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Lucy atisbo lo que estaba dando a entender.

– Adelante -lo animó.

– Pero todo ese miedo ocultó algo que debería haber visto.

– ¿Qué? -asintió Peter.

– El ángel sabía que tú no estarías ahí esa noche.

– El registro. O lo vio en persona u oyó que me habían llevado a aislamiento…

– De modo que la situación era ideal para él ayer por la noche, porque no quería tratar con los dos a la vez, creo. Es sólo una suposición, pero me parece lógica. En cualquier caso, tenía que hacerlo ayer por la noche porque la situación era perfecta para darme un susto de muerte…

– Sí -coincidió Lucy-, tienes razón.

– Pero mató a Bailarín. ¿Por qué? -preguntó Peter.

– Para demostrarnos que puede hacer cualquier cosa. Para subrayar el mensaje: corremos peligro. -La idea de que Bailarín hubiera muerto simplemente para recalcar algo lo inquietaba de verdad, pero se refugió en la luz brillante del pasillo y en la compañía de Peter y Lucy. Ellos eran competentes y fuertes, y el ángel era cauteloso con ellos porque no estaban locos ni eran débiles como él. Exhaló despacio y prosiguió-Pero son riesgos. ¿Suponéis que tenía otra razón para estar en el dormitorio ayer por la noche?

– ¿Qué clase de razón?

Cada pensamiento de Francis parecía resonar en su interior, más profundo y más lejano, como si estuviera al borde de un abismo que sólo auguraba la inconsciencia. Cerró los ojos y vio una luz roja cegadora. Formó con calma cada palabra porque de pronto comprendió lo que el ángel necesitaba del dormitorio.

– El hombre retrasado… Él tenía algo que le pertenecía…

– La camiseta ensangrentada.

– Eso quiere decir que… -Francis se interrumpió y miró a Peter, que se volvió hacia Lucy Jones.

No tuvieron que expresar su conformidad en voz alta. En unos segundos, los tres habían cruzado el pasillo y entrado en el dormitorio.

Tuvieron la suerte de que el hombretón retrasado estaba sentado en el borde de la cama, cantando en voz baja a su muñeco. Al fondo del dormitorio había vanos pacientes más, la mayoría acostados, mirando por la ventana o al techo, desconectados de todo. El retrasado alzó los ojos hacia los tres y sonrió. Lucy se acercó.

– Hola -dijo-. ¿Te acuerdas de mí?

El hombre asintió.

– ¿Es tu amigo? -preguntó.

Asintió de nuevo.

– ¿Y es aquí donde dormís los dos?

El hombre dio unas palmaditas en el colchón, y Lucy se sentó a su lado. A pesar de lo alta que era la fiscal, parecía pequeña junto al hombre retrasado, que se corrió un poco para dejarle más sitio.

– Bien, aquí vivís los dos…

El hombre volvió a sonreír.

– Vivo en el gran hospital -afirmó con voz titubeante.

Las palabras se desprendieron como rocas de sus labios. Cada una era deforme y dura, y Lucy imaginó que el esfuerzo para articularlas era colosal.

– ¿Y es aquí donde guardas tus cosas? -preguntó.

El hombre asintió con la cabeza.

– ¿Ha intentado alguien hacerte daño?

– Sí -respondió despacio el retrasado, como si esa sola palabra pudiera alargarse para significar algo más que una mera confirmación-. Tuve una pelea.

Lucy inspiró hondo y antes de hacerle otra pregunta vio que los ojos del hombre se habían llenado de lágrimas.

– Tuve una pelea -repitió, y añadió-: No me gusta pelear. Mi mamá me dijo que no me peleara. Nunca.

– Un sabio consejo -afirmó Lucy. No tenía ninguna duda de que aquel hombre podía hacer mucho daño si se lo permitía a sí mismo.

– Soy demasiado grande. No debo pelear.

– ¿Tiene nombre tu amigo? -preguntó Lucy señalando el muñeco.

