y volvió a alzar los ojos hacia Peter.
– ¿Recuerda lo primero que dijo a la policía cuando llegaron a casa de su madre? -preguntó-. Y, podría añadir, lo encontraron sentado en un peldaño con la lata de gasolina y las cerillas en las manos.
– De hecho, usé un mechero.
– Por supuesto. Reconozco mi error. ¿Y qué les dijo?
– Parece tener el informe policial delante de usted.
– ¿Recuerda haber dicho «Con eso estamos en paz» antes de que le detuvieran?
– Sí.
– Tal vez podría explicármelo.
– Padre Grozdik -soltó Peter sin rodeos-, sospecho que no estaría aquí si no supiera ya la respuesta a esa pregunta.
El sacerdote miró de reojo al cardenal, pero Peter no pudo ver qué hizo éste. Supuso que algún leve movimiento con la mano o la cabeza. Fue sólo un breve instante, pero algo cambió.
– Sí, Peter. Por lo menos, eso creo. Dígame, ¿conocía al sacerdote que murió en el incendio?
– ¿Al padre Connolly? No. No lo había visto nunca. De hecho no sabía nada sobre él. Excepto un detalle destacado, por supuesto. Me temo que, desde que volví de Vietnam, mis idas a la iglesia eran, por decirlo de algún modo, limitadas. Ya sabe, padre, ves mucha crueldad, muchas muertes y mucha falta de sentido, y empiezas a preguntarte dónde está Dios. Es difícil no tener una crisis de fe, o como quiera llamarlo.
– Así que incendió una iglesia y, con ella, a un sacerdote…
– No sabía que él estaba ahí-aseguró Peter-. Y tampoco que había otros. Creí que la iglesia estaba vacía. Grité, llamé a algunas puertas. Supongo que fue mala suerte. Como digo, creí que estaba vacía.
– No lo estaba. Y, para serle franco, no acabo de creerlo en este punto. ¿Con qué fuerza llamó a las puertas? ¿Gritó muy alto sus advertencias? Un hombre murió y tres resultaron heridos.
– Sí. Y yo iré a la cárcel en cuanto finalice mi breve estancia en este hospital.
– Y afirma que no conocía al sacerdote…
– Había oído hablar de él.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Cuánto quiere saber, padre? Quizá no debería estar hablando conmigo, sino con mi sobrino. El monaguillo. Y puede que con algunos amigos suyos…
Grozdik levantó una mano para interrumpir a Peter.
– Hemos hablado con varios feligreses. Hemos recabado mucha información con posterioridad al incendio.
– Bueno, entonces ya sabe que las lágrimas que se derramaron por la desafortunada muerte del padre Connolly son bastante menos que las que han derramado, y todavía derramarán, mi sobrino y algunos de sus amigos.
– De modo que se encargó personalmente…
Peter sintió que lo invadía la rabia, una rabia familiar, olvidada, pero parecida a la que había sentido cuando oyó a su sobrino describir con voz temblorosa lo que le había pasado. Se inclinó hacia delante y dirigió una mirada dura a Grozdik.
– Nadie iba a hacer nada -explicó-. Yo lo sabía, padre, lo mismo que sé que la primavera sigue al invierno y el verano antecede al otoño. Con total certeza. Así que hice lo que hice porque nadie más haría nada. Seguro que usted no, y el cardenal tampoco. ¿Y la policía? Ni hablar. Se pregunta por el mal, padre. Bueno, pues ahora hay un poco menos de mal en el mundo porque yo provoqué ese incendio. Y puede que haya estado mal. Pero puede que no. Así que váyase a hacer puñetas, padre, porque me da igual. Cuando los médicos averigüen que no estoy loco, podrán enviarme a la cárcel y tirar la llave, y todo el mundo estará en paz. Un equilibrio perfecto, padre. Un hombre muere. El hombre que lo mata va a la cárcel. Que baje el telón. Todos los demás pueden seguir con sus vidas.
– Puede que no tenga que ir a la cárcel, Peter -indicó el padre Grozdik.
