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En el mundo de aquel hospital psiquiátrico se consideraba el único pragmatista.

Suspiró. Era bien entrada la noche y estaba apoyado contra la pared con las piernas extendidas en la cama, escuchando los sonidos nocturnos. Pensó que ni siquiera la noche concedía una tregua al dolor. Los pacientes eran incapaces de liberarse de sus problemas por muchos narcóticos que Tomapastillas les recetara. Eso era lo insidioso de la enfermedad mental; se necesitaba tanta fuerza de voluntad e intensidad de tratamiento para conseguir una mejoría que la tarea era casi titánica para la mayoría y prácticamente imposible para algunos. Oyó un largo gemido de Francis. Le entristecía que su amigo se agitase en su sueño, porque aquel joven no se merecía el dolor que le acechaba en la oscuridad.

Trató de relajarse, pero no pudo. Se preguntó si, cuando cerraba los ojos, la misma agitación se apoderaba de su sueño. Pero la diferencia entre él y los demás, incluido su joven amigo, era que él era culpable, mientras que ellos probablemente no.

De pronto, notó el olor denso y dulce de algún producto inflamable. La primera vaharada fue de gasolina; la segunda, de un líquido más ligero con base de bencina.

Sorprendido, se levantó de la cama. La sensación era tan fuerte que su primera reacción fue la de dar la alarma, organizar a los hombres y sacarlos de allí antes de que se produjera el inevitable incendio. Imaginó lenguas rojas y amarillas de fuego engullendo la ropa de cama, las paredes, el suelo. Imaginó la horrible asfixia que provocaría el humo. La puerta estaba cerrada con llave, como todas las noches, y oyó gritos de socorro y golpes en las paredes. Se le tensaron todos los músculos y, con la misma rapidez, se le relajaron al inspirar y darse cuenta de que aquel olor era una alucinación similar a las que asediaban a Francis o Nappy, o incluso a las particularmente espantosas que aquejaban a Larguirucho.

A veces creía que toda su vida estaba definida por olores. El tufo de cerveza y whisky que acompañaba a su padre, mezclado con el olor a sudor rancio y a veces el fuerte olor a diesel de la maquinaria pesada que arreglaba. Hundir la cabeza en su pecho significaba aspirar la peste de los cigarrillos que terminaron matándolo. Su madre, en cambio, siempre olía a manzanilla, en su intento de contrarrestar la aspereza de los detergentes que usaba para lavar la ropa que le encargaban. A veces, bajo el intenso aroma de los jabones que ella usaba, podía captar un tufillo a lejía. Olía mucho mejor los domingos, cuando se bañaba y luego pasaba un rato horneando en la cocina, temprano, de modo que, con sus mejores galas para ir a misa, combinaba el aroma a pan recién hecho con la fragancia del champú, como si eso fuera lo que Dios quería. En la iglesia, con atuendo de monaguillo, el incienso a veces lo hacía estornudar. Recordaba todos esos aromas como si estuvieran con él en el hospital.

La guerra le había aportado un mundo de olores totalmente nuevo. Las emanaciones de la vegetación y el calor de la selva, la cordita y el fósforo blanco de los tiroteos. El hedor pegajoso del humo y el napalm a lo lejos, que se mezclaba con las esencias embriagadoras de los arbustos que lo rodeaban. Se acostumbró a la pestilencia de la sangre, los vómitos y los excrementos que tan a menudo se mezclaban con la muerte. También había los exóticos aromas culinarios de los pueblos por los que pasaban y los olores peligrosos de los pantanos y los campos inundados por los que avanzaban dificultosamente. Además, estaba el conocido olor acre de la marihuana en los campamentos y el olor irritante de los líquidos con que se limpiaban las armas. Era un lugar de emanaciones desconocidas e inquietantes.

