Peter controló su rabia a duras penas y apretó los dientes.
– Muy bien-dijo-. Lo que usted diga. Aislamiento. Vamos allá.
Se puso de pie con dificultad y siguió diligentemente a Negro Grande, quien había cargado al hombre fornido en la camilla con la ayuda de su hermano y se lo llevaban de la sala de estar.
Evans se volvió hacia Francis.
– Tienes un cardenal en la mejilla -comentó-. Pídele a una enfermera que te cure.
Y se marchó sin mirar siquiera a Lucy, que se había situado en la puerta y en ese instante dirigió a Francis una mirada inquisitiva.
Esa noche, en su reducida habitación de la residencia de enfermeras en prácticas, Lucy estaba sentada a oscuras tratando de analizar los progresos de su investigación. El sueño le era esquivo, y se había incorporado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared, mirando al frente e intentado distinguir formas familiares en la penumbra. Sus ojos se adaptaron despacio a la ausencia de luz pero, pasado un momento, pudo distinguir las siluetas del escritorio, la cómoda, la mesilla de noche y la lámpara. Siguió concentrándose y reconoció las prendas que había dejado al azar en la silla cuando se había desvestido para acostarse.
Pensó que era un reflejo de lo que le estaba pasando. Había cosas conocidas que aun así permanecían ocultas en la oscuridad del hospital. Tenía que encontrar un modo de iluminar las pruebas y los sospechosos. Pero no se le ocurría cómo.
Echó la cabeza atrás y pensó que había embrollado mucho las cosas. Al mismo tiempo, a pesar de no tener nada concreto, estaba convencida de que se hallaba peligrosamente cerca de alcanzar su meta.
Trató de imaginar al hombre que estaba buscando, pero, como las formas de la habitación, se mantuvo indefinido y esquivo. Pensó que el mundo del hospital no se prestaba a suposiciones fáciles. Recordó decenas de momentos, sentada frente a un sospechoso en una sala de interrogatorios de una comisaría o, después, en una sala de justicia, en que había observado todos los detalles, las arrugas de las manos, la mirada escurridiza, la forma en que ladeaba la cabeza, para obtener el retrato de alguien caracterizado por la culpa y el crimen. Cuando estaban sentados frente a ella siempre resultaban muy evidentes. Los hombres que interrogaba tras la detención y durante el juicio lucían la verdad de sus acciones como un traje barato: de modo inconfundible.
Mientras seguía absorta en la oscuridad, se dijo que tenía que pensar de una forma más creativa. Más indirecta. Más sutil. En el mundo de donde procedía, tenía pocas dudas cuando se encontraba frente a frente con su presa. Este mundo era todo lo contrario. Sólo había dudas. Y, con un escalofrío que no se debía a la ventana abierta, se preguntó si habría estado ya frente a frente con el asesino. Pero aquí, él formaba parte del contexto.
Se tocó la cicatriz con una mano. El hombre que la había atacado era el tópico del anonimato. Llevaba un pasamontañas, de modo que sólo le vio los ojos oscuros, guantes de cuero negro, vaqueros y parka corriente, de las que pueden comprarse en cualquier tienda de excursionismo. Calzaba unas zapatillas de deporte Nike. Las pocas palabras que dijo fueron guturales, bruscas, pensadas para ocultar cualquier acento. En realidad, no le había hecho falta decir nada. Dejó que el reluciente cuchillo que le había rajado la cara hablara por él.
Eso era algo en lo que Lucy había pensado mucho. Posteriormente se había concentrado en ese detalle, porque le revelaba algo de un modo extraño, y la había llevado a preguntarse si el objetivo del criminal no habría sido tanto violarla como desfigurarle la cara.
Se echó hacia atrás y golpeó la pared con la cabeza un par de veces, como si los discretos golpes pudiesen liberar alguna idea en su mente. A veces se preguntaba por qué había cambiado tanto su vida desde que la habían agredido en las escaleras de aquella residencia. ¿Cuánto tiempo había sido? ¿Tres minutos? ¿Cinco minutos de principio a fin, desde la primera sensación aterradora, cuando la había agarrado, hasta el sonido de sus pasos al alejarse?
Pero a partir de ese momento todo había cambiado.