A menudo me he preguntado qué debió de pensar y sentir Peter al oír esas palabras. ¿Esperanza? ¿Euforia? ¿O quizá miedo? No me lo dijo, aunque aquella noche me comentó todos los detalles de la conversación con los tres religiosos. Creo que quiso dejar que yo lo imaginara, porque ése era el estilo de Peter. Si no sacabas las conclusiones tú mismo no valía la pena sacarlas. Así que, cuando se lo pregunté, sacudió la cabeza y dijo: «¿Tú qué crees, Pajarillo?»
Peter había ido al hospital para que lo evaluaran, a sabiendas de que la única evaluación que significaba algo era la que llevaba en su interior. El asesinato de Rubita y la llegada de Lucy Jones le habían alimentado la sensación de que podía compensar las cosas. Peter vivía un vaivén de conflictos y emociones sobre lo que había sabido y lo que había hecho, y toda su vida se había basado en conseguir resarcirlo todo. Resuelve un mal con el bien. Era la única forma en que podía dormirse por la noche, y al día siguiente despertaba carcomido por la tarea de arreglarlo todo. Se sentía impulsado a encontrar una ecuanimidad que siempre le era esquiva. Pero más adelante, cuando pensé en ello, creí que ni su vigilia ni su sueño podían estar nunca exentos de pesadillas.
Para mi era más sencillo. Yo sólo quería volverá casa. El problema al que me enfrentaba no dependía tanto de las voces que oía como de lo que podía ver. El ángel no era ninguna alucinación, como ellas. Era de carne y hueso, sangre y rabia, y yo empezaba a ver todo eso. Era un poco como un arrecife surgido entre la niebla, y yo navegaba directamente hacia él. Intenté contárselo a Peter, pero no pude. No sé por qué. Era como revelar algo sobre mí mismo que no quería revelar, de modo que me lo callé. Por lo menos, de momento.
– Creo que no lo entiendo, padre -soltó Peter, conteniendo sus emociones.
– Este incidente preocupa mucho a la archidiócesis, Peter.
Peter no contestó enseguida, aunque tenía una respuesta sarcástica en la punta de la lengua. Grozdik lo observó para intentar deducir su respuesta a partir de su postura en la silla, la inclinación de su cuerpo, la expresión de sus ojos. Peter creyó que de repente jugaba la partida de póquer más dura que había visto.
– ¿Preocupa, padre?
– Sí, exacto. Queremos hacer lo correcto, Peter.
El sacerdote siguió valorando las reacciones de Peter.
– Lo correcto… -repitió Peter despacio.
– Es una situación complicada, con muchos aspectos contradictorios.
– No estoy totalmente de acuerdo, padre. Un hombre cometía actos… depravados. Lo más probable era que nunca le llamaran la atención por eso. De modo que yo, exaltado y lleno de rabia y fervor justificados, me encargué de poner las cosas en su sitio. Yo solo. Un grupo parapolicial de una persona, podríamos decir. Se cometieron delitos, padre. Y se saldaron cuentas. Y ahora estoy dispuesto a aceptar mi castigo.
– Creo que es más sutil que eso, Peter.
– Puede creer lo que quiera.
– Deje que le pregunte algo: ¿le pidió alguien que hiciera lo que hizo?
– No. Lo hice por mi cuenta. Ni siquiera lo sugirió mi sobrino, y es él quien carga con las secuelas.
– ¿Cree que su acto logrará de algún modo reparar lo que le ocurrió a su sobrino?
– No. -Peter sacudió la cabeza-. Y eso me entristece.
– Por supuesto -asintió el padre Grozdik-. ¿Contó después a alguien por qué lo había hecho?
– ¿A los policías que me detuvieron?
– Exacto.
– No.
– ¿Y aquí, en el hospital?
– No -respondió Peter tras reflexionar un instante-. Pero yo diría que hay bastantes personas que conocen el motivo. No del todo, pero aun así lo saben. Los locos ven a veces las cosas con exactitud, padre. Una exactitud que se nos escapa en la calle.
Grozdik se inclinó más en la silla. Peter tuvo la sensación de estar delante de un ave rapaz que describía círculos sobre un animal muerto en la carretera.
– Participó en muchos combates en el extranjero, ¿verdad?
– En algunos.