Cuando lo pienso, veo muchos detalles que deberían haber significado algo. Pequeños momentos que deberían haber sido grandes momentos. Un encargado de mantenimiento. Un hombre retrasado. Un administrador ausente. Un hombre que hablaba consigo mismo. Otro hombre al parecer dormido en una silla. Una mujer que creía ser la reencarnación de una antigua princesa egipcia. Yo era joven y no sabía que el crimen es como el mecanismo de una transmisión. Tuercas y tornillos, ejes y piñones que se engranan entre sí para crear un impulso independiente hacia delante, controlado por unas fuerzas similares al viento: invisibles pero detectables a través de un papel que de repente sale volando por la acera, de la rama de un árbol inclinado hacia un lado, o de unas agoreras nubes de tormenta que cruzan el cielo a lo lejos. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de eso.
Peter lo sabía, y Lucy también. Quizás eso era lo que los relacionaba, por lo menos al principio. Estaban alerta y siempre atentos a los mecanismos que les indicaran dónde buscar al ángel. Más adelante pensé que lo que los vinculaba era algo más complejo. Era que ambos habían llegado al Hospital Estatal Western sin saber qué era lo que necesitaban. Ambos tenían un gran vacío en su interior, y el ángel estaba ahí para llenárselo.
Me senté en la posición del loto en el centro de la sala.
El mundo a mi alrededor parecía silencioso y tranquilo. Ni siquiera se oía el llanto lejano de algún niño en el piso de los Santiago. Al otro lado de la ventana estaba muy oscuro. Una noche tan densa como un telón. Intenté captar el ruido del tráfico, pero hasta eso se oía apagado. Ningún motor potente de algún camión al pasar. Me miré las manos y pensé que faltarían un par de horas para el alba. Peter me dijo una vez que la última oscuridad de la noche antes del amanecer es la hora en que muere más gente.
La hora del ángel.
Me levanté, cogí el lápiz y empecé a dibujar. En unos minutos tenía a Peter tal como lo recordaba. Después, me dispuse a dibujar a Lucy a su lado. Quería plasmar una belleza pura, así que hice un poco de trampa con la cicatriz de su cara. La dibujé un poco más pequeña de lo que era. Pasados unos cuantos instantes, los tenía conmigo, tal como los recordaba de esos primeros días. No como acabamos siendo después.
Lucy Jones no encontraba un atajo que la acercara al hombre que buscaba. Por lo menos, ninguno sencillo y evidente, como una lista de pacientes que hubieran tenido claramente la ocasión de cometer los cuatro asesinatos. Así que permitió que el doctor Gulptilil la acompañara de un edificio a otro, y en cada uno de ellos repasó la relación de pacientes. Eliminó a todos los que sufrían demencia senil y examinó con criterio la lista de retardados mentales. También suprimió de su creciente lista a los que llevaban más de cinco años en el hospital. Admitía que eso era una mera suposición por su parte, pero creía que quienes hubieran pasado tanto tiempo en el centro estarían tan atiborrados de fármacos antipsicóticos y tan constreñidos por la locura que les sería difícil manejarse fuera del hospital. Estaba convencida de que el ángel era una persona con capacidad para desenvolverse en ambos mundos.
Se percató de que no podía eliminar a los miembros del personal. El problema en ese aspecto sería conseguir que el director médico le entregara los expedientes de los empleados, para lo que necesitaría alguna prueba que sugiriera que un médico, una enfermera o un auxiliar estaba relacionado con el crimen. Mientras caminaba junto al pequeño médico indio, no escuchaba la perorata de éste sobre las virtudes de los centros como el Western, sino que se preguntaba cómo proceder.
En Nueva Inglaterra, a finales de primavera, las tardes están envueltas en penumbra, como si el mundo dudara sobre sustituir el frío y húmedo invierno por el verano. Unas brisas cálidas del sur empujadas por corrientes de aire más altas se mezclan con otras frías procedentes de Canadá. Ambas sensaciones son como inmigrantes inoportunos en busca de un nuevo hogar. Lucy adquirió conciencia de las sombras que cubrían los terrenos del hospital y avanzaban inexorablemente hacia los edificios. Tenía frío y calor a la vez, una sensación parecida a la fiebre.
