La enfermera Caray, a la que Francis consideraba una mujer demasiado autoritaria, se situó en el centro del grupo. Trataba a los pacientes como si fueran niños, algo que Francis no soportaba.
– Al señor Evans le gustaría que dibujaseis vuestro autorretrato -anunció-. Algo que muestre cómo os veis a vosotros mismos.
– ¿No puedo dibujar un árbol? -preguntó Cleo, y señaló las ventanas. Al otro lado del cristal y de los barrotes se veía un árbol del patio interior mecido por una ligera brisa y el leve movimiento de sus hojas verdes.
– No, salvo que te pienses a ti misma como un árbol -respondió la enfermera Caray, tajante.
– ¿Un árbol yo? -reflexionó Cleo. Levantó un brazo regordete y lo flexionó como un culturista-. Un árbol muy fuerte.
– Tal vez -sonrió la enfermera y se encogió de hombros.
Peter levantó la mano.
– ¿Quieres hacer alguna pregunta? -dijo la enfermera.
– Sí -afirmó Peter, y sonrió-. Pero, pensándolo mejor, no. No, gracias. Estoy bien. -Cogió un lápiz negro de un montón en el centro de la mesa y lo blandió con una fioritura. Noticiero, sentado a su lado, hizo exactamente lo mismo. Un único lápiz negro.
Francis eligió una bandejita de acuarelas. Azul. Rojo. Negro. Verde. Naranja. Marrón. Tenía un vaso de plástico lleno de agua. Tras una última mirada a Peter, que se había inclinado sobre su hoja y puesto manos a la obra, se centró en su dibujo. Sumergió el pincel en el agua y luego lo hundió en la pintura negra. Dibujó una larga forma oval y empezó a añadirle los rasgos.
Al fondo de la sala, un hombre farfullaba de cara a la pared, como un orante, y sólo se interrumpía cada pocos minutos para lanzar una mirada al grupo y reanudar después su farfulle. Francis vio que el mismo retrasado que los había amenazado antes se tambaleaba por la sala gruñendo, los miraba de vez en cuando y se golpeaba repetidamente la palma con el puño. Francis volvió a su dibujo y siguió deslizando con suavidad el pincel por la hoja, viendo con cierta satisfacción cómo se iba formando una figura.
Trabajó con ahínco. Intentó dibujar una sonrisa, pero le salió torcida, de modo que la mitad de la cara parecía disfrutar de algo, mientras que la otra se veía apesadumbrada. Los ojos le observaban con intensidad, y le pareció que podía ver más allá de ellos. Pintó el cabello castaño, un poco más oscuro que su tono rubio rojizo, pero sus voces, dispuestas como una especie de grupo de críticos de arte en su interior, opinaron que, dado los limitados colores de la acuarela, era aceptable. Francis pensó que el Francis pintado tenía los hombros demasiado caídos y una pose demasiado resignada. Pero eso era menos importante que intentar plasmar en el Francis pintado sentimientos, sueños, deseos, todas las emociones que él relacionaba con el mundo exterior. Se esforzó en imprimir a la figura un poco de esperanza.
No alzó los ojos hasta que la enfermera Caray anunció que sólo quedaban unos minutos para terminar la sesión.
Echó un vistazo a su lado y vio que Peter estaba dando los toques finales a su dibujo. No había dejado de usar el lápiz negro, y lo que había creado era muy revelador: un par de manos agarradas a unos barrotes que cruzaban de arriba abajo la hoja. No había cara ni cuerpo. Sólo dedos aferrados a gruesos barrotes negros.
Peter firmó su dibujo con una floritura exagerada cuando la enfermera Caray empezó a recoger las hojas. Francis hizo lo propio con letras mucho más pequeñas. Echó una mirada al trabajo de los demás. Cleo había pintado un árbol, un grueso roble, con ramas muy extendidas y llenas de hojas verdes, y una cara perdida entre el follaje que, a su parecer, reflejaba el carácter de aquella mujer aspirante a reina. Noticiero, por su parte, había dibujado simplemente la primera página de un periódico. Francis no pudo leer el titular, pero supuso que tenía algo que ver con el hospital.
La enfermera le tomó el dibujo de las manos y lo examinó un momento.
– Caray, Francis -sonrió aprobadoramente-, esto está muy bien. Sabes dibujar. -Levantó el retrato y lo admiró-. Buen trabajo. Estoy sorprendida.
Negro Grande se acercó y miró el dibujo de Francis por encima del hombro de la enfermera. Él también sonrió.
– ¡Vaya, Pajarillo! -exclamó-. Está muy bien hecho. El chico tiene un talento que no había contado a nadie.
La enfermera y el auxiliar siguieron recogiendo los demás dibujos y Francis se encontró junto a Napoleón.
– Nappy -le dijo en voz baja-, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
– ¿En el hospital?
– Sí. Y aquí, en Amherst.
Napoleón reflexionó un momento antes de contestar.
– Ya hace dos años, Pajarillo. Aunque puede que sean tres. No estoy seguro. Hace mucho tiempo -añadió con tristeza-. Muchísimo. Pierdes la cuenta. O quizás es que quieren que la pierdas. No estoy seguro.
