El sacerdote le hizo señas de que se acercara.
Lentamente Alex se levantó y se aproximó vacilante.
El cura le indicó que se arrodillara y alzó la Hostia.
– Toma, come -le dijo sin mirarla mientras colocaba la Hostia en el cuenco de sus manos unidas.
Paladeó la seca dulzura de la Hostia y a continuación notó en sus labios el frío metálico del borde del cáliz y la repentina humedad del vino.
– Ésta es la Sangre de Cristo.
En silencio, Alex regresó a su silla con un amargo sabor metálico en la boca.
– Dios nuestro Señor, tu hijo nos dio el sacramento de su Cuerpo para apoyarnos en nuestra última jornada. Haz que nuestro hermano Fabián pueda sentarse en su sitio en el banquete eterno junto a Cristo, que vive y reina por los siglos de los siglos.
– Amén -musitó Alex.
Allsop no dijo nada y Matthews la miró casi con desdén, una jovencita incapaz de concentrarse y que hablaba cuando no le correspondía hacerlo. Alex cerró los ojos.
– Dios todopoderoso. Tú que alejaste la muerte de nosotros con el sacrificio de tu Hijo Jesucristo.
Las palabras del sacerdote comenzaban a resonar en su cerebro como un martilleo incesante.
– Con tu estancia en la tumba y tu resurrección gloriosa de la muerte, has santificado la tumba.
Alex oyó el gotear del agua, un sonido agudo, agresivo, gotas que sonaban como disparos. Una de ellas la golpeó en la frente, como un puñetazo, después otra. Las gotas se deslizaron hasta entrar en sus ojos, saladas y escocedoras. Se llevó la mano a la frente. Pero no había nada en ella, nada, salvo la ligera humedad de su transpiración.
– Recibe nuestras oraciones por aquellos que han muerto en Cristo y han sido enterrados con él y que esperan ascender al cielo el día de su resurrección. Dios de los vivos y de los muertos, te rogamos por el eterno descanso de Fabián. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
El oficiante volvió a consultar su reloj.
– Amén -repitió Allsop.
Matthews se inclinó, sopló las velas y comenzó a guardar los ornamentos en el maletín.
Allsop abrió los ojos y sonrió amablemente a Alex, se levantó y se puso a ayudar a su compañero.
Alex los observó. «¿Esto es todo -le hubiera gustado decirles-, esto es todo?» Pero ni siquiera estaba segura de que Matthews se hubiera molestado en contestarle.
Descendieron al recibidor y ella les abrió la puerta. Matthews salió el primero y se volvió hacia ella.
– Espero que en el futuro se lo pensará detenidamente antes de volver a recurrir al ocultismo, señora Hightower.
Ella asintió con la cabeza, dócilmente.
El cura se dio la vuelta y bajó los escalones de la puerta principal. Allsop tomó el maletín y le dirigió una sonrisa.
– La telefonearé dentro de unos días para ver cómo se encuentra.
– Muchas gracias.
Alex cerró la puerta cuidadosamente y se dio la vuelta.
Fabián estaba erguido al pie de la escalera.
De pronto le llegó un fuerte olor a petróleo; todo el recibidor parecía invadido por el humo. Fabián comenzó a moverse hacia ella, deslizándose en silencio, sin mover las piernas, hasta que lo único que Alex pudo ver fueron sus ojos, unos ojos que eran los de cualquier otro, pero no los de su hijo, unos ojos fríos y malignos, que brillaban llenos de odio.
– ¡No! -gritó cerrando los ojos.
Se dirigió a la puerta y a ciegas comenzó a trastear en la cerradura, hasta que logró abrir y salió a la calle precipitadamente.
«¡Ayudadme! -quiso gritar, pero las palabras no acudieron a sus labios-. ¡Ayudadme! -¡Nada!-. ¡Oh, Dios mío! ¡Deteneos, volved, volved, por favor!»
Dirigió la mirada hacia ellos, desesperada. Pero los dos clérigos estaban ya casi al final de la calle, caminando a grandes pasos con sus sotanas y la bolsa entre ellos, como una pareja rechoncha y cómica que se fuera a merendar al campo.
