– Nadie -mintió el hombre fornido.
– Fue alguien -lo rebatió Francis.
La mano del hombre se apartó de la cara de Francis, que vio un miedo eléctrico en sus ojos, oculto bajo la rabia. En ese instante le recordó a Larguirucho cuando se obsesionó con Rubita, o antes, cuando lo había hecho con él. Una fijación total con una única idea, una oleada abrumadora de una sola sensación en su interior, en alguna gruta difícil de penetrar hasta para la medicación más potente.
– Es asunto mío -repitió el hombre fornido.
– El hombre que te lo dijo podría ser el que estoy buscando.
– Vete a la mierda -soltó el hombre a la vez que sacudía la cabeza-. No te voy a ayudar en nada.
Francis sólo podía pensar que estaba cerca de algo y que necesitaba averiguarlo porque sería algo concreto que proporcionar a Lucy Jones. Entonces vio cómo el hombre fornido se agitaba, y la rabia, la frustración y todos los terrores habituales de la locura se unían. En ese instante de peligro, Francis se percató de que había ido demasiado lejos. Retrocedió un paso, pero el hombre fornido lo siguió.
– No me gustan tus preguntas -le espetó.
– Vale, ya no te haré más -respondió Francis, retrocediendo.
– No me gustan tus preguntas y tampoco me gustas tú. ¿Por qué me has seguido hasta aquí? ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué me vas a hacer?
Lanzó cada una de estas preguntas como golpes. Francis miró a derecha y a izquierda buscando un sitio donde esconderse, pero no encontró ninguno. Las pocas personas que había en la sala se habían acurrucado en los rincones o bien observaban las paredes o el techo, cualquier cosa que las llevara mentalmente a otra parte. El hombre le empujó el pecho con el puño y le hizo dar otro paso atrás de modo que casi perdió el equilibrio.
– No me gusta que te metas en mis cosas -exclamó-. Creo que no me gusta nada que tenga que ver contigo. -Le empujó otra vez, más fuerte.
– Muy bien -dijo Francis levantando una mano-. Te dejaré en paz.
El otro pareció ponerse tenso, con todo el cuerpo tirante.
– Sí, eso está bien -gruñó-. Y me aseguraré de ello.
Francis vio venir el puño y logró levantar el antebrazo lo suficiente para evitar que le diera en la mejilla. Por un momento vio estrellitas, y el impulso le hizo girarse hacia atrás, tambaleante, y tropezar con una silla. De hecho eso le fue bien, porque hizo que el hombre fornido fallara su segundo puñetazo, un gancho de izquierda que pasó silbando cerca de la nariz de Francis, lo bastante como para que notara su calor. Francis se volvió a echar hacia atrás y la silla cayó al suelo, mientras el otro se abalanzaba para asestarle otro golpe, que esta vez le dio en el hombro. El hombre tenía la cara colorada de furia, y su rabia impedía que su ataque fuera acertado. Francis cayó de espaldas con tal fuerza que, al chocar contra el suelo, perdió el aliento. El hombre fornido se situó a horcajadas sobre su pecho, amenazante, mientras Francis daba patadas inútiles y con los brazos se protegía de la lluvia de golpes furiosos y alocados que le caían encima.
– ¡Te mataré! -bramaba-. ¡Te mataré!
Francis se retorcía e interponía sucesivamente el brazo derecho y el izquierdo para paliar el aluvión de puñetazos, consciente sólo en parte de que no le había golpeado fuerte y a sabiendas de que si el hombre dedicara siquiera un microsegundo a considerar las ventajas de su ataque, sería el doble de mortífero.
– ¡Déjame en paz! -gritó Francis en vano.
A través del estrecho espacio entre sus brazos vio cómo el hombre se incorporaba un poco para dominarse, como si de repente se diera cuenta de que tenía que organizar el ataque. Seguía colorado pero, de golpe, su rostro expresó un propósito y una lógica, como si toda la furia acumulada en su interior se canalizase hacia un solo torrente.
– ¡Para! -chilló una vez más Francis, indefenso, con los ojos cerrados.
Comprendió que iba a hacerle mucho daño y retrocedió. Ya no sabía qué palabras gritaba para que aquel bruto se detuviera, consciente sólo de que no significaban nada ante la rabia que sentía por él.