Tenía más de doscientos cincuenta posibles sospechosos en la serie de listas que había elaborado en cada edificio, y le preocupaba haber descartado unos cien nombres quizá demasiado deprisa. Además, habría unos veinticinco o treinta posibles sospechosos entre el personal, pero aún no podía abordar ese tema, porque sabía que perdería el apoyo del director médico, cuya ayuda todavía necesitaba.
Mientras se dirigían al edificio Amherst, se percató de que no había oído ningún ruido ni ningún grito en las unidades por las que habían pasado. O tal vez sí pero no los había registrado. Tomó nota mental de ello, y pensó lo rápido que el mundo del hospital convertía lo extraño en rutina.
– He leído un poco sobre la clase de hombre que está buscando -dijo Gulptilil mientras cruzaban el patio interior. Sus pasos resonaban contra el pavimento. Lucy vio que un guardia de seguridad estaba cerrando la verja de hierro de la entrada-. Es interesante comprobar la escasa bibliografía médica dedicada a este tipo de asesino. Hay muy pocos estudios serios. Las autoridades policiales están intentando elaborar perfiles pero, en general, no se han tenido en cuenta las ramificaciones psicológicas, los diagnósticos y los tratamientos indicados para esa clase de personas. Tiene que comprender, señorita Jones, que a la comunidad psiquiátrica no le gusta perder el tiempo con psicópatas.
– ¿Y eso por qué, doctor?
– Porque no pueden tratarse.
– ¿En absoluto?
– En absoluto. Por lo menos, no el psicópata clásico. No responde a la medicación antipsicótica como un esquizofrénico, ni como un bipolar, un obsesivo-compulsivo, un depresivo clínico u otro. Eso no significa que el psicópata no tenga una enfermedad identificable médicamente, al contrario. Pero su falta de humanidad, supongo que ésta es la mejor manera de expresarlo, lo sitúa en una categoría escurridiza. Los psicópatas no responden a los tratamientos, señorita Jones. Son deshonestos, manipuladores, a menudo muy presuntuosos y extremadamente seductores. Siguen impulsos propios, ajenos a las convenciones de la vida y la moralidad. Debo añadir que son aterradores. Unos individuos muy inquietantes cuando se entra en contacto clínico con ellos. El astuto psiquiatra Hervey Cleckley ha publicado un interesante libro sobre esa clase de casos. Estaría encantado de prestárselo, puede que sea la mejor obra sobre estos psicópatas, pero le resultará una lectura de lo más angustiante, porque las conclusiones sugieren que no podemos hacer gran cosa. Desde el punto de vista clínico, me refiero.
Se detuvieron frente al edificio Amherst y el médico ladeó la cabeza como para escuchar mejor. Un grito agudo rasgó el aire, procedente de uno de los edificios contiguos.
– ¿Cuántos de sus pacientes han sido diagnosticados como psicópatas?-preguntó ella.
– Ah, una pregunta que había previsto -dijo el médico a la vez que meneaba la cabeza.
– ¿Y la respuesta es?
– Los tratamientos que ofrecemos aquí no serían adecuados para una persona con ese diagnóstico. Ni tampoco la atención residencial de larga duración, la prolongada medicación psicotrópica, ni siquiera los programas más radicales que, de vez en cuando, administramos, como la terapia electro convulsiva. Tampoco resultan útiles formas tradicionales de tratamiento como la psicoterapia -añadió con esa risita suya algo arrogante que Lucy ya encontraba irritante-. Ni siquiera el psicoanálisis clásico. No, señorita Jones, el Hospital Estatal Western no es lugar para un psicópata. Su lugar es la cárcel, que es donde suelen estar.
– Pero eso no significa que aquí no pueda haber alguno, ¿verdad? -repuso Lucy tras dudar un momento.