Al volver a casa había aprendido que el fuego tiene decenas de olores diferentes en sus distintas fases y formas. El fuego de madera se diferenciaba del fuego químico, que guardaba pocas similitudes con el fuego que devoraba el hormigón. La primera llama vacilante olía diferente cuando se elevaba y cobraba fuerza, y distinto era el olor chisporrotearte de un incendio en su plenitud. Y todos ellos diferían de los olores de las maderas carbonizadas y los metales retorcidos cuando el incendio era extinguido. También había conocido entonces el inconfundible olor del agotamiento, como si la fatiga poseyera un aroma propio. Cuando se había inscrito en la academia de investigadores de incendios provocados, una de las primeras cosas que le enseñaron fue a usar el olfato, porque la gasolina con que se provoca un incendio huele diferente al queroseno, que a su vez huele diferente a las demás formas en que la gente enciende fuegos. Algunas eran sutiles, con olores distantes, esquivos. Otras eran evidentes e inexpertas, y él las detectaba desde el primer momento en que pisaba los escombros.

Cuando llegó el momento de provocar su propio incendio, había utilizado gasolina corriente adquirida en una estación de servicio situada a apenas kilómetro y medio de la iglesia. Comprada con una tarjeta de crédito a su nombre. No quería que nadie tuviera ninguna duda sobre la autoría de ese incendio concreto.

En la semi oscuridad del dormitorio, Peter el Bombero sacudió la cabeza, aunque no sabía muy bien qué quería negar. Aquella noche había controlado su rabia asesina y pensado en todo lo que había aprendido sobre cómo ocultar el origen de un incendio, todo lo referente a la precaución y la sutileza, y lo había ignorado. Había dejado un rastro tan obvio que incluso el investigador más inexperto lo habría encontrado. Había provocado el incendio y cruzado la nave hacia la sacristía dando voces de alarma, aunque creía que estaba solo. Se había detenido al oír cómo el fuego empezaba a crepitar con avidez detrás de él, y alzado los ojos hacia un vitral que de repente parecía imbuido de vida propia al reflejar las llamas. Se había santiguado, como había hecho miles de veces, y salido al jardín delantero, donde había esperado hasta verlo cobrar toda su fuerza, y después se había ido a esperar en la oscuridad del porche de la casa de su madre a que llegara la policía. Sabía que había hecho un buen trabajo y que ni siquiera la brigada más dedicada conseguiría extinguir el incendio hasta que fuera demasiado tarde.

Lo que no sabía era que el sacerdote al que había llegado a odiar estaba dentro. En un sofá de la oficina de la sacristía, en lugar de estar en su casa, donde debería haber estado. Dormido por un fuerte narcótico que le habría recetado, sin duda, un feligrés médico, preocupado porque al buen cura se le veía pálido y demacrado y sus sermones parecían salpicados de ansiedad, como era lógico. Porque sabía muy bien que el Bombero estaba al corriente de lo que le había hecho a su sobrinito, y sabía también que, de todos sus feligreses, Peter era el único que seguramente haría algo al respecto. Peter nunca lo había entendido: había muchos niños de los que el sacerdote podía haber abusado y que no estaban emparentados con nadie que pudiera montar en cólera. Peter se preguntaba también si el fármaco que había mantenido dormido al sacerdote en su cama mientras la muerte lo envolvía era el mismo que Tomapastillas solía administrar a sus pacientes. Sospechaba que sí, en una simetría que le parecía de lo más irónico.

– Lo hecho, hecho está -susurró.

Acto seguido, echó un vistazo alrededor para ver si sus palabras habían despertado a alguien.

Intentó cerrar los ojos. Sabía que necesitaba dormir, pero no esperaba que eso le supusiera ningún descanso.

Resopló lleno de frustración y puso los pies en el suelo, dispuesto a ir al cuarto de baño a beber un poco de agua. Se frotó la cara como si quisiera desprenderse de algunos de sus recuerdos. Y al hacerlo tuvo la repentina sensación de que alguien lo observaba.

Se enderezó de golpe, alerta al instante, y recorrió la habitación con los ojos.

La mayoría de los hombres estaban envueltos en sombras. Una luz tenue se colaba por las ventanas e iluminaba un rincón. Observó las hileras de camas, pero no vio a nadie despierto. Trató de desechar la sensación, pero no pudo. Todos sus sentidos, la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, parecían gritarle advertencias. Procuró tranquilizarse, no quería volverse tan paranoico como los demás pacientes, pero mientras se calmaba atisbo cierto movimiento con el rabillo del ojo.

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