– Tienes bastante experiencia de cómo funcionan aquí las cosas, ¿verdad?
– Una experiencia que, por desgracia, preferiría no poseer, Pajarillo.
– Si quisiera ir de este edificio a alguno de los otros, ¿cómo podría hacerlo?
La pregunta pareció asustar un poco a Napoleón, que dio un paso hacia atrás y sacudió la cabeza.
– ¿No te gusta estar con nosotros? -balbuceó aturullado.
Francis negó con la cabeza.
– No. Quiero decir por la noche. Después de la medicación, después de que apaguen las luces. Supon que quisiera ir a otro edificio sin que me vieran. ¿Podría hacerlo?
– Creo que no -respondió Napoleón tras pensárselo-. Siempre estamos encerrados con llave.
– Pero sólo supón que no estuviera encerrado con llave…
– Siempre lo estamos.
– Pero supón… -insistió Francis.
– Esto tiene algo que ver con Rubita, ¿verdad? Y con Larguirucho. Pero Larguirucho no podía salir del dormitorio, salvo la noche en que murió Rubita, cuando no estaba cerrado con llave. Que yo sepa, la puerta nunca se había quedado abierta. No, no puedes salir. Nadie puede. No sé de nadie que quisiera hacerlo.
– Alguien pudo. Alguien lo hizo. Y ese alguien tiene un juego de llaves.
– Un paciente con llaves -susurró Napoleón, que parecía aterrado-. No lo había oído nunca.
– Es lo que creo.
– Eso estaría mal, Pajarillo. No debemos tener llaves. -Cambió el peso de un pie al otro, como si el suelo empezara a quemarle-. Creo que, si sales del edificio, evitar a los de seguridad debe de ser bastante fácil. No parecen muy listos precisamente. Y creo que fichan en el mismo sitio a la misma hora todas las noches, de modo que hasta alguien tan loco como nosotros podría eludirlos con un poco de astucia… -Soltó una risita histérica al pensar que los guardias eran unos incompetentes. Pero de pronto frunció el entrecejo-. Aunque ése no sería el problema, Pajarillo -añadió.
– ¿Cuál sería el problema?
– Volver a entrar. Aunque tuvieras una llave, la puerta principal está delante del puesto de enfermería. Es igual en todos los edificios, ¿no? Y aunque la enfermera o el auxiliar de guardia estuvieran dormidos en ese momento, lo más seguro es que el ruido de la puerta los despertara.
– ¿Y las salidas de emergencia en el lateral del edificio?
– Creo que están atrancadas a cal y canto. -Sacudió la cabeza y añadió-: Quizá sea una violación de las normas antiincendios. Deberíamos preguntar a Peter. Seguro que él lo sabe.
– Es probable. Pero si quisieras entrar, ¿no crees que hay otra manera?
– Puede que sí, pero nunca he oído que nadie quisiera ir de un sitio a otro. Jamás. Ni una sola vez. ¿Por qué iba a quererlo alguien, cuando todo lo que queremos, todo lo que necesitamos y todo lo que podemos usar está aquí, en este edificio?
Era una pregunta deprimente. Y también falsa, porque había alguien cuyas necesidades eran distintas a las enumeradas por Napoleón. Francis se planteó, quizá por primera vez, qué necesitaría el ángel.
Fue Peter quien vio al encargado de mantenimiento cuando salíamos de la sala de estar. Más adelante me pregunté si las cosas habrían sido distintas si hubiéramos visto qué estaba haciendo exactamente, pero íbamos a hablar con Lucy, y eso siempre parecía tener prioridad. Más adelante me pasé horas, quizá días, meditando sobre la congruencia de las cosas, como si el resultado pudiera haber cambiado en caso de que alguno de los tres hubiera alcanzado a verla conexión que era tan importante. A veces la locura consiste en la fijación, en pensar en una sola cosa. La obsesión de Larguirucho era el mal. La de Peter, la necesidad de absolución. La de Lucy, la necesidad de justicia. Ellos dos no estaban locos, claro. Por lo menos, no tal como yo conocía la locura, o como Tomapastillas o incluso el señor del Mal la conocían. Pero, curiosamente, las necesidades imperiosas pueden convertirse en sí mismas en una especie de locura. La diferencia es que no se pueden diagnosticar con la misma facilidad que mi locura. Aun así, ver al encargado de mantenimiento, un hombre de mediana edad con ojeras, vestido con camisa y pantalones grises y botas de trabajo marrones, con el cabello lleno de polvo y la ropa manchada de grasa, debería habernos advertido de algún modo extraño, secreto. Agarraba la caja de herramientas de madera con una mano mugrienta, y un trapo sucio le colgaba del cinturón. Las llaves le tintineaban contra una linterna de plástico amarillo que llevaba sujeta a la cintura. Exhibía una expresión satisfecha, la de quien de repente vislumbra el final de una jornada larga y pesada: «Ya no tardaré mucho. Casi he terminado. Joder, qué cabrona», le dijo a los hermanos Moses. Y tras encender un cigarrillo se dirigió hacia un almacén, al otro extremo del pasillo.