Fue a introducirla en la cerradura pero se detuvo.
La puerta estaba abierta, y se deslizó unos centímetros.
Lucy retrocedió de golpe, como si la puerta estuviera electrificada.
Volvió la cabeza a derecha e izquierda y se inclinó un poco para intentar ver u oír algo revelador de que allí había alguien. Pero de repente sus ojos parecían ciegos y sus oídos sordos. Sopesó con rapidez la información de todos sus sentidos, que le enviaban mensajes de advertencia.
Vaciló.
Los tres años que había pasado en la sección de delitos sexuales de la oficina del fiscal del condado de Suffolk le habían enseñado mucho. Durante su rápido ascenso hasta ocupar el cargo de ayudante jefe de la sección, se había sumergido en un caso tras otro y seguido todos los detalles de los delitos atroces. La persistencia del delito había creado en su interior una especie de mecanismo diario de comprobación, en que hasta el último acto de su existencia tenía que contrastarse con ciertas partes: «¿Será éste el pequeño error que dará una oportunidad a alguien?» En un sentido más concreto, eso significaba que era consciente de que no debía caminar sola por un estacionamiento a oscuras ni abrir la puerta a un desconocido. Significaba mantener las ventanas cerradas, estar alerta y siempre en guardia, y a veces empuñar la pistola que la oficina del fiscal le autorizaba a tener. También significaba no repetir los inocentes errores cometidos una terrible noche cuando aún era estudiante de derecho.
Se mordió el labio inferior. Tenía el arma enfundada dentro del bolso, en la habitación.
Escuchó de nuevo y se dijo que todo estaba bien, aunque el irracional terror que sentía lo negaba. Volvió a dejar la caja con los expedientes en el suelo y la empujó con suavidad hacia un lado. Su instinto le gritaba advertencias.
Las ignoró y alargó la mano hacia el pomo, pero se detuvo al tocar el metal.
Retrocedió respirando despacio.
Habló consigo misma, como si eso fuera a imprimir más consistencia a su pensamiento: «La puerta estaba cerrada y ahora está abierta. ¿Qué vas a hacer?»
Retrocedió otro paso. De pronto, se volvió y echó a andar deprisa por el pasillo. Lanzaba miradas a derecha e izquierda, con los oídos atentos. Apretó el paso, casi corriendo, y sus zapatos resonaban quedamente en la moqueta. Las demás habitaciones de ese piso estaban cerradas y silenciosas. Llegó al final del pasillo y empezó a bajar a toda velocidad la escalera, respirando con fuerza mientras sus pies tamborileaban sobre los peldaños. La escalera era idéntica a la que había subido unos minutos antes por el otro extremo del pasillo. Abrió una pesada puerta y oyó voces. Avanzó hacia ellas y se encontró con tres mujeres jóvenes, junto a la entrada de la planta baja. Llevaban el uniforme blanco de enfermera debajo de rebecas de distintos tonos, y alzaron los ojos sorprendidas.
– Perdonen… -dijo Lucy con ademanes algo exagerados tras recuperar el aliento.
Las tres enfermeras la miraron.
– Lamento interrumpirlas -se disculpó-. Soy Lucy Jones, la fiscal que está aquí para…
– Sabemos quién es, señorita Jones, y por qué está aquí-la interrumpió una de las enfermeras. Era una mujer alta, de raza negra, con los hombros atléticos y pelo oscuro-. ¿Se encuentra bien?
Lucy asintió, e inspiró para serenarse.
– No estoy segura -dijo-. Me he encontrado con la puerta de mi habitación abierta, pero estoy segura de que esta mañana, cuando salí para el edificio Amherst, la cerré con llave…
– Eso no es normal -dijo otra enfermera-. Aunque el encargado de mantenimiento o el servicio de limpieza hubieran entrado, tienen que cerrar al salir. Es la norma.
– Lo siento -comentó Lucy-, pero estaba sola allá arriba y…
– Todos estamos un poco nerviosos, señorita Jones -asintió la primera enfermera, comprensiva-, a pesar de la detención de Larguirucho. Esta clase de cosas no pasan en el hospital. ¿Qué le parece si la acompañamos a la habitación y echamos un vistazo?
– Gracias -dijo Lucy tras suspirar-. Son muy amables. Se lo agradecería mucho.