– Andy.

– Yo soy Lucy. ¿Puedo ser amiga tuya también?

Él asintió y sonrió.

– ¿Me podrías ayudar? -Lucy vio que fruncía el entrecejo, como si le costaba entender eso-. He perdido algo -aclaró.

Con un gruñido, el hombre pareció indicar que él también había perdido algo alguna vez y que no le había gustado.

– ¿Podrías buscarlo entre tus cosas?

Él dudó y se encogió de hombros. Se inclinó y, con una sola mano, extrajo de debajo de la cama un arcón verde estilo militar.

– ¿Qué he de buscar? -preguntó.

– Una camiseta.

Entregó el muñeco a Lucy con cuidado y abrió el arcón. Lucy observó que no estaba cerrado con llave. Encima de todo, había calzoncillos y calcetines doblados, así como una fotografía suya junto a su madre. Tenía los bordes gastados de tanto manirla. Debajo había unos vaqueros y un par de zapatos, unas camisetas y un jersey de lana verde oscuro un poco raído.

La camisa ensangrentada no estaba. Lucy miró a Peter, que meneó la cabeza.

– Desaparecida en combate -comentó éste en voz baja.

– Gracias -dijo Lucy al hombre-. Ya puedes volver a guardar tus cosas.

Esperó a que cerrara el arcón y volviera a empujarlo bajo la cama, y luego le devolvió el muñeco.

– ¿Tienes más amigos aquí? -le preguntó señalando el dormitorio.

– Estoy solo -respondió él a la vez que sacudía la cabeza.

– Yo seré amiga tuya -dijo Lucy, lo que provocó una sonrisa en el hombre. Eso la hizo sentir culpable porque sabía que era mentira, debido en parte a la situación desesperada de aquel retrasado, y en parte a ella misma, porque le gustaba engañar a un hombre que era poco más que un niño y que envejecería pero no maduraría nunca.

De nuevo en su despacho, Lucy suspiró.

– Bueno -dijo-. Supongo que la esperanza de encontrar alguna prueba era demasiado.

Parecía desanimada, pero Peter era más optimista.

– No, no -replicó-. Hemos averiguado algo. Que el ángel ponga algo en un sitio y se tome después la molestia de llevárselo nos revela algo sobre su personalidad.

A Francis le daba vueltas la cabeza. Notaba que le temblaban las manos porque su interior, que solía ser una confusión de turbias contracorrientes, le ofrecía ahora una punta de claridad.

– Cercanía -anunció.

– ¿A qué te refieres?

– Eligió al retrasado por varias razones: porque sabía que Lucy lo interrogaría, porque era fácil endilgarle una prueba en su contra, porque no era alguien que pudiera amenazarlo. Todo lo que el ángel hace tiene una finalidad.

– Creo que tienes razón -dijo Lucy-. Y ¿qué nos índica eso?

– Nos indica que no se está precisamente escondiendo. -La voz de Peter sonó fría.

Francis gimió, porque esta idea le dolió como un golpe en el pecho. Se balanceó atrás y adelante. Por primera vez, Peter comprendió que lo que para él y Lucy era un ejercicio de inteligencia consistente en superar a un asesino listo y dedicado, para Francis podía ser algo mucho más difícil y peligroso.

– Quiere que lo busquemos -dijo, y las palabras le dolieron-. Disfruta con todo esto.

– Bueno, pues tenemos que ganar la partida -dijo Peter.

– No tenemos que hacer lo que él espera, porque lo sabe -apuntó Francis-. No sé cómo ni por qué, pero lo sabe.

Peter inspiró hondo y los tres guardaron silencio para asimilar lo que Francis había dicho. Peter no creía que el momento fuera el adecuado, pero no se le ocurría ninguno mejor y cualquier demora podría empeorar las cosas.

– No me queda mucho tiempo -anunció despacio-. En los próximos días me llevarán de aquí. Para siempre.

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