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– Creo que será mejor que ahora me vaya a la cama -dijo Alex.

Philip miró su reloj.

– Sí, Dios mío, se ha hecho tarde.

Se levantó lentamente, miró a su alrededor, y Alex vio la repentina expresión de miedo en su rostro.

– ¿Estarás bien? -le preguntó Philip.

Ella afirmó con la cabeza e hizo una mueca.

– Qué remedio me queda, ¿no te parece?

Main recorrió el recibidor. Hacía frío allí, ahora. Se frotó los brazos y se dirigió a la cocina. El frío era espantoso. Miró a su alrededor. ¿Estaban húmedas también aquellas paredes o era su imaginación? De repente se sintió muy incómodo, como un intruso; aquella casa no lo quería y le decía con toda claridad que se marchara. Con premeditada lentitud cogió su chaqueta y se la puso. Se quedó quieto un instante mirando a su alrededor. Sintió cómo el frío atravesaba su piel. Se acercó a la pared y la tocó con el dedo. Cuando lo retiró estaba seco. Miró al techo, sintiendo tanto frío que apenas podía contener sus temblores. Fue a la puerta, se giró antes de salir y miró la cocina de nuevo.

– ¡Que te jodan! -exclamó en voz alta, con firmeza. Dio la vuelta y salió al recibidor.

– ¿Dijiste algo? -le preguntó Alex, que salió del salón llevando la bandeja.

– ¿Yo? ¡No!

– Estaba segura de que te oí hablar.

– Era con Black. Eso es todo.

– ¡Ah!

Sacó del bolsillo la correa de su perro y de pronto Black se animó y comenzó a saltar y a ladrar alegremente.

– ¡A casa, chico!

– ¡Buenas noches, Philip!

– ¡Gracias por la cena!

– ¡Gracias por el vino! -Alex se adelantó y lo besó suavemente en la mejilla-. Conduce con cuidado -le aconsejó.

– Puedes venir a casa y quedarte allí, conmigo… si quieres. Tienes tu propia habitación, podrás entrar y salir… Si no quieres quedarte sola.

Alex movió la cabeza negativamente.

– ¡Gracias por el ofrecimiento, pero ésta es mi casa! Tengo que volver a acostumbrarme a ella, eso es todo. Al fin y al cabo Fabián no se pasaba demasiado tiempo aquí, ¿sabes?

Cerró la puerta, oyó al perro ladrar a la noche alegremente. Alex cerró con llave. De repente se encontró tranquila, inmensamente tranquila y relajada, como si una presencia diabólica hubiese sido repentinamente exorcizada y obligada a abandonar la casa.

CAPÍTULO XV

Aparcó frente a la sombría fila de casas de la Gloucester Road y cruzó los dedos con la esperanza de que no hubiera alguien que aparcara en doble fila y le impidiera salir. Los números de las distintas viviendas del edificio habían sido asignados desordenadamente sin la menor lógica, y tuvo que recorrer la explanada en toda su longitud y cruzar la calle. Crecía su ansiedad por miedo a llegar tarde a la cita y perder su oportunidad de ser atendida.

Por fin vio el número: 49. Precisamente en el edificio que estaba directamente frente al lugar donde había aparcado su automóvil, casi mirándola cara a cara, casi desafiándola, pensó furiosa. Se acercó a la puerta y vio el panel de nombres en el portero automático: Goldsworthy, Maguire, Thomas, Kay, Blackstock, Pocock, Azziz. Algunos de los nombres habían sido escritos con bolígrafo y sólo Azziz estaba subrayado.

Entre todos aquellos nombres descubrió una pequeña tarjeta de color amarillo, empalidecido por el tiempo, en la que se había mecanografiado simplemente la palabra «Ford».

Por un momento se sintió aliviada; después comenzó a ponerse nerviosa. Insegura, miró en torno suyo, preguntándose si los vecinos conocían las actividades profesionales de Ford y si la gente que pasaba por la acera la señalaba con el dedo. Se preguntó si los médiums ganaban mucho dinero. Si era así, Ford no se gastaba sus ganancias en arreglar el exterior de su edificio. Las baldosas del porche estaban agrietadas y la escayola se caía de las columnas.

Una voz fría, poco acogedora, sonó en el portero automático.