Las cuatro mujeres subieron las escaleras, un poco como un grupo de zancudas chapoteando en un lago a primera hora de la mañana. Las enfermeras seguían hablando, cotilleando en realidad, sobre un par de médicos que trabajaban en el hospital, y bromeando sobre el aspecto de comadrejas de los abogados que habían llegado esa semana para una ronda de vistas cuasi judiciales. Lucy iba a la cabeza, y se dirigió con rapidez hacia la puerta.
– Se lo agradezco mucho -repitió, y guió el pomo.
La puerta tembló un poco pero no se abrió.
Volvió a empujar.
Las enfermeras la miraron con cierta extrañeza.
– Estaba abierta -dijo Lucy-. Se lo aseguro.
– Ahora parece cerrada -comentó la enfermera negra.
– Estoy segura de que estaba abierta. Sujeté el pomo con la mano, y al ir a meter la llave la puerta se abrió unos centímetros -explicó Lucy. A su voz, sin embargo, le faltó convicción. De repente dudaba.
Se produjo una pausa incómoda hasta que Lucy sacó la llave del bolsillo, la metió en la cerradura y abrió la puerta. Las tres enfermeras seguían detrás de ella.
– ¿Entramos y echamos un vistazo? -sugirió una.
Lucy empujó la puerta y entró en la habitación. Accionó el interruptor de la lámpara del techo y el reducido espacio se iluminó. Era un dormitorio estrecho, tan austero como el de un convento, con las paredes desnudas, una cómoda robusta, una cama individual y un pequeño escritorio con una silla. Su maleta seguía abierta en medio de la cama, sobre una colcha de pana roja, la única salpicadura de color vivo en la habitación. Todo lo demás era marrón o blanco, como las paredes. Ante las tres enfermeras, Lucy abrió el pequeño armario de la pared y observó su interior, vacío. Comprobó después el pequeño cuarto de baño. Incluso miró bajo la cama. Luego se levantó, se sacudió la falda y se volvió hacia las tres enfermeras.
– Lo siento -dijo-. Estoy segura de que la puerta estaba abierta, y tuve la sensación de que había alguien dentro. Les he ocasionado molestias y…
Las tres mujeres menearon la cabeza.
– No tiene por qué disculparse -dijo la enfermera negra.
– No me estoy disculpando -replicó Lucy-. La puerta estaba abierta y ahora está cerrada. -Pero en el fondo no estaba segura de que fuera cierto.
Las enfermeras guardaron silencio hasta que una se encogió de hombros y dijo:
– Como comenté antes, todos estamos nerviosos. Es mejor asegurarse que lamentarse. -Las otras dos asintieron-. ¿Está bien?
– Sí. Muy bien. Gracias por su interés -dijo Lucy con cierta frialdad.
– Bueno, si vuelve a necesitar ayuda, pídala a quien sea. No dude en hacerlo. En momentos como éste lo mejor es fiarse de la intuición. -No explicó a qué se refería con «momentos como éste».
Lucy cerró la puerta cuando se marcharon. Se volvió y se apoyó contra ella un poco avergonzada. Miró alrededor y pensó: «No te equivocaste. Aquí había alguien. Alguien te estaba esperando.»
Miró su maleta y su bolso. «O alguien estaba simplemente echando un vistazo.» Se acercó a la escasa ropa y los artículos de tocador que había llevado consigo e intuyó que faltaba algo. No sabía qué, pero sabía que se habían llevado algo de su habitación.
Fuiste tú, ¿verdad?
Ahí, en ese momento, intentaste decirle a Lucy algo importante sobre ti, pero ella no lo captó. Era algo fundamental y algo aterrador, mucho más aterrador que lo que pudo sentir al cerrar la puerta de su habitación. Todavía pensaba como una persona normal, y eso era perjudicial para ella.
Peter el Bombero contemplaba el otro lado de la habitación, cavilando sobre la tarea que tenía entre manos. La incertidumbre erosionaba sus pensamientos, y sentía la amargura que la indecisión puede alimentar. Se consideraba un hombre decidido y las dudas lo incomodaban. Había sido un impulso lo que lo animó a ofrecer sus servicios y los de Pajarillo a Lucy Jones, pero estaba seguro de que había sido lo correcto. Sin embargo, su entusiasmo no había contemplado el fracaso, y ahora se esforzaba por encontrar una forma de lograr su objetivo. En todo lo referente a la investigación veía restricciones y limitaciones, y no sabía cómo podrían superarlas.