– ¡Te mataré! -repitió el hombre. Francis no dudaba que quería hacerlo.
El hombre soltó un grito gutural y Francis procuró apartar la cabeza pero, en ese segundo, todo cambió. Una fuerza como un potente viento los sacudió a ambos y se formó un lío frenético de puños, golpes y gritos. Francis se desplazó hacia un lado, consciente de que ya no tenía el peso de su atacante sobre el pecho y que estaba libre. Rodó por el suelo y gateó hacia la pared, desde donde vio que el hombre fornido y Peter estaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo. Peter lo rodeaba con las piernas y había conseguido sujetarle una muñeca con la mano. Sus palabras se habían convertido en una cacofonía de gritos, y rodaron juntos por el suelo. La cara de Peter reflejaba una feroz rabia mientras retorcía el brazo del hombre. Y, en el mismo instante, otro par de mísiles cruzó de repente la visión de Francis: los hermanos Moses se precipitaban a la refriega. Se produjo un momentáneo coro de gritos hasta que Negro Grande logró agarrar el otro brazo del hombre fornido a la vez que le cruzaba la tráquea con un grueso antebrazo y lo retenía mientras Negro Chico separaba a Peter a empellones.
El hombre fornido soltaba palabrotas y epítetos medio asfixiándose y lanzando salpicaduras de baba.
– ¡Negrazas de mierda! ¡Soltadme! ¡Yo no he hecho nada!
Peter resbaló hasta el suelo y quedó con la espalda apoyada contra un sofá y las piernas extendidas. Negro Chico lo soltó y se reunió con su hermano. Ambos dominaron con pericia al hombre, quien, con las manos a la espalda, pataleó un momento antes de rendirse.
– ¡Sujétenlo fuerte! -oyó Francis procedente de un lado. Evans blandía una jeringa hipodérmica en la puerta-. ¡No lo suelten! -insistió mientras tomaba un poco de algodón impregnado de alcohol y se acercaba a los dos auxiliares y al hombre histérico, que volvió a retorcerse y forcejear.
– ¡Iros a la mierda! -gritó colérico-. ¡Iros a la mierda! ¡Iros a la mierda!
El señor del Mal le limpió un trocito de piel y le clavó la aguja en el brazo con un único movimiento que denotaba mucha práctica.
– ¡Iros a la mierda! -bramó el hombre de nuevo, por última vez.
El sedante causó efecto con rapidez. Francis no estaba seguro de cuántos minutos, porque la adrenalina y el miedo le habían hecho perder la noción del tiempo. Pero en unos momentos el hombre se relajó. Entornó los ojos y una especie de inconsciencia fue apoderándose de él. Los hermanos Moses también se relajaron, lo soltaron y se levantaron dejándolo en el suelo.
– Traed una camilla para transportarlo a aislamiento -indicó el señor del Mal-. En un minuto, estará fuera de combate.
El hombre gruñó, se retorció y movió los pies como un perro que soñara que corría. Evans sacudió la cabeza.
– Menudo desastre. -Alzó los ojos y vio a Peter en el suelo, recobrando el aliento y frotándose la mano, que tenía la marca roja de un mordisco-. Tú también -ordenó con frialdad.
– ¿Yo también qué?
– Asilamiento. Veinticuatro horas.
– ¿Qué? Yo no hice nada salvo separar a ese cabrón de Pajarillo.
Negro Chico había vuelto con una camilla plegable y una enfermera. Sujetó al hombre y empezó a ponerle una camisa de fuerza. Mientras lo hacía, dirigió una mirada hacia Peter y sacudió la cabeza.
– ¿Qué tenía que hacer? ¿Dejar que ese tío diera una paliza a Pajarillo?
– Aislamiento. Veinticuatro horas -repitió Evans.
– No voy a… -empezó Peter.
– ¿Qué? ¿Me desobedeces? -Evans arqueó las cejas.
– No. Sólo protesto -aclaró Peter tras inspirar hondo.
– Ya conoces las normas sobre las peleas.
– Él estaba peleando. Yo sólo intentaba sujetarlo.
Evans se acercó a Peter y meneó la cabeza.
– Una distinción exquisita. Aislamiento. Veinticuatro horas. ¿Quieres ir por las buenas o por las malas? -Levantó la jeringa. Francis supo que quería que Peter tomara la decisión incorrecta.