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– Su expediente militar indica que pasó casi todo su período de servicio en zonas de combate. Y que fue condecorado en más de una ocasión por sus acciones. Y también recibió el Corazón Púrpura por heridas de guerra.

– Eso es cierto.

– ¿Y vio morir gente?

– Era sanitario. Claro que sí.

– ¿Y cómo murieron? Apostaría a que en sus brazos más de una vez.

– Ganaría esa apuesta, padre.

– ¿Acaso creyó que eso no iba a tener ningún impacto emocional sobre usted?

– Yo no he dicho eso.

– ¿Conoce una enfermedad llamada neurosis traumática, Peter?

– No.

– El doctor Gulptilil podría explicársela. Antes se le llamaba fatiga de combate, pero ahora recibe un nombre que suena más clínico.

– ¿Intenta decirme algo?

– Puede provocar que una persona actúe de una forma que podríamos calificar de atípica. Sobre todo si está sometida a un estrés repentino y considerable.

– Hice lo que hice. Se acabó.

– No, Peter -replicó Grozdik-. Empezó.

Ambos guardaron silencio un momento. Peter pensó que seguramente el sacerdote esperaba que dijera algo, pero no estaba dispuesto a hacerlo.

– Peter, ¿le ha informado alguien de lo que ha pasado desde que lo detuvieron?

– ¿En qué sentido?

– La iglesia que incendió ha sido derruida. El solar, limpiado y preparado. Se ha donado dinero. Mucho dinero. Con una generosidad extraordinaria. Ha supuesto una verdadera unión de la comunidad. Se han dibujado planos. Se. ha proyectado, en el mismo solar, una iglesia más grande y más bonita que expresará verdaderamente la gloria y la virtud. Se ha instituido una beca con el nombre del padre Connolly. Incluso se habla de añadir un centro para jóvenes, en su memoria, claro.

Peter se quedó estupefacto.

– Las muestras de amor y cariño han sido realmente memorables.

– No sé qué decir.

– Los designios del Señor son inescrutables, ¿no, Peter?

– No estoy seguro de que Dios tenga que ver en esto, padre. Me sentiría mejor si no lo sacara a colación. A ver, ¿qué me está diciendo?

– Estoy diciendo que están a punto de hacerse muchas cosas buenas, Peter. A partir de las cenizas, por así decirlo. Las cenizas que usted creó.

Por supuesto. Por eso estaba el cardenal allí observando todos los movimientos de Peter. La verdad sobre el padre Connolly y su predilección por los monaguillos era menos importante que la reacción que se había producido a favor de la Iglesia. Peter se volvió y miró al cardenal.

Éste asintió y habló por primera vez:

– Muchas cosas buenas, Peter. Pero que podrían estar en peligro.

Peter lo entendió al instante. Ningún centro para jóvenes podía recibir el nombre de un abusador de menores. Y él era la persona que amenazaba con desbaratarlo todo. Se volvió de nuevo hacia Grozdik.

– Van a pedirme algo, ¿verdad, padre?

– No exactamente, Peter.

– Entonces ¿qué quieren?

Grozdik apretó los labios, y Peter comprendió que había hecho la pregunta equivocada de modo incorrecto, porque había dado a entender que haría lo que el sacerdote quería.

– Verá, Peter -dijo Grozdik despacio, pero con una frialdad que sorprendió incluso al Bombero-. Lo que queremos… lo que todos queremos, el hospital, su familia, la Iglesia, es que se mejore.

– ¿Que me mejore?

– Y nos gustaría ayudarle a conseguirlo.

– ¿Ayudarme?

– Sí. Hay una clínica, un centro puntero en la investigación y tratamiento de la neurosis traumática. Creemos, la Iglesia cree, incluso su familia cree, que sería más adecuado para usted estar ahí que aquí, en el Western.

– ¿Mi familia?

– Sí. Parece ansiosa de que reciba esta ayuda.

Peter se preguntó qué les habrían prometido. O cómo los habrían amenazado. Molesto, se revolvió en la silla y se entristeció de golpe al darse cuenta de que probablemente no había solucionado nada, en especial a su sobrino. Quiso decirlo, pero se contuvo.

– ¿Y dónde está ese centro? -preguntó.

– En Oregon.

– ¿Oregon?

– Sí. En una parte bastante bonita del Estado, o eso tengo entendido.

– ¿Y las acusaciones en mi contra?

