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Los impresos llevaban un membrete en letras mayúscula: «NEW ENGLAND BUREAU.» En letra minúscula: «Alquiler de oficinas, por semanas, días y horas. Servicio de secretarias. Direcciones de conveniencia. Reserva asegurada.»

La carta decía simplemente:

Distinguido cliente: Por la presente le recordamos que siguiendo sus instrucciones hemos enviado ya la última de las tarjetas postales y esperamos sus nuevas instrucciones. Adjunto encontrará la liquidación correspondiente al trimestre que termina en marzo y su solicitud para el próximo trimestre en el caso de que desee continuar utilizando nuestros servicios. Atentamente suya,

MELANIE HART

Administradora ejecutiva

Alex se dio cuenta de que palidecía intensamente. Volvió a leer la carta y comenzó a temblar; la habitación se estaba enfriando y algo pareció revolverse en su interior. Tomó su encendedor, lo acercó a la carta, a los impresos y al sobre, les prendió fuego y los echó sobre la parrilla de la chimenea.

– ¿Quiere que encienda el fuego? ¿Ahora? Yo se lo encenderé en seguida.

Se dio la vuelta y vio a Mimsa de pie junto a la puerta.

– No, está bien, gracias, Mimsa.

– Hace frío aquí, ¡Caramba, qué frío!

Mimsa se frotó las manos y se estremeció. Después le mostró las manos a Alex.

– Miré basura, dos cubos. No está allí.

– ¿Qué es lo que no está allí?

– La rosa.

– ¿La rosa? -De pronto recordó y se puso a temblar-. ¿No está allí? ¿Qué quiere decir? ¿No me dijo que la había puesto en la basura? -Observó cómo la última esquina del papel se oscurecía, y se ennegrecía por completo antes de brotar la llama.

Mimsa se encogió de hombros.

Alex sintió que sus músculos se tensaban. Sólo podía ver a Mimsa débilmente, difuminada, como si la contemplara desde una gran distancia.

– ¿Cuándo la puso allí?

Mimsa volvió a encogerse de hombros.

– No lo sé. Hará una hora…

– ¿No han recogido hoy la basura?

– No, no pasan hoy.

– Iré a ver.

Mimsa la siguió, protestando.

– ¿Por qué se quiere ensuciar? La rosa no allí. Y basta.

Alex dio la vuelta a los cubos y vació su contenido en la acera. Una botella de vino rodó junto a ella y fue a parar al bordillo. Se agachó sobre aquella fuente de mal olor y los desperdicios y miró las latas vacías, les dio la vuelta. Revisó las cajas, metió los dedos entre la masa de la fruta medio descompuesta, las bolsas de plástico y el polvo.

Mimsa la miró un momento, como quien contempla a una loca y después, con un notable sentido del deber, se unió a ella en su búsqueda.

– Es mejor comprar rosas frescas.

Alex miró la basura en la acera y dentro de los cubos vacíos.

– Quizá la cogió alguien.

– Quizá -respondió Alex y comenzó a ponerlo todo dentro de los cubos. Nerviosa, miró a su alrededor, por la calle tranquila- ¡Quizá!

CAPÍTULO XXIV

Alex pisó a fondo el acelerador, sintió el tirón del coche y oyó el agresivo zumbido del motor cuando el Mercedes adelantó la fila de coches que circulaban en caravana. Volvió a introducirse en ella delante de un Sierra, al que casi cerró el paso, lo que hizo que el conductor le tocara el claxon, furioso. La oficina de New England. La rosa carbonizada. Se preguntó si el mundo se había vuelto completamente loco: «Es posible que nos hayamos movido para acercarnos más a la Luna o a Júpiter, o ¿no podría ser que ellos se hubieran aproximado a nosotros? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué demonios era lo que estaba ocurriendo?»

Condujo el Mercedes por la salida de Guildford en la estrecha desviación rural. La carretera se hizo más oscura, bordeada de árboles de ramas demasiado espesas que impedían el paso del sol de primeras horas de la tarde. Ascendió serpenteando por una colina y pasó bajo un puente de piedra para descender bruscamente hasta encontrarse casi de repente en un pueblo pequeño que parecía estar formado, simplemente, por unas cuantas casas, una taberna y un garaje.