– ¿Sí?

– Soy…

¡Oh, Dios! ¿Cuál era el nombre que había dado? No podía recordarlo. Necesitaba ganar tiempo.

– ¡Johnson! -dijo de repente y se sintió aliviada-. La señora Johnson.

Le había dado también su nombre de pila, ¿cuál? De nuevo estrujó su cerebro febrilmente.

El sombrío zaguán, débilmente iluminado, decía bien poco de la identidad de los inquilinos. Había varios montones de cartas sobre una estantería y una vieja bicicleta apoyada en la pared.

El apartamento de Ford estaba en el tercer piso y la puerta se abrió en el momento en que llegaba a ella. La apariencia de Ford la sorprendió y Alex se preguntó qué era realmente lo que había esperado: ¿Un viejo extravagante y barbudo, una reminiscencia de los años sesenta, vestido con caftán, calzado con sandalias y que quemaba barritas de incienso? En vez de eso, tenía ante ella a un hombre pequeño con el cabello gris bien cuidado y un traje igualmente gris y bien cuidado, con poco más de cincuenta años, supuso.

– ¿Shoona Johnson?

Por un momento Alex estuvo a punto de decir: «No, no, soy Alex Hightower», pero supo contenerse a tiempo. A través de la puerta, detrás del médium, pudo ver un pequeño despacho, en el que sobre un escritorio había un montón de cartas y periódicos muy bien ordenado.

– Sí -respondió Alex.

Ése era el nombre de pila, recordó. Shoona. ¿Por qué diantre había elegido ese nombre?, se preguntó. Nunca, en toda su vida, había conocido a nadie que se llamara Shoona.

El hombre le ofreció una mano pequeña y rosada en la que destacaba un vulgar anillo con una piedra tan falsa como llamativa. La mano era tan pequeña que Alex se preguntó si se trataba de una deformidad. Tuvo la impresión de que estrechaba la mano de un niño.

– Pase. Gracias por ser tan puntual -había un tono acogedor y cantarino que destacaba en su acento galés, y hacía que su voz sonara muy distinta de cuando habló con él por teléfono-. Lo siento, pero hoy está esto un poco desordenado. Mi secretaria no ha podido venir.

Alex tuvo una sensación de desencanto cuando entró en el pequeño recibidor. Todo aquello parecía tan vulgar; sin nada que insinuara la magia, la solemnidad de una ceremonia espiritista. Un hombre con traje gris que disponía de un despacho y que se lamentaba de la ausencia de su secretaria. La verdad era que no había esperado encontrarse con alguien que de modo tan obvio demostraba que ejercía su trabajo como una forma simple de ganarse la vida.

El estudio del médium le hizo cambiar de opinión. Un gran salón con muebles color vino de Borgoña, con una fantástica vista sobre los jardines. Estaba amueblado en exceso con bellos muebles y antigüedades caras, casi en una vulgar exhibición de dinero. En la chimenea ardía un gran fuego de gas que dejaba escapar un silbido suave. Dos gatos se sentaban uno a cada lado del hogar, inmóviles como centinelas; uno de ellos un gato ordinario de color pajizo y el otro un bello ejemplar birmano de color gris-humo. El primero saltó a la alfombra y lleno de curiosidad empezó a dar vueltas en torno a la visitante.

En ese momento vio el florero lleno de rosas rojas sobre la mesa que había en el centro del estudio.

Alex comenzó a temblar e inició unos pasos hacia atrás. Empezó a sonar el teléfono.

– Por favor, siéntese.

Ford pasó junto a ella y descolgó el auricular.

– ¡Diga!

Alex lo observó mientras hablaba, en aquel mismo tono frío y lejano:

– Hay una cancelación el jueves a las once y media. Puedo recibirla a esa hora. Muy bien. Por favor, ¿cuál es su nombre?

¿Le decía lo mismo a todos? ¿Había siempre un cliente que cancelaba su cita oportunamente? Alex se sentó en un incómodo sillón Victoriano y volvió a mirar las rosas.

– Espere un momento. Voy a buscar mi diario y confirmaré la hora.

El hombre vio cómo Alex miraba las flores.

– Le gustan las rosas, ¿verdad? Éstas son muy hermosas, ¿no le parece?

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