Se tocó los bordes de la cicatriz con los dedos. Con el paso de los años habían retrocedido para casi fundirse con su cutis.
Se preguntó si volvería a amar alguna vez. Lo dudaba.
No era algo tan simple como odiar a todos los hombres por lo que había hecho uno. Ni de ser incapaz de ver las diferencias entre los hombres que había conocido y el que le había hecho daño. Más bien era como si su corazón se hubiera oscurecido y congelado. Sabía que su agresor había determinado su futuro y que cada vez que señalaba de modo acusador a algún encausado cetrino ante un tribunal estaba cobrándose una venganza. Pero dudaba que nunca fueran las suficientes.
Pensó entonces en Peter. Era muy parecido a ella. Eso la entristecía y la perturbaba, incapaz de valorar que ambos estaban heridos del mismo modo y que eso debería haberlos unido. Intentó imaginárselo en la sala de aislamiento. Era lo más parecido a una celda que había en el hospital y, en ciertos sentidos, era peor. Su único propósito era eliminar cualquier idea externa que pudiera inmiscuirse en el mundo del paciente. Paredes acolchadas de color gris. Una cama atornillada al suelo. Un colchón delgado y una manta raída. Sin almohada. Sin cordones de los zapatos. Sin cinturón. Un retrete con escasa agua para impedir que alguien intentara ahogarse. No sabía si le habían puesto una camisa de fuerza. Ése era el procedimiento, y sospechaba que el señor del Mal querría que se siguiera. Se preguntó cómo podía Peter mantenerse cuerdo, cuando casi todo lo que lo rodeaba estaba loco. Recordarse sin cesar que ése no era su sitio le exigiría una notable fuerza de voluntad.
Debía de resultar doloroso.
En ese sentido, eran incluso más parecidos aún.
Inspiró hondo y se dijo que debía dormir. Tenía que estar despejada por la mañana. Algo había impulsado a Francis a enfrentarse a aquel hombre fornido. No sabía qué, pero sospechaba que era importante. Sonrió. Francis estaba resultando más útil de lo que había imaginado.
Cerró los ojos y, al cubrir una oscuridad con otra, fue consciente de que oía un sonido extraño, conocido pero inquietante. Abrió los ojos. Eran pasos suaves en el pasillo enmoquetado. Notó que el corazón se le aceleraba. Pero unos pasos no eran algo inusual en la residencia de enfermeras en prácticas. Después de todo, había distintos turnos que cubrían las veinticuatro horas, y eso provocaba que las horas de sueño fueran irregulares.
Al escuchar, le pareció que los pasos se detenían frente a su puerta.
Se puso tensa y estiró el cuello hacia el tenue sonido.
Se dijo que estaba equivocada, y entonces le pareció que el pomo de la puerta giraba despacio.
Se volvió hacia la mesilla de noche y logró encender a tientas la lámpara haciendo mucho ruido. La luz inundó la habitación. Parpadeó un par de veces y bajó de la cama. Cruzó la habitación, pero golpeó una papelera de metal, que se deslizó con estrépito por el suelo. La puerta tenía un cerrojo y seguía cerrado. Con rapidez, se apoyó contra la hoja de madera maciza y puso la oreja en ella.
No oyó nada.
Esperó algún sonido. Algo que le indicase que había alguien fuera, que alguien huía, que estaba sola, que no lo estaba.
El silencio le resultaba tan terrible como el sonido que la había llevado hasta la puerta.
Esperó.
Dejó que los segundos pasaran, alerta.
Un minuto. Tal vez dos.
Oyó voces de personas que pasaban por debajo de la ventana abierta. Sonó una carcajada, y otra se le unió.
Volvió a concentrarse en la puerta. Descorrió el cerrojo y, con un movimiento repentino y rápido, la abrió.
El pasillo estaba vacío.
Salió y miró a derecha e izquierda.
Nada.
Inspiró hondo y dejó que su corazón se apaciguara. Sacudió la cabeza. Se dijo que había estado sola todo el rato, que estaba dejando que las cosas la afectaran. El hospital era un sitio de desconocidos, y estar rodeada de tanta conducta extraña y de tanta enfermedad mental la había puesto nerviosa. Pero si tenía algo que temer, más tenía que temer el hombre que buscaba. Esta bravuconada la tranquilizó.