Comprendí que parte de su enfermedad consistía en llamar siempre la atención.
Pero ¿por qué había sido tan preciso acercando su cara a la mía? «Yo soy el hombre que estás buscando.»
En mi piso, apoyé la frente contra la pared, sobre las palabras que había escrito para hacer una pausa, sumido en los recuerdos. La presión me recordaba un poco una compresa fría aplicada en la frente para bajar la fiebre a un niño. Cerré los ojos con la esperanza de descansar un poco.
Pero un susurro rasgó el silencio. Siseó justo detrás de mí.
– ¿Creíste que te lo iba a poner fácil?
No me volví. Sabía que el ángel estaba ahí y, a la vez, no estaba ahí.
– No -respondí-. No creí que me lo pondrías fácil. Pero tardé cierto tiempo en averiguar la verdad.
Lucy vio a Francis salir del dormitorio para seguir a un hombre que no era el que ella le había indicado. El chico estaba pálido y le pareció que absorto en lo que estaba haciendo, casi ajeno al ajetreo que se producía antes de la cena en el concurrido pasillo. Empezó a acercarse a él, pero se detuvo. Sin duda Pajarillo tendría alguna razón para hacer eso.
Los vio entrar en la sala de estar y se dirigió hacia allí, cuando vio que Evans avanzaba a toda velocidad por el pasillo hacia ella. Tenía la expresión enfurecida de un perro al que acaban de quitarle un buen hueso.
– Bueno -soltó enfadado-, supongo que estará contenta. Tengo a un auxiliar en urgencias con una muñeca fracturada, y he tenido que trasladar a tres pacientes de Williams y poner a un cuarto en aislamiento por lo menos veinticuatro horas. Tengo una unidad alborotada y agitada, y es probable que uno de los trasladados corra mucho riesgo porque ha tenido que cambiar de ubicación después de varios años, y no por culpa suya. Se vio atrapado en medio de la pelea por casualidad, pero terminó siendo amenazado. ¡Maldita sea! Espero que comprenda el contratiempo que esto supone, y lo peligroso que es, sobre todo para los pacientes que están estabilizados y los mandan de repente a otra unidad.
– ¿Usted piensa que yo hice todo eso? -Lucy lo miró con frialdad.
– Sí -respondió Evans.
– Debo de ser mucho más lista de lo que me pensaba -comentó Lucy con sarcasmo.
El señor del Mal resopló con la cara colorada. Lucy pensó que tenía el aspecto de un hombre al que no le gusta nada que el mundo que controla rígidamente se altere. Fue a contestar con enfado, pero de pronto logró controlarse y hablar de modo comedido.
– El acuerdo para que trabajara en este centro ponía como condición que eso no supusiera ninguna alteración. Creo recordar que usted aceptó tratar de pasar inadvertida y no obstaculizar los tratamientos en curso.
Lucy no respondió, pero entendió lo que estaba insinuando.
– Es lo que yo tenía entendido -prosiguió el señor del Mal-. Pero corríjame si me equivoco.
– No, no se equivoca. Lo siento. No volverá a pasar. -Sabía que eso era falso.
– Me lo creeré cuando lo vea -replicó Evans-. Y supongo que
piensa seguir interrogando pacientes por la mañana.
– Sí.
– Pues eso ya lo veremos -repuso. Y con esa amenaza velada suspendida en el aire, el señor del Mal se volvió y se dirigió hacia la puerta principal. Se detuvo cuando vio a Negro Grande acompañando al Bombero. El psicólogo observó que Peter no llevaba sujeciones como antes.
– ¡Un momento! -gritó-. ¡Quietos ahí!
El corpulento auxiliar se detuvo y se volvió hacia él. Peter vaciló.
– ¿Por qué no lleva sujeciones? -aulló Evans, colérico-. Este hombre no tiene permiso para salir de estas instalaciones sin esposas ni grilletes. ¡Son las normas!
– El doctor Gulptilil dijo que no había problema. -Negro Grande arqueó las cejas.
– ¿Cómo?
– El doctor Gulptilil… -repitió el auxiliar, pero fue interrumpido.
– No me lo creo. Este hombre está aquí por orden judicial. Se enfrenta a graves acusaciones por incendio y homicidio involuntario. Tenemos una responsabilidad…
– Eso es lo que el jefe dijo.
