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– Aquí abajo -confirmó a Peter.

Contradijo así las voces que en su cabeza le gritaban ¡No bajes ahí! Las ignoró. Peter se situó a su lado. En la mano derecha empuñaba el revólver de Lucy. Francis no lo había visto recogerlo en el puesto de enfermería, pero agradeció que lo tuviera. Peter había sido soldado y sabría utilizarlo, y en aquella lúgubre catacumba, necesitarían alguna ventaja.

Peter asintió y se volvió hacia Negro Grande y su hermano, que administraban los primeros auxilios a Lucy. El auxiliar corpulento levantó la cabeza y fijó sus ojos en los del Bombero.

– Mire, señor Moses -dijo Peter con calma-, si no hemos vuelto en unos minutos…

Negro Grande se limitó a asentir con la cabeza. Su hermano también lo hizo.

– Adelante -indicó-. En cuanto llegue la ayuda, os seguiremos.

Francis tuvo la impresión de que ninguno de los dos reparaba en el arma que Peter empuñaba. Inspiró hondo e intentó borrar de su cabeza todo lo que no fuera encontrar al ángel, y con paso titubeante, empezó a bajar las escaleras.

Le pareció que zarcillos de calor y oscuridad lo envolvían a medida que avanzaba. Era imposible caminar sin hacer ningún ruido; la incertidumbre parecía favorecer el ruido, de modo que cada vez que apoyaba el pie en un peldaño creía oír un sonido fuerte y retumbante, cuando lo cierto era lo contrario: sus pasos eran amortiguados. Peter iba detrás y lo empujaba un poco, como si la velocidad fuera importante. Tal vez lo fuera. Tal vez tenían que atrapar al ángel antes de que la noche lo absorbiera y desapareciese.

El sótano era amplio y tenebroso, iluminado por un sola bombilla. Cajas de cartón, bidones vacíos y un batiburrillo de objetos desechados lo convertían en una pista de obstáculos, y una capa de hollín parecía cubrirlo todo. Se movieron lo más rápido posible entre herrumbrosos bastidores de cama y colchones mohosos, como si cruzaran una densa selva de objetos abandonados. Una enorme caldera negra descansaba inútil en un rincón, y un rayo de luz proyectaba algo de claridad al grueso conducto que penetraba en una pared para convertirse en un oscuro túnel.

– Por aquí -señaló Francis-. Ha huido por aquí.

– ¿Cómo puede ver por dónde va? -preguntó Peter refiriéndose a la oscuridad absoluta del túnel-. ¿Y adonde crees que le conducirá?

La respuesta a esta pregunta era más complicada de lo que el Bombero creía.

– A otro edificio, Williams o Harvard, o a la central de calefacción y suministro eléctrico -respondió-. Y no necesita luz. Sólo tiene que avanzar, porque sabe adonde va.

Peter asintió y pensó que probablemente el ángel no era consciente de que lo seguían, lo que tal vez constituyese una ventaja. Además, cualquiera que fuese el camino que el ángel recorría en sus anteriores desplazamientos al edificio Amherst, esa noche sería diferente, porque ya no estaba a salvo en el hospital. Esa noche, el ángel querría desaparecer. Pero Peter no estaba seguro de cómo.

Estas cosas también se le habían ocurrido a Francis. Pero él sabía algo más: no debían subestimar la cólera del ángel.

Los dos hombres se adentraron en el conducto de la calefacción.

Se había concebido para proveer de vapor, no para que un hombre lo usara como pasaje subterráneo entre edificios. Pero, aunque no estuviera pensado para esa finalidad, servía para eso. Sólo había espacio para avanzar medio agachado y a trompicones. Era un mundo perfecto para ratas y otros roedores, que sin duda lo consideraban el mejor hogar. Construido hacía décadas y derruido a lo largo de los años, su utilidad resultaba nula salvo para el asesino al que perseguían.

Se movían a tientas y se detenían cada pocos pasos para escuchar con atención, con las manos extendidas hacia delante como un par de invidentes. El calor era sofocante y el sudor les prelava la frente. Ambos se notaban cubiertos de suciedad, pero siguieron adelante superando los obstáculos, pegados con cuidado a un lado y resiguiendo un tubo viejo que parecía desintegrarse al tocarlo.