Un joven que encontró en el camino le señaló la dirección y pronto, a poco menos de un kilómetro de distancia del pueblo, encontró la entrada señalada por un gran indicador blanco, casi oculto entre el ramaje de los arbustos, que decía: «Witley Grove.» Pasó con el coche entre dos altos pilares de piedra, cada uno de ellos coronado por un halcón negro en hierro fundido, siguió por un camino de ganado para entrar en una estrecha carretera asfaltada, llena de baches que transcurría entre dos campos cercados.

Al salir de una curva se encontró frente a una amplia mansión de estilo gótico-victoriano, notablemente asimétrica, con gruesos muros de ladrillo rojo y tejados muy inclinados, cubiertos a medias con grandes vigas de madera. «Como capirotes de bruja», pensó Alex.

Había varios coches aparcados frente a la casa y se sintió aliviada ante aquella señal de vida. Se bajó del Mercedes sintiendo que se le removía el estómago, y miró la casa con una inexplicable sensación de incomodidad. Era un edificio sólido, desnudo, una institución, nunca un hogar. Tuvo la clara impresión de que alguien la estaba vigilando desde la casa, pero miró las ventanas con oscuros cristales emplomados sin apreciar la menor señal de movimiento.

Delante de la puerta principal había una lujosa limusina, un gran Daimler negro, con el chofer sentado tras el volante, sin gorra y leyendo el periódico. Cuando pasó junto al coche y subió los escalones que la llevaron al impresionante porche, se preguntó de quién podría ser. ¿Algún rico paciente árabe? Nerviosa, miró la pequeña placa de metal dorado al lado de la gran puerta de roble: «Witley Grove Clinic.» ¿Continuaba aún ejerciendo pese a haber sido…? ¿Le sería posible verlo ese día, en seguida, o se tropezaría con una rígida secretaria almidonada que la haría esperar tres meses antes de conseguirle hora para una visita? Recordó que en Londres tenía bastante fama y una abundante clientela. Trató de recordar cómo era Saffier en persona, pero sólo pudo conseguir que su rostro se le apareciera como envuelto en una espesa niebla. Recordó hasta qué punto había dependido de él, que le había dado esperanza cuando todos los demás médicos le aconsejaban que se fuera olvidando de su intención de tener un hijo con su marido. Ellos dos nunca podrían tener un hijo salvo que fuese adoptado. Su recuerdo se iba haciendo más claro: su voz, con un ligero acento apenas perceptible, su permanente bronceado, el rostro firme y hermoso, hacían de él un centroeuropeo de aspecto atractivo, un hombre afable, con una chispa de simpatía en los ojos y el cabello corto y bien cuidado, teñido para que se adecuara a su rostro sometido a una operación de estirado de piel; sus elegantes trajes y corbatas, que destacaban demasiado con sus zapatos blancos. Siempre llevaba zapatos blancos. En el mercado, Alex jamás le hubiera comprado un coche de segunda mano, pero en la Wimpole Street era su ídolo, su dios.

Con motivo del nacimiento de Fabián le enviaron un regalo, una caja de champán. Se preguntó si Saffier recordaría a aquella joven a la que veintiún años antes había ayudado a ser madre. ¿Le permitiría ver los archivos? ¿Los conservaba todavía? Se iba a adelantar para pulsar el timbre, cuando en ese mismo momento la puerta se abrió. Alzó los ojos y, con la mayor sorpresa, se encontró frente a Otto, que la miraba fijamente.

Retrocedió parpadeando, confusa y trató de enfocar su mirada. Vio su cabello peinado hacia atrás, los cortes que aún tenía en el rostro, los cardenales, las marcas de la viruela, la nariz ganchuda y los ojos burlones.

– Buenas tardes, señora Hightower -la saludó-. ¿Quiere pasar?

«Me estoy volviendo loca -pensó Alex-. Sin saber cómo me he dirigido a Cambridge por equivocación y he llegado a la habitación de Otto. -Volvió la cabeza y miró sobre su hombro. La puerta seguía abierta, el camino de entrada continuaba allí, lo mismo que el chofer del Daimler, que en aquel momento pasaba la página de su periódico-. ¿Estoy en el centro de Cambridge? ¿Es posible que estos campos estén en el centro de Cambridge?»

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