– Voy a comprobarlo ahora mismo. -Evans se giró y dejó a los dos hombres en medio del pasillo.
Se dirigió hacia la puerta principal, revolvió sus llaves, soltó un juramento cuando encajó en la cerradura una equivocada, volvió a hacerlo con más fuerza cuando la segunda también falló y, por fin, se rindió y se dirigió hacia su despacho apartando a los pacientes que se encontraban a su paso.
Francis siguió al hombre fornido, que se abría paso por Amherst. El modo en que ladeaba la cabeza, levantaba el labio enseñando los dientes, encorvaba los hombros y balanceaba unos antebrazos tatuadísimos advertía con claridad a los demás pacientes que se hicieran a un lado. Un recorrido depredador y desafiante. El hombre fornido echó un buen vistazo alrededor de la sala de estar, como un topógrafo que examinara un terreno. Los pocos pacientes que quedaban allí retrocedieron hacia los rincones o se ocultaron detrás de revistas antiguas para evitar verle los ojos. Al hombre fornido pareció gustarle, satisfecho de que su estatus de bravucón fuera a establecerse fácilmente, y avanzó hasta el centro de la sala. No pareció darse cuenta de que Francis lo seguía hasta que se detuvo.
– Bueno -dijo en voz alta-, ahora estoy aquí. Que nadie intente tocarme las pelotas.
A Francis le pareció una estupidez, y puede que también una cobardía. Los únicos pacientes que había en la sala eran viejos seniles, o absortos en algún mundo distante y privado. No había nadie que pudiera desafiar al hombre fornido.
A pesar de las voces que le gritaban que tuviera cuidado, Francis avanzó unos pasos hacia él, y éste, por fin, se percató de su presencia.
– ¡Tú! -exclamó-. Creía que ya me había ocupado de ti.
– Quiero saber qué pretendiste decir -comentó Francis.
– ¿Qué pretendí decir? -El hombre imitó la voz cantarina de Francis-. ¿Qué pretendí decir? Pretendí decir lo que dije y dije lo que pretendía decir. Nada más.
– No lo entiendo -insistió Francis-. Al decir que eras el hombre que estoy buscando, ¿qué quisiste decir?
– Parece bastante obvio, ¿no?
– No -replicó Francis-. En absoluto. ¿A quién crees que estoy buscando?
– Estás buscando a alguien mezquino -sonrió el hombre fornido-. Y lo has encontrado. ¿Qué? ¿No crees que pueda ser lo bastante mezquino para ti? -Avanzó hacia Francis con los puños cerrados y un poco agazapado.
– ¿Cómo supiste que te estaba buscando? -preguntó Francis, y se mantuvo firme a pesar de todos los ruegos de que huyera emitidos en su interior.
– Todo el mundo lo sabe. Tú y el otro tío, y la mujer del exterior. Todo el mundo lo sabe -afirmó el otro de modo enigmático.
Francis pensó que en el hospital no había secretos. Pero eso no era cierto.
– ¿Quién te lo dijo? -insistió.
– ¿Cómo?
– ¿Quién te lo dijo?
– ¿Qué cono quieres decir?
– ¿Quién te dijo que yo estaba buscando a alguien? -aclaró Francis con la voz más aguda. Había ganado impulso, guiado por algo totalmente distinto a sus voces interiores y que hacía que las preguntas le salieran de la boca a pesar de que cada palabra aumentaba el peligro al que se enfrentaba-. ¿Quién te dijo que me buscaras? ¿Quién te dijo cómo era yo? ¿Quién te dijo quién era yo, quién te dio mi nombre? ¿Quién?
El otro adelantó una mano para tocarle la mandíbula con los nudillos, como si lo amenazara.
– Eso es asunto mío -afirmó-. No tuyo. Con quién hablo y qué hago es asunto mío.
Francis observó que abría un poco más los ojos, como si captara alguna idea fugaz. Varios elementos volátiles se mezclaban en la imaginación del hombre fornido, y en algún lugar de esa mezcla explosiva estaba la información que quería.
– Por supuesto que es asunto tuyo -admitió Francis suavizando su tono-. Pero puede que también sea asunto mío. Sólo quiero saber quién te dijo que me buscaras y me dijeras eso.