A Francis le costaba respirar. El polvo y el deterioro parecían concentrarse en todas las bocanadas de aire que aspiraba. Mientras avanzaba, percibía años de desolación y se preguntó a medida que recorría aquel túnel si estaba extraviándose más o, por el contrario, encontrándose a sí mismo.

Peter iba detrás y se detenía a menudo para aguzar el oído y la vista a la vez que maldecía la oscuridad que ralentizaba la persecución. Tenía la impresión de que no avanzaban con la rapidez necesaria y apremiaba a Francis para que se moviera más deprisa. En la penumbra del túnel, era como si todas las conexiones con el mundo de arriba se hubieran cortado y los dos se encontrasen solos para atrapar una presa muy peligrosa. Trató de obligarse a pensar con lógica y exactitud, a evaluar y reflexionar, a anticiparse y predecir, pero era imposible. Esas cualidades pertenecían al mundo normal, y ahí abajo no servían de nada. El ángel tendría algún plan de acción, pero no alcanzaba a discernir si consistía en evadirse o, simplemente, en esconderse. Lo único que sabía era que tenían que seguir adelante, porque intuía que ningún sendero selvático que hubiera recorrido ni ningún edificio en llamas en el que hubiera entrado habían sido tan peligrosos como la ruta que seguía ahora. Peter comprobó que el arma no llevaba el seguro puesto y la empuñó con más fuerza.

Soltó un juramento al dar un traspié y volvió a soltar otro mientras recuperaba el equilibrio.

Francis tropezó en un escombro y soltó un grito ahogado al tiempo que aleteaba los brazos para no caer. Cada paso era tan incierto como el de un niño, pensó. Pero de repente vio una tenue luz amarilla que parecía estar a kilómetros de distancia.

– ¿Tú qué opinas? -susurró Peter.

– ¿La central de calefacción? ¿Otro edificio?

Ninguno de los dos tenía la menor idea. Ni siquiera sabían si habían avanzado en línea recta desde el edificio Amherst. Estaban desorientados, asustados y tensos. Peter aferró el arma, al menos eso era algo real, algo firme en un mundo escurridizo. Francis no tenía nada tan concreto en lo que confiar.

Avanzó hacia la pálida luz. Con cada paso no ganaba fuerza sino dimensión, como el sol al asomar tras unas colinas distantes luchando contra la niebla y las nubes. Francis pensó que los atraía como una vela parpadeante a una polilla, y no estaba seguro de que fueran a ser más efectivos que ella.

– Sigue -lo apremió Peter. Lo dijo tanto para oír su propia voz como para convencerse de que el envolvente y claustrofóbico túnel de la calefacción estaba llegando a su fin. Francis agradeció oír aquella palabra aunque procediera de la penumbra incorpórea, como si la hubiera pronunciado algún fantasma que le pisara los talones.

Avanzaron con dificultad y, por fin, la tenue luz amarilla que los atraía arrojó cierta claridad al camino. Francis, vacilante, se acercó una mano a la cara, como si la sensación de ver le resultara curiosamente desconocida. Un escombro le golpeó en la pierna, haciéndole dar otro traspié. De pronto se detuvo, porque intuyó que algo muy evidente se le escapaba, pero Peter le dio un empujoncito y finalmente ambos llegaron a la desembocadura del conducto en la pared. Cuando salieron a un recinto tenuemente iluminado, Francis supo qué le había pasado por alto: habían recorrido la totalidad del túnel sin haber notado ni una sola vez el desagradable tacto pegajoso de una telaraña. Eso le pareció incongruente. En ese túnel tenía que haber arañas.

Y comprendió qué significaba: alguien más había seguido ese camino y las había quitado.

Estaban en un extremo de otro sótano tenebroso. Como en Amherst, sólo una bombilla desnuda en el techo cerca de la escalera situada al otro lado proporcionaba una patética aura de luz. A su alrededor había los mismos montones de material y equipo desechado, y por un instante Francis temió que simplemente hubiesen trazado un extraño círculo, porque todo parecía igual. Escrutó las sombras que lo rodeaban y tuvo la extraña sensación de que las cosa habían sido movidas para abrir un paso. Peter empuñaba el arma con ambas manos en la postura de un tirador, preparado.

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