– Una finalización satisfactoria del tratamiento conllevaría que se retiraran los cargos.

– ¿Y qué hago yo a cambio? -quiso saber tras reflexionar.

Grozdik se inclinó hacia delante otra vez. Peter tuvo la impresión de que el sacerdote sabía de antemano la respuesta a esa pregunta.

– Esperaríamos que no hiciera ni dijera nada que pudiese impedir la consecución de un proyecto maravilloso y tan entusiasta -explicó Grozdik, despacio y con voz baja y clara.

Su primera reacción fue de rabia. Sentía una mezcla de hielo y fuego en su interior. La furia fundida con la frialdad. Hizo un esfuerzo por controlarse.

– ¿Me está diciendo que ha hablado de esto con mi familia? -preguntó.

– ¿Cree que su presencia aquí no les causa una gran angustia, al recordarles momentos tan difíciles? ¿No cree que sería mejor que Peter el Bombero empezara de nuevo lejos de aquí? ¿No cree que les debe la oportunidad de seguir adelante con sus vidas y de dejar que los acosen los terribles recuerdos de hechos tan espantosos?

Peter no respondió.

– Puede tener una vida mejor, Peter -dijo el padre Grozdik, y cogió los papeles que tenía sobre la mesa-. Pero necesitamos que acepte. Y pronto, porque esta oferta no será válida demasiado tiempo. En muchos sitios, muchas personas han hecho sacrificios importantes y han llegado a acuerdos difíciles para conseguir esta oferta, Peter.

Peter tenía la garganta seca. Cuando habló, las palabras parecieron rasparle los labios.

– Pronto, dice. ¿Se refiere a minutos? ¿A días? ¿A una semana, un mes, un año?

– Nos gustaría que empezara a recibir el tratamiento adecuado en los próximos días -sonrió Grozdik-. ¿Para qué prolongar lo que obstaculiza su bienestar emocional? Tendrá que comunicar su decisión al doctor Gulptilil, Peter. -Se levantó-. No le pediremos que la tome ahora mismo. Estoy seguro de que tendrá que pensárselo. Pero es una buena oferta, muy ventajosa en sus actuales circunstancias.

Peter también se puso de pie. Dirigió una mirada al doctor Gulptilil. El rollizo médico indio había guardado silencio a lo largo de toda la conversación.

– Peter -dijo por fin, señalando la puerta-, pide al señor Moses que te acompañe de vuelta a Amherst. Quizá pueda hacerlo sin las sujeciones esta vez. -Cuando Peter dio el primer paso, añadió-: Cuando tomes la que, por supuesto, es la única decisión posible, di al señor Evans que quieres hablar conmigo. Prepararemos el papeleo necesario para tu traslado.

El padre Grozdik pareció ponerse algo tenso y se acercó al médico.

– Tal vez sería mejor que Peter tratara esta cuestión sólo con usted -comentó-. En particular, creo que el señor Evans, su colega, no debería estar involucrado en ningún sentido.

Tomapastillas miró con curiosidad al sacerdote, que se explicó.

– Su hermano resultó herido al entrar en la iglesia para intentar, en vano, rescatar al padre Connolly. Actualmente sigue recibiendo un tratamiento de larga duración y bastante doloroso para las quemaduras sufridas esa trágica noche. Me temo que su colega podría guardar cierta animadversión hacia Peter.

Peter vaciló, pensó una, dos, tal vez doce respuestas, pero no pronunció ninguna. Asintió hacia el cardenal, que le devolvió el gesto, aunque sin sonreír y con una expresión que sugería que estaba caminando por el borde de un profundo precipicio.

El pasillo de la planta baja del edificio Amherst estaba abarrotado de pacientes. De él se elevaba el rumor de la gente que hablaba entre sí o consigo misma. Sólo cuando ocurría algo inusual, la gente se callaba o pronunciaba palabras inteligibles. Francis pensó que cualquier cambio era siempre peligroso. Ese pensamiento implicaba que se estaba acostumbrando a la vida en el Western. Y no quería que fuese así. Se dijo que una persona cuerda debía adaptarse al cambio y agradecer la originalidad. Se prometió que aceptaría todas las cosas diferentes que pudiera, que combatiría la dependencia de la rutina. Sus voces asintieron a coro en su interior, como si ellas también vieran los peligros de convertirse en una cara más del pasillo.

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