CAPÍTULO XXIX
Cruzó a demasiada velocidad el portón y entró en el encharcado camino de carros con tanta fuerza que el Mercedes golpeó el suelo, poniendo a prueba la suspensión, con una sacudida que se extendió por todo el automóvil. El agua espesa y fangosa salpicó el parabrisas y ella puso en acción las escobillas, maniobrando para evitar caer en un surco más hondo; el morro del coche se inclinó profundamente, después se alzó en el aire, para caer de nuevo con un golpe que lo desvió hacia un lado y estuvo a punto de hacerle chocar contra la cerca.
Las gomas de los limpiaparabrisas chirriaron sobre el cristal como pájaros furiosos. Percibió el olor de los cerdos y vio un pequeño objeto negro que quedaba casi fuera del rayo de luz de sus faros. El Mercedes golpeó contra el objeto pero no se detuvo. Alex seguía con el acelerador apretado a fondo.
Frente a ella, un poco a la izquierda, por entre los restos de fango, y las gomas de los limpiaparabrisas pudo ver el lago cubierto por una ligera capa de niebla. «Como una mortaja», pensó con un estremecimiento. El lago siempre tenía su aspecto más siniestro en la penumbra.
Vio el Land Rover de David aparcado fuera de la casa y dejó su coche a su lado. Quitó el contacto, cerró los ojos y estuvo a punto de llorar aliviada. Antes de pararse, el motor produjo unos ruidos de tictac, seguidos de unos golpes agudos, que se repitieron varias veces, como si quisiera expresar su protesta. El olor del aceite quemado cubrió el de las porquerizas. El motor produjo algunos ruidos más. En algún lugar en la oscuridad que caía sobre los campos se oyó el balido de una oveja.
Se bajó del coche y se quedó quieta. Le temblaban las piernas. Oyó otro balido lejano y, después, el ruido producido por un pez al saltar en el agua se extendió por el aire tranquilo. Dio unos pasos vacilantes en dirección a la casa, se detuvo y estuvo a punto de caerse. Sintió el fango bajo sus pies. Siguió andando y oyó el salpicar del agua al mismo tiempo que su zapato izquierdo se empapaba y le transmitía una gran sensación de frío y humedad.
– ¡Vaya! -exclamó sacando el pie con cuidado de no dejar su zapato en el charco.
La casa estaba a oscuras, pero vio una franja de luz que salía por la puerta del granero que servía de lagar y cruzó el patio para dirigirse allí.
David estaba de espaldas a ella, observando la grúa que había colgado de un gancho. La polea pendía balanceándose exactamente sobre la nueva gran tinaja que aún seguía en el centro de la estancia.
– ¡Hola! -la saludó sin volverse-. ¿Tuviste un buen día?
– No -respondió con calma.
– Esto es un monstruo, un verdadero monstruo.
– ¿Cómo supiste que era yo?
David siguió sin volverse.
– El coche. Puedo reconocer el ruido de tu coche, pese a que conducías más de prisa de lo que sueles hacerlo. ¡Es realmente horrible!, ¿qué opinas tú?
– ¿Sobre qué?
– Me pregunto si puedo dejarla donde está. ¿No te parece que tiene un aspecto raro?
Alex miró la cuerda que pendía del techo.
– Parece una horca.
– ¿Una horca? -David se dio la vuelta y se inclinó para ver a su mujer más de cerca-. ¡Jesús! Tienes un aspecto horrible.
Alex inclinó la cabeza y sintió que las lágrimas velaban sus ojos; sorbió por la nariz.
– Vamos -le dijo amablemente, pasando un brazo en torno a su cintura-. Vamos a tomar una copa.
Se sentaron en la cocina.
– Me gusta lo que has hecho -continuó David-, Tu propio servicio religioso personal. -Sonrió-. La Iglesia trata de ser competitiva. Si los fieles no van a la Iglesia es la Iglesia la que acude a su casa. Tienen que luchar con las pizzas, los platos cocinados y las masajistas a domicilio. Servicio telefónico automático. Comuniones a domicilio. Y todo gratis, sin que nadie pase el cepillo. Supongo que no has pagado nada.
– No, no pasaron el cepillo.
– Cosa rara en esos tipos.
– ¡David! -protestó indignada.
– Lo siento. -Tomó la copa por el pie e hizo girar el vino en su interior-. Mejora día a día